Alexéi Navalni, el agitador que desafía a Putin
El líder opositor, superviviente de un envenenamiento en el que se intuye la mano del Kremlin y condenado a tres años y medio de cárcel, se perfila como la única figura independiente capaz de movilizar a ciudadanos en toda Rusia. ¿Conseguirá mantener su relevancia desde prisión?
Vladímir Putin nunca menciona en público el nombre de Alexéi Navalni. El presidente ruso evita a toda costa nombrar a quien se ha convertido en su crítico más obstinado y vociferante. Durante muchos años, el Kremlin y su órbita actuó como si el opositor fuese invisible. Más tarde, cuando su activismo anticorrupción y empuje político se hicieron imposibles de ignorar, pasó a ser “esa persona”, el “bloguero” o, últimamente, después de que tuviese que ser trasladado a Alemania para recibir tratamiento por el gravísimo envenenamiento sufrido en Siberia el pasado agosto, “el paciente de Berlín”.
Alexéi Navalni sobrevivió a aquel ataque con novichok (una neurotoxina de uso militar fabricada en la antigua URSS) tras el que se aprecia la mano del Kremlin. Se recuperó y decidió regresar a Rusia para responder por unas polémicas acusaciones que ha calificado de “persecución política”, de intento de acallarlo. Volvió pese al intento de asesinato del que culpa directamente y sin tapujos a Putin, y sabiendo que probablemente iba a ser condenado a pasar un tiempo entre rejas, como así ha sucedido.
Su empuje le ha dado un halo de cierta heroicidad y elevado su figura, incluso ante quienes no comparten las ideas del opositor ruso, un político nacionalista que coquetea con la extrema derecha. El descarado ataque contra su vida y la respuesta “cínica” e “injusta” del Estado ruso, reflexiona Abbas Galiamov, antiguo escritor de discursos del Kremlin reconvertido en analista político, han encendido la indignación de una ciudadanía ya descontenta y ha impulsado las mayores protestas en el país euroasiático en una década.
Navalni es un tipo carismático. Casado hace algo más de dos décadas con Yulia Naválnaya, con quien tiene dos hijos y comparte constantes muestras de cariño en las redes sociales, ha cultivado cuidadosamente la imagen de ruso medio. Alto, de ojos azules y una voz profunda muy característica, el opositor, de 44 años, se ha convertido en uno de los problemas más serios para el Kremlin. Domina bien el lenguaje de las redes sociales, donde acumula más de 13 millones de seguidores, y el discurso a cámara. Sus intervenciones populistas, agudas y contundentes, que suelen hacerse virales en Internet, están cuajadas de titulares. “Quieren encerrarme porque no morí”, ha declarado. Su lema, que tilda a la gobernante Rusia Unida de “partido de bandidos y estafadores”, ha pasado a ser su emblema y el de sus partidarios.
Estudió Derecho y Finanzas, e hizo sus pinitos en compañías inmobiliarias. Pero Navalni empezó a cobrar cierta relevancia cuando en 2007 se dedicó a comprar pequeños paquetes de acciones de las principales compañías de hidrocarburos o bancos y a disparar punzantes e incómodas preguntas a las empresas. De esas pesquisas nació un blog en el que se esforzó por describir supuestos casos de corrupción y negligencia en las corporaciones estatales. Sus publicaciones causaron ciertas marejadas en los círculos de poder, recordaba hace unos días en las oficinas de su canal de YouTube, Navalni Live, la abogada Liubov Sobol, número dos de Navalni, hoy incomunicada en arresto domiciliario, como la mayoría de sus aliados.
El abogado, que pasó su infancia y adolescencia en varias ciudades militares no demasiado lejos de Moscú, donde sus padres tienen una fábrica familiar de cestos, dio un paso adelante en 2011 y 2012, transformándose en uno de los líderes de las multitudinarias protestas contra el fraude electoral en las elecciones parlamentarias. Unas movilizaciones que durante meses supusieron un desafío contra el Kremlin y contra Vladímir Putin. El cineasta Pavel Kostomarov, que le siguió muy de cerca en aquella época para grabar un documental sobre la oposición a Putin (Srok, 2014), le describe como un hombre “emocional” que no siempre estaba feliz de verle por allí, metiendo la cámara hasta la cocina. En aquella película aparecían Navalni, la periodista y presentadora Ksenia Sobchak, el fallecido célebre político liberal Borís Nemtsov o su amigo Ilia Yashin, que entraban y salían constantemente de la cárcel por incitación a las protestas ilegales. Todo lo que rodeó aquellas movilizaciones, que empezaron en Moscú y se extendieron por las principales ciudades de Rusia, no solo consolidó el papel de agitador de Navalni, sino que puso en el mapa su trabajo al frente del Fondo Anticorrupción. La organización, que acababa de fundar con un joven equipo, inició una serie de investigaciones sobre los oscuros y corruptos negocios de la élite política y económica rusa, que empezó a despuntar gracias a la expansión de Internet por el vasto país euroasiático.
