‘Mulier sapiens’
La denuncia certera de discriminaciones ha llevado a conformar un sesgo que las encuentra donde no las hay
Los seres humanos nos entenderíamos mejor si fuéramos conscientes de que toda idea previa conduce a un sesgo. El aficionado que se identifica con un equipo tenderá a minimizar los excesos que cometan sus jugadores y a orillar los favores arbitrales que reciban. Quien se identifica con una ideología olvida más pronto la corrupción de sus próximos que aquella que afecta a los lejanos. Tienen sesgos los padres con sus hijos, los hijos con los padres (en este caso, a veces negativos y a veces positivos, según las etapas), y experimentan sesgos las mujeres hacia los varones, y los varones hacia las mujeres. Y sesgos tengo yo al hablar de todos estos sesgos, pues estoy generalizando en pro de una argumentación.
Las sociedades humanas han experimentado durante siglos y siglos un tremendo sesgo machista. Y hoy en día avanza un sesgo que consiste en ver desigualdades, racismo o xenofobia por todas partes, incluidas aquellas donde no se dan esas discriminaciones. Por ejemplo, en muchas palabras inocentes de tal intención.
Escuché en una emisora el lunes 25 de abril a una científica que hablaba sobre la capacidad cada vez mayor de los seres humanos para transmitir conocimiento de una generación a otra. Y decía: “El Homo sapiens es ya un Homo docens… o Mulier docens”.
La denuncia certera de las discriminaciones en la sociedad y en su lenguaje —que las hay, y muchas y terribles— ha llevado a conformar un sesgo que las encuentra cuando no existen. La palabra latina homo (distíngase de la griega de idéntica grafía en español y que significa “igual”) no se correspondía con nuestro ambivalente “hombre”, sino con “persona”. Porque “hombre” (en su significado por oposición a “mujer”) se decía vir (de ahí “virilidad”, por ejemplo); de modo que bajo el paraguas de homo se repartían los sexos y los géneros de vir y mulier. Eso mismo pasaba en griego con anthropos, aner-andrós y gyné, lo cual nos permite distinguir ahora por ejemplo entre “antropología” (ciencia que analiza la evolución humana), “ginecología” (el estudio de los órganos femeninos) y “andrógeno” (hormona que produce rasgos masculinos).
El sistema del español (como los de otras lenguas románicas) también pone a nuestro alcance esa división: “hombre”, “ser humano” y “persona” (genéricos de la especie), “varón” y “mujer” (específicos de los dos sexos biológicos); y todo ello permite a quien así lo desee que “hombre” se disocie del espacio semántico de “varón”, para entender en su justa medida expresiones como “el planeta se deteriora por la mano del hombre”, “la mujer es menos agresiva al volante que el varón” o “Nadal es el primer tenista varón que gana 21 grandes torneos” (y no “el primer tenista hombre”).
A veces, el sesgo que atribuye a la lengua culpas que no son suyas impide ver algunos de sus recursos. Es el mismo sesgo que interpreta “homosexual” como referido al sexo masculino (ahí dentro sí está el homo griego, que equivale a “igual”: homogéneo, homónimo…) o que propone “monomarental” porque ve en “monoparental” una traza de “padre” (cuando viene de “parir”), o que critica que la expresión “menudo coñazo” sea negativa frente a la positiva “es la polla” (que no guarda relación con el órgano sexual sino con una apuesta exitosa en los antiguos juegos de naipes).
Ahondar en el conocimiento para relativizar nuestros sesgos facilitaría la convivencia, porque ser consciente del sesgo propio ayuda a considerar los razonamientos ajenos. El peor sesgo consiste en creer que uno no los tiene.
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