El progreso
Estamos dispuestos a que se tomen medidas, e incluso a poner esfuerzo por nuestra parte, contra la crisis climática. Pero no parecemos preparados para grandes renuncias
Las vidas de Ignatius, Jon, Ika, Frans, Sipri y el pequeño magnate Fransiskus Gonsalés se bastan para demostrar que nuestras convicciones más arraigadas (aunque no necesariamente caviladas) resultan bastante discutibles. La convicción, o más bien fe, en el progreso, por ejemplo.
Más o menos todos creemos en el progreso. Existe, supongo, un consenso generalizado en que es mejor vivir con antibióticos, anestésicos y analgésicos que sin ellos. Es el progreso de la ciencia. Otra cosa es la idea general de progreso. ¿Qué es eso? El diccionario académico ofrece un par de definiciones que no definen nada: “Acción de ir adelante” o, alternativamente, “Avance, adelanto, perfeccionamiento”. Resulta que la gran religión laica de nuestro tiempo gira en torno a tres palabras colgadas del vacío. Avance, adelanto, perfeccionamiento, ¿en referencia a qué?
Berna González Harbour escribió ya en este periódico sobre Los últimos balleneros, una espléndida crónica de Doug Bock Clark sobre la tribu de los lamarelanos. Esperen, no se vayan. Los lamarelanos, Frans, Sipri, Ignatius y demás, residentes en la isla indonesia de Lambata, son mucho más interesantes de lo que parece. Su disyuntiva entre la tradición (con todas sus incomodidades y supersticiones) y lo que llamamos progreso (identificado con las cosas útiles para el aquí y el ahora) proporciona muchas claves relevantes para la disyuntiva en que nos encontramos hoy en las sociedades occidentales y, digamos, avanzadas.
Llevamos más de un siglo, desde la Gran Guerra aproximadamente, pedaleando en el vacío. Las grandes atrocidades cometidas en el siglo XX por las sociedades más “civilizadas” pusieron en cuestión la idea de progreso, triunfante en el XIX, y no hemos sabido encontrar alternativas. Karl Marx, con perdón, demostró que las ideas dominantes en cualquier sociedad dependen de los mecanismos económicos y sociales, y las nuestras forman parte, por tanto, del sistema capitalista. Que, como sabemos, es un sistema omnívoro y con muy buen estómago, capaz de asimilar incluso cualquier refutación al capitalismo.
El debate de los lamarelanos refleja que eso que llamamos progreso, y que tendemos a identificar sin demasiados argumentos con un desarrollo lineal de la historia hacia un final glorioso (una más entre las herencias del judaísmo), implica ganar por un lado lo que se pierde por otro. Implica, por tanto, elegir. No nos parece muy difícil porque, en realidad, suelen ser unos pocos los que deciden por todos. Pero hay elección. Y renuncia.
Parece bastante claro que la mayoría creemos que ha empezado a desarrollarse un cambio climático con causas humanas y graves consecuencias. También parece bastante claro que estamos dispuestos a que se tomen medidas, e incluso a poner algo de esfuerzo por nuestra parte, para combatir esa crisis climática. No parece, sin embargo, que estemos preparados para grandes renuncias. Deseamos mantener nuestro tipo de vida.
En el debate político sobre el cambio climático, reflejado en la cumbre de Glasgow, se da por supuesto que el capitalismo e incluso los sistemas democráticos (en su nivel más elemental y discutible, el que se identifica con los resultados electorales) responderán con efectividad al desafío. Es mucho suponer. Las peripecias de los lamarelanos nos recuerdan que las cosas no son tan fáciles. Y que todavía no hemos empezado a hablar en serio del asunto.
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