La rebelión de los ricos
Parte de las élites ha perdido el pudor de decir lo que piensa y lo que quiere hacer
Quizá siempre fue así, pero la diferencia entre esta época y otras es que han perdido la vergüenza para decir lo que piensan y hacer lo que les conviene. Algunos echan mano a la apelación al interés general, aunque sea meridiano que no creen en él, sino en el suyo propio o en el de su grupo. En los últimos días ha habido ejemplos muy explícitos de la rebelión de los ricos: uno, la Superliga del fútbol europeo, un proyecto de algunos de los clubes más poderosos del mundo que se quieren alejar del resto; otro, la rebaja fiscal que anuncia la candidata derechista a la presidencia de la Comunidad de Madrid (que comparte la extrema derecha), que aumentaría exponencialmente la desigualdad (bajada testimonial de los gravámenes para los de abajo, mollar para los de arriba). No es de extrañar que ante este panorama (añádanse tantos casos como se les ocurran) haya resucitado en toda su crudeza la división izquierda-derecha.
Se extiende la sensación de que una parte de las élites, la más desenfadada, aquella que define los temas de discusión, ha perdido la relación con los problemas de los ciudadanos “normales” (ahora ahogados por las crisis sanitaria y económica). El carácter irreal, artificioso, de lo que en muchas ocasiones proponen, refleja su aislamiento de la vida cotidiana. Siempre hubo clases privilegiadas pero en pocas situaciones han estado tan peligrosamente aisladas de su entorno (la covid lo ha acentuado).
Hubo un tiempo, ya lejano, en el que se sostenía que la rebelión de las masas amenazaba al orden político (la democracia) y al económico (el capitalismo). Fue en la primera parte del siglo pasado. Pero en las últimas cuatro décadas la principal amenaza a la democracia y al capitalismo no procede de aquellas masas movilizadas y dirigidas por una vanguardia profesional, sino de los abusos e irresponsabilidades de los que se encuentran en la cúspide de la jerarquía social. Es por ello por lo que hace un cuarto de siglo el profesor de Historia Christopher Lasch, que daba clases en Nueva York, escribió un libro hoy seminal en la teoría política, titulado de manera clarividente La rebelión de las élites y la traición a la democracia (Paidós). Como sucede con el Manifiesto comunista (1848), el texto de Lasch es más actual hoy que en el año 1996, cuando se publicó. El historiador pronosticaba que al aislarse en su mundo privado, en sus enclaves exclusivos, las élites ciudadanas abandonan al resto de los ciudadanos (clases medias y bajas) y traicionan la idea de una democracia concebida para todos.
Michael Lewis, autor de algunos de los best sellers de más éxito sobre los engaños y perrerías de la Gran Recesión, opina que esas élites económicas y políticas, muchas veces superpuestas, perderán aún más su pudor y exclamarán en román paladino lo que quieren hacer: profundizar en su rebelión, ser capaces de abandonar por completo a la sociedad. Y recordar al resto de los humanos lo siguiente: durante demasiado tiempo simplemente hemos aceptado la idea de que nosotros y vosotros estábamos juntos de algún modo, sujetos a las mismas leyes y rituales, que participábamos de las mismas inquietudes y preocupaciones. Era falso; ya no funcionará así.
Esta “arrogancia del poder” (en palabras del exsenador americano William Fulbright, el creador de las becas del mismo nombre) lleva a las élites a imponer imperturbablemente a los demás sus ideas, sus criterios, los relatos interesados de la historia. Su poder para suprimir los puntos de vista diferentes, la supuesta capacidad para atribuir a su propia ideología particularista el estatus de verdad axiológica, no hace preciso simular una discusión intelectual sobre aspectos en los que no hay acuerdo, o abrirse a otros puntos de vista.
Unos años después de Lasch, dos economistas, Daron Acemoglu y James A. Robinson, al analizar por qué fracasan los países añadieron el calificativo de “extractivas” a las élites anteriormente citadas: las que se apartan del bien común y dedican sus esfuerzos a su propio bienestar. ¿Hay mayor desigualdad que ésta?, ¿habrá resistencia suficiente?
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