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UN ASUNTO MARGINAL
Columna
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El derecho a la idiotez

Las democracias liberales consideran que cada ciudadano goza de un derecho inviolable: el derecho a ser estúpido

Enric González
Protestas contra las medidas impuestas por el gobernador Insfrán en Formosa, Argentina, el pasado 5 de marzo.
Protestas contra las medidas impuestas por el gobernador Insfrán en Formosa, Argentina, el pasado 5 de marzo.José Gandolfi / Latin America N

Gildo Insfrán es gobernador de Formosa desde 1995: va por el vigésimo sexto año de mandato. Antes, desde 1987, había sido vicegobernador. Insfrán lleva por lo tanto 34 años en el gobierno de una de las provincias más pobres del norte de Argentina. Ha ganado siete elecciones consecutivas, siempre cerca del 70% de los votos. Le han acusado de elevar el clientelismo a la categoría de arte, de hinchar la nómina provincial a costa del contribuyente (en Formosa hay más de 160 empleados públicos por cada 100 privados), de acosar a los opositores y de cometer algunas corruptelas, pero se trata sin duda de un gobernador popular.

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Insfrán ha gestionado la pandemia de la forma más científica posible. Ha hecho exactamente lo que han requerido sus asesores médicos. Formosa se cerró desde el primer día. Y hablamos de un cierre absoluto. Un pobre hombre se ahogó cruzando a nado un río fronterizo porque quería ver a su hija. Los contagiados que no podían pagarse un hotel de cuarentenas eran internados durante varias semanas en alguno de los centros de aislamiento, en condiciones sanitarias bastante infectas; quienes habían tenido contacto con algún contagiado eran internados también. La prensa de fuera de Formosa no pudo entrar en la provincia para explicar lo que ocurría hasta que un tribunal obligó a Insfrán a conceder unos pocos permisos. Varias organizaciones de derechos humanos denunciaron como abusivas las medidas del gobernador.

El caso es que Formosa, con una población de 574.000 habitantes, ha tenido sólo 40 muertos por covid-19. La mitad de ellos, 20, en este mes de marzo, cuando la justicia obligó a suavizar algunas restricciones y la oposición organizó manifestaciones. La estrategia de Insfrán fue indiscutiblemente eficaz.

Hay quienes reclaman ese tipo de intransigencia en la lucha contra la pandemia. Envidian, por ejemplo, la eficiencia con que la mayoría de los países asiáticos, empezando por China, han manejado la crisis. Hablan de la disciplina social de los asiáticos y de su sentido de la colectividad y algo habrán tenido que ver, supongo, esos factores. Pero también tiene que ver lo que podríamos llamar mano dura o, sin eufemismos, tiranía. Prescindir de los derechos individuales funciona bien en casos de emergencia sanitaria.

Todos los gobiernos han caído en la tentación de limitar o suprimir libertades. Resulta comprensible. Veo que en España hay un ministro que justifica el allanamiento policial por la brava de las casas donde se realizan fiestas. También se aprobó con amplio consenso esa ley tonta (tanto, que hubo consenso inmediato en torno a su tontería) que impone la mascarilla hasta al proverbial náufrago en la isla desierta.

Es importante saber qué somos y qué queremos ser. Las democracias liberales consideran que cada ciudadano goza de un derecho inviolable: el derecho a ser estúpido. Y antisocial. E irresponsable. Los gobiernos autoritarios o dictatoriales carecen de ese problema. La cuestión de fondo es: ¿queremos vivir en lugares como Formosa o China? Ojo, porque cuesta mucho ganar el derecho a la idiotez y cuesta poco perderlo. En último extremo, a los gobiernos democráticos (y no señalo a nadie en España) les conviene preservar ese derecho a la idiotez. De lo contrario, más de un dirigente político debería pasar a la clandestinidad.

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