Martha Argerich, la pianista superdotada y pícara
Genial para unos, imprevisible, para otros, la artista argentina cumple 80 años y se mantiene en activo
Juan Manuel Argerich, un descendiente catalán de familia asentada en Argentina desde el siglo XVIII, adoraba a su hija. La llevaba de la mano al jardín botánico y le tomaba fotos en cuyo reverso comentaba cada momento captado por la cámara. En una de esas imágenes escribió: “Tiene una picardía dentro de su ingenuidad que la hace deliciosa…”. Sin querer, pero sabiendo bien lo que decía, Juan Manuel definió así no solo el carácter de quien con los años se convirtió en una de las pianistas más importantes del mundo —y de la historia—, también clavó su propia forma de abordar la música.
Hoy, con 80 años recién cumplidos —nació en Buenos Aires el 5 de junio de 1941—, Martha Argerich conserva a la par esa picardía y esa ingenuidad que han cautivado a millones a través de su carrera en solitario pero también en encuentros con las mejores orquestas y directores de ambos siglos convirtiéndola en una leyenda. Esas virtudes que, seguramente, también, le han ayudado a contrarrestar otra parte de sí: la inseguridad, la rebeldía, la timidez, la rabia muchas veces incomprendida y, sobre todo, el pozo negro que a menudo entraña ser una niña prodigio.
Martha Argerich es un enigma. Para muchos, un genio, que rompió moldes en la segunda mitad del siglo XX y marcó la senda de su generación. Para otros, una artista imprevisible, algo caprichosa y voluble. A los tres años ya actuaba en público, con siete dio su primer concierto en el teatro Astral y con 11 en el Colón. La estela superdotada produjo en su casa dos actitudes contrapuestas. La de un padre cariñoso y la de una madre férrea, Juanita Heller, ucrania y judía, que nunca hablaba de su pasado en Europa y que apenas, recuerda su hija, la llegó a acariciar.
Pero sí se empeñó en que la niña hiciera carrera. La metió en clase con Vicente Scaramuzza. Sobre las mismas teclas del maestro aprendieron Daniel Barenboim, un año más joven, y Bruno Gelber, dos meses mayor. Los tres conforman la más brillante generación porteña del instrumento. Pero Martha, igual que Barenboim, abandonó pronto la ciudad. Se empeñó en seguir sus estudios con Freidrich Gulda, en Viena. Y Juanita se encargó de organizarlo a lo grande. Fue a ver al entonces todopoderoso Juan Domingo Perón y le sacó una beca para costearlo. Aquel viaje a Europa dio resultado. Continuó formándose junto a otros maestros y en 1957 ganó dos concursos importantes en tres semanas con tan solo 16 años: el Busoni de Bolzano, en Italia, y el de Ginebra.
Continuó su formación, entre otros, con el gran Benedetti Michelangeli en 1960 y con esa cosecha se vio con derecho a peregrinar a Nueva York. Quería conocer a su mito: Vladimir Horowitz. Según ella, “lo mejor que le ha ocurrido al piano”. Pero el viaje se tornó en pesadilla. No por Horowitz, sino porque la joven Argerich no pudo soportar la presión: “Me veía tan joven y con una vida como si tuviera 50 años…”, le confiesa a su hija Stéphanie en el documental Maldita hija (Bloody Dougther).
Así que se encerró en sí misma sin salir del apartamento con la única compañía de un televisor y un buen surtido de cervezas. Tiró un año por la borda, pero volvió a centrarse y dio otro golpe de talento sobre el piano. En 1965 se llevó el Premio Chopin, el más importante del mundo, y a partir de ahí nadie la pudo parar, salvo cuando ella misma comenzó a proporcionar frenazos voluntarios a su carrera.
Tuvo una vida amorosa de tormentas y agitaciones, con tres matrimonios y tres hijas de diferentes padres, que la han acompañado toda su vida. Entre tumbos y reclusiones, confesaba a su hija Stéphanie, a quien trajo al mundo con el pianista Stephen Kovacevich, que le preocupaba no saber cuál es a estas alturas su lugar. A Buenos Aires apenas se acerca, pero lo ha hecho junto a Barenboim en algunas ocasiones desde 2014 para volver al Colón. Vive entre Bruselas y Suiza, donde dirige un festival en Lugano al que acuden regularmente los grandes por el mero placer de tocar con ella música de cámara. Es un género en el que se ha centrado mucho en sus últimos tiempos y que requiere oído, compenetración y diálogo constante.
Solo sale a escena acompañada desde hace décadas. Detesta los recitales en solitario. Adora a Schumann, el compositor con quien siente una conexión más fuerte junto con Beethoven y Chopin. Pero cada vez que cumple años teme más a Mozart. Con Ravel también se entiende desde la insatisfacción: uno de sus discos de referencia, el Gaspard de la nuit, para muchos una obra maestra, le desquició al escucharlo: “Es como si lo tocara un ama de casa, faltaba un elemento diabólico”.
Ama de casa nunca fue. Pero sus hijas la idolatran. Con quien tuvo una relación más compleja de las tres fue con Lyda, hija de Chen Llang Sheng, director de orquesta y de quien le quitaron la custodia unos años. La música las volvió a unir. Lyda es violista y tocan a menudo juntas. Stéphanie fue fruto de quien confiesa ha sido su gran amor, Kovacevich, y Annie, del director Charles Dutoit, con quien tras firmar el divorcio se fue al cine para celebrarlo. En lo que se refiere a criar a la prole, Argerich, como madre, cree que las parejas, dice literalmente, “estorban”.
Apenas concede entrevistas, pero se puede tomar un café con cualquiera, si la abordas por la calle. Nunca dice que no a un café… Es ave nocturna y duende diurna cuando se sienta al piano. Heterodoxa, imprevisible, siente terror ante el escenario y gozo cuando sale de su espacio ante el público transformada por el poder de la música, eso que, dice ella, “no se puede explicar porque es otro alfabeto”.
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