El activista está vetado en los medios de la órbita del Kremlin, pero desde sus redes se ha dedicado a lanzar potentes ganchos contra no pocos altos funcionarios y poderosos oligarcas. Publicó un informe sobre las fructíferas relaciones del multimillonario Oleg Deripaska con miembros del Gobierno. Dedicó varios golpes a Yevgueni Prigozhin, un oscuro empresario del sector del catering tan cercano al Kremlin que es conocido como el “chef de Putin” y que está incluido en la lista de sanciones de EE UU, vinculado a una compañía de mercenarios con presencia en Siria o Ucrania y a la fábrica de troles y noticias falsas que golpeó la campaña presidencial estadounidense de 2016. Con un vídeo, Navalni también expuso en 2017 el supuesto imperio multimillonario de Dmitri Medvédev, entonces primer ministro, hombre de confianza de Putin y la persona que le sustituyó en el sillón del Kremlin cuando el líder ruso tuvo que hacer un parón para no encadenar mandatos, como marcaba la Constitución.
Con sus informes, Navalni se ha forjado una larga lista de enemigos. Su sistema de guerra política de guerrillas para la era digital ha sabido hacer un agujero en la política de rígido mando del Kremlin que, aunque lo ha intentado, todavía no controla Internet, señala la analista Tatiana Stanovaya. Navalni ha logrado convertir sus millones de suscriptores en YouTube, Instagram y, más recientemente, TikTok, en seguidores en todo el país.
Solo una vez ha logrado concurrir a unas elecciones. Fue en 2013, cuando se presentó a la alcaldía de Moscú. Quedó en segundo puesto, con un 27,24% de los votos, frente al 51,37% de Serguéi Sobianin, del círculo de confianza de Putin y alcalde en ejercicio desde 2010. El opositor, que ya entonces había sido condenado por fraude, empezó a convertirse en una persona de cierto peligro para la “democracia controlada” de Rusia, opina Abbas Galiamov.
Y siguieron llegando los procesos judiciales y las condenas. Como la sentencia de 2014 por fraude que le condenó a tres años y medio, que había quedado congelada a condición de que Navalni cumpliese la ley. Declarada “arbitraria e injusta” por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que pidió una indemnización para el activista, esta sentencia finalmente ha derivado en el último fallo judicial que le obligará a pasar dos años y ocho meses en prisión. Los juicios y penas se tradujeron, a su vez, en vetos en las sucesivas elecciones a las que ha tratado de presentarse.
Navalni está lejos de ser un político adorado en toda Rusia. Los últimos datos del centro independiente Levada le dan una aprobación de algo más del 20%. Sin embargo, es la única figura independiente capaz de movilizar a decenas de miles de personas en todo el país, y está nutriendo sus bases de apoyo social, tradicionalmente muy masculinizadas, con más mujeres y con personas que nunca habían hecho activismo, explica la antropóloga Alexandra Arjípova, que ha estudiado las dos últimas protestas multitudinarias de Moscú.
El opositor no solo ha movilizado a sus partidarios: también ha sacado a la calle a aquellos descontentos con la deriva del país, la desigualdad, la crisis económica derivada de la caída del precio del petróleo, de los ingresos reales y de la corrupción. Le apoyan desde nuevos intelectuales y artistas hasta el movimiento punk Pussy Riot y estrellas de Internet. No ha podido, sin embargo, forjar grandes alianzas con el resto de partidos de la oposición extraparlamentaria (los opositores con escaño en el Parlamento nacional, como el Partido Comunista o el populista y ultraderechista Partido Liberal Democrático, son en realidad parte del sistema y apoyan a Rusia Unida, el partido del Gobierno). “Con toda la simpatía que le tengo por lo que le ha sucedido, no tiene programa; es un hombre de impacto más que de ideales políticos”, opina Nikolai Ribakov, hoy presidente del partido Yábloko, al que Navalni se unió con la llegada de Putin al poder, cuando era la formación liberal más prominente de Rusia, la de la vieja intelectualidad soviética.
Militó unos cuantos años hasta que, justo cuando había pedido la renuncia, fue expulsado por sus opiniones nacionalistas y comentarios xenófobos hacia los inmigrantes de países de Asia Central o las personas del Cáucaso Norte, en su mayoría musulmanes, a los que comparó con “cucarachas”. En 2012, Navalni dejó de acudir a las marchas nacionalistas y de ultraderecha en Moscú en las que se había dejado ver. Y empezó a abrazar puntos de vista más liberales. Hoy es uno de los pocos políticos rusos que apoya abiertamente el matrimonio entre personas del mismo sexo en un país con leyes homófobas.
