La gestión de la muerte
La cuestión es combatir la pandemia y conseguir una victoria que no sea pírrica: hay un mañana y cuanto menos pobre, mejor
Esto ha consistido, y consiste, en gestionar la muerte. Cualquier Gobierno sensato, de cualquier color ideológico, ha tenido como misión evitar que el número de fallecimientos alcanzara niveles intolerables y, a la vez, que las medidas cautelares no fueran tan severas como para asfixiar la economía, ese mecanismo social que permite a la gente ganarse la vida. Como en las guerras, los muertos han sido uno de los factores a considerar. No el único.
Digo esto sin apartar la mirada de la atrocidad de fondo: agonía, dolor, pérdida, un colosal desastre humano. Quienes más han sufrido por el coronavirus difícilmente compartirán mi punto de vista.
En las guerras conviene fiarse de los militares, pero nunca debe dejárseles el control total de las operaciones. Algo parecido ocurre en una pandemia. Los científicos saben cómo luchar contra el virus, pero no cómo manejar una sociedad. En las guerras suelen dejarse de lado importantes exigencias morales: ¿alguien se planteó el imperativo ético kantiano durante el desembarco en Normandía? Había que hacerlo y se hizo. Lo mismo en las pandemias. La cuestión es combatirlas y conseguir una victoria que no resulte pírrica: hay un mañana. Y cuanto menos pobre y desesperanzador sea ese mañana, mejor.
Creo que la izquierda, en España y en muchos otros lugares, ha tendido a alinearse con los científicos y con la ética. En especial allí donde no gobierna. Ha preconizado más encierro y más cautelas. ¿Bares abiertos? ¡Qué horror! Damos por supuesto, claro, que los horrorizados nunca han atenuado su dolor del alma con una cerveza en una terraza o una cenita en un restaurante.
Madrid es uno de los lugares donde la gestión de la muerte se ha realizado de forma más fría, cruel y eficiente. Para alguien que, como yo, ha vivido el larguísimo confinamiento argentino y la sensación de derrota de las calles desiertas, llegar a Madrid es respirar. Es vislumbrar el día después. Es sentir que hay vida entre tanto espanto. Con sus muertos y enfermos, con el horror de las residencias, con los franceses borrachos, con las fugas de fin de semana, con lo que quieran: desde lejos, Madrid se ve como una gran mancha de luz.
Isabel Díaz Ayuso, la presidenta de la Comunidad de Madrid, me parece una persona sin escrúpulos, sin el menor apego a la verdad y decidida a alcanzar sus objetivos (ideológicos y personales) pasando por encima de la ética e incluso de la ley. Jamás podría darle mi voto.
Por otro lado, no me extrañaría que muchos madrileños, incluso entre quienes más han sufrido, tuvieran en cuenta que soportan la pandemia con menos agobios cotidianos que los ciudadanos de otros lugares. Tampoco me extrañaría que muchos madrileños tuvieran en cuenta que cuando esto acabe, Madrid habrá incrementado su supremacía económica dentro de España. No me extrañaría, por último, que muchos madrileños valoraran la actitud chulesca de Isabel Díaz Ayuso: salvando las enormes distancias intelectuales, políticas e históricas, eso es lo que más apreciaron los británicos de Winston Churchill en las horas más oscuras del Reino Unido.
En las guerras, como en las pandemias, el recuento de muertos resulta secundario. Lo importante es la victoria y lo que hay después de ella. Disculpen la crudeza.
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