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LA CARA DE LA NOTICIA
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Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

Samia Suluhu Hassan, la presidenta con FFP2 que sucedió a un líder negacionista

Tanzania no contabilizaba casos de covid desde hace un año por decisión del fallecido presidente John Magufuli, quien apostaba por rezar para protegerse del virus

Samia Suluhu Hassan, por Luis Grañena
Samia Suluhu Hassan, por Luis Grañena
José Naranjo

En estos tiempos distópicos y pandémicos que corren es bastante difícil encontrar un gesto más banal que el de ponerse una mascarilla. Sin embargo, el momento en el que la nueva presidenta de Tanzania, Samia Suluhu Hassan (Zanzíbar, 1960), apareció en un acto público el pasado 7 de mayo en Dar es Salaam con la boca y la nariz cubiertas con una flamante FFP2 tenía mucha carga simbólica. Tanta que la imagen se ha convertido en el símbolo del cambio que propone para un país de 60 millones de habitantes la primera mujer que se sienta en el sillón presidencial en toda su historia.

A estas alturas, en Tanzania nadie tiene ni la más remota idea de cuántas personas se han contagiado o muerto de covid-19. Esto es así porque las autoridades dejaron de contabilizar los casos hace un año en un evidente gesto de rebeldía procedente del negacionismo de su entonces presidente, John Magufuli, apodado El Bulldozer, quien proponía rezar mucho para protegerse del mal y no quería ni oír hablar de mascarillas o vacunas. Pero el virus, ajeno a estas cuitas, circuló a su antojo y una misteriosa enfermedad respiratoria causó estragos en el Gobierno en las semanas previas al fallecimiento del propio Magufuli, oficialmente por problemas cardiacos, el 17 de marzo. Los vientos negacionistas también han soplado en Eritrea o en Burundi, que ni siquiera han solicitado vacunas para su población, mientras que en otros países africanos, como Madagascar, se recurrió a remedios tradicionales de dudosa eficacia y tisanas para hacer frente al virus.

Sobre Samia Suluhu Hassan, entonces vicepresidenta y por tanto su sucesora, recayó la tarea de dar la noticia a sus compatriotas a través de un mensaje televisado. Uno de los momentos más difíciles de su vida, admitió días más tarde. Fue hace 21 años cuando esta funcionaria del Estado discreta y de origen humilde, hija de un maestro de escuela y un ama de casa, entró en la vida pública al hacerse con un escaño en el Parlamento regional de su Zanzíbar natal. Pocos podían imaginar entonces que Mama Samia, como se la conoce cariñosamente en su país, llegaría tan lejos. Excepto ella misma.

Su ascensión ha sido de hormiguita, superando etapas sin hacer ruido: de diputada a ministra regional; luego, parlamentaria en la Asamblea Nacional, donde realizó un reconocido trabajo en la comisión de reforma de la Constitución, y en 2015, vicepresidenta del país. Los constantes problemas de salud de Magufuli que limitaban sus viajes al extranjero (ocho en sus cinco años de mandato) dieron a Mama Samia una visibilidad exterior imprevista. Era ella quien negociaba en los pasillos de la Unión Africana en Adis Abeba o quien representaba a Tanzania en la sede de Naciones Unidas en Nueva York. Así, poco a poco, su figura política se iba agrandando y haciendo indispensable.

Apenas lleva dos meses en el cargo, pero su carácter conciliador ya marca una diferencia enorme con su impetuoso y autoritario antecesor. Así lo reconocen hasta sus adversarios. Cuando el líder opositor Tundu Lissu fue tiroteado y estuvo a punto de morir en 2017, ella fue la única miembro del Gobierno que acudió a visitarle. Apoyada en su profunda fe musulmana en un país de mayoría católica, en su sólida formación académica en Administraciones Públicas y Finanzas —que cursó entre su país, India y Reino Unido— y en su habilidad para el consenso, Suluhu Hassan, casada con un funcionario del Estado como ella y madre de cuatro hijos, tiene cuatro largos años ante sí para demostrar a los tanzanos que otro estilo de gobernar es posible.

“He llegado hasta aquí gracias a mi competencia y no recibiendo favores”, suele decir la presidenta tanzana, quien se enfrenta a un dilema hamletiano: marcar distancias con Magufuli, el hombre que la aupó al puesto que hoy ocupa, pero intentando no despreciar su legado. Es una línea muy delgada. Todas las miradas están puestas, por ahora, en cómo va a gestionar la covid-19. Apenas unas semanas después de jurar su cargo, creó un comité de científicos para saber qué pasos dar. “No podemos aislarnos del mundo, este país no debe aceptar todo lo que llega del exterior, pero tampoco puede rechazarlo todo”, aseguró entonces en una muestra más de que camina sobre el alambre.

La respuesta de los expertos acaba de llegar: piden al Gobierno que active de nuevo la publicación de casos y fallecidos, y que se una al Fondo de Acceso Global para Vacunas covid-19 (Covax) para empezar a vacunar a la población. “Lo sentimos”, aseguró Mama Samia el pasado 7 de mayo en un acto con personas mayores, “nuestro estilo de vida ha cambiado, hemos venido hoy aquí con mascarillas, y esto se debe a que los ancianos tienen un mayor riesgo de contraer esta enfermedad, por lo que tenemos que protegerlos”.

Pero una cosa es llegar y otra mantenerse. El sendero estará lleno de minas en un mundo plagado de hombres. En la actualidad solo hay dos mujeres jefas de Estado en África, ella y la etíope Sahle-Work Zewde, aunque esta última ocupa un cargo de representación y con escasas competencias ejecutivas. La presidenta tanzana, sin embargo, está claramente en el puente de mando de un enorme país que se enfrenta a desafíos también grandes, como la recuperación económica o la amenaza yihadista que procede del vecino Mozambique. Su arma es la moderación. La calma tras la tormenta.

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Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

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