Presume Navalni de ser “el político que mejor conoce al pueblo”. De hablar con obreros, taxistas, de animar al sindicalismo. Y lo cierto es que las redes que ha tejido por todo el país le han generado réditos. Su iniciativa Smart Vote, que estudia a los candidatos que más posibilidades tienen de vencer al de Rusia Unida y fomenta su apoyo, le ha dado pequeñas victorias en las ciudades siberianas de Novosibirsk o Tomsk. Fue en esta última, a la que había viajado para apoyar a dos de sus aliados, en la que se desencadenó el ataque que casi le cuesta la vida.
El 20 de agosto, cuando Navalni volvía en avión de Tomsk a Moscú, empezó a sentirse enfermo. Tanto que se desplomó en el baño de la aeronave, que tuvo que aterrizar de emergencia. Fue hospitalizado. Su familia y aliados sospecharon desde el primer minuto que había sido víctima de un envenenamiento. Tras más de 24 horas tratando de obtener el permiso para trasladarle fuera del país, el opositor fue enviado en un avión medicalizado a Berlín, gracias a la mediación de la canciller Angela Merkel.
Estuvo 19 días en coma. Los análisis de los laboratorios militares alemanes detectaron que había sido atacado con novichok, la misma sustancia que se empleó en 2018 contra el exespía ruso Serguéi Skripal en suelo británico en un ataque tras el que la inteligencia británica identificó a miembros de la inteligencia militar rusa. Laboratorios de Francia, Suecia y la Organización para el Control de las Armas Químicas confirmaron el hallazgo, que derivó en más sanciones para Rusia de la Unión Europea tras la conclusión de que el envenenamiento no pudo llevarse a cabo sin el conocimiento del Kremlin. Y menos teniendo en cuenta que los servicios secretos rusos seguían al opositor desde hace años.
Navalni se recuperó, aunque ha contado que tuvo que aprender a caminar de nuevo y requirió cuidados durante meses. Pero no se quedó de brazos cruzados en Alemania. En diciembre, solo unos días después de que una investigación liderada por el medio de investigación Bellingcat identificase a los supuestos agentes del Servicio Federal de Seguridad (FSB) que habían participado en su envenenamiento, Navalni difundió un vídeo en el que supuestamente llama por teléfono a uno de ellos haciéndose pasar por un alto funcionario y le sonsaca los presuntos detalles del ataque. Entre ellos, que si el avión no hubiese aterrizado de emergencia habría muerto y que el veneno se roció en sus calzoncillos.
Ese golpe, opina la politóloga Stanovaya, fue el que ha terminado de ponerle una diana en la espalda. Pocos días después, las autoridades rusas anunciaron que estaba incumpliendo los términos de libertad condicional de aquella polémica sentencia de 2014, le instaron a presentarse en los juzgados y, al no poder hacerlo porque todavía se hallaba en Alemania, le pusieron en la lista de personas buscadas.
Navalni no lo dudó. El 17 de enero aterrizó en Moscú y fue inmediatamente detenido en el control de pasaportes. Si la batalla contra Putin antes era abierta, ahora se ha convertido también en profundamente personal. Y directa a la mandíbula del líder ruso ha ido dirigida la que hasta ahora ha sido la investigación anticorrupción más sonada, grabada antes de volver a Rusia y difundida ya cuando el opositor estaba en prisión preventiva. Un potente vídeo de 113 minutos y un extenso informe escrito e ilustrado sobre el supuesto palacio multimillonario de Putin en el mar Negro, que está presuntamente en manos de testaferros y que es tan grande como 39 veces Mónaco. El vídeo ha acumulado ya más de 100 millones de visitas. Y el efecto ha sido tan grave que hasta Putin ha tenido que desmentirlo.
Muchos, sobre todo fuera de Rusia, se han preguntado por qué ha vuelto, conociendo la condena que le esperaba en un país cuyo Gobierno estuvo involucrado en su envenenamiento y le ha acusado de colaborar con la CIA. Su amigo de la época de Yábloko, Ilia Yashin, explica que nunca tuvo ninguna duda de que lo haría. “Navalni nunca buscó la fama en Occidente. Quiere vivir en Rusia, desea lo mejor para su país y sabe que la única manera de luchar para que sea ‘normal’ es estando aquí”, opina. “Lo que puede lograr para Rusia, incluso estando tras las rejas, es más que desde el exilio. Navalni es un hombre de convicción y determinación. Y hasta la situación actual le abre perspectivas políticas. Su principal tarea debe ser ahora sobrevivir. Si lo hace, será presidente”, zanja.
Antes del intento de asesinato, el opositor era una figura popular e influyente; una daga en el costado del Kremlin. Tras todo lo ocurrido, cree Galiamov, el antiguo escritor de discursos para la Presidencia, ha pasado a ser “una amenaza grave”. Navalni se ha convertido en el crítico contra Putin más destacado encarcelado desde el magnate Mijaíl Jodorkovski, quien fue el hombre más rico de Rusia, arrestado en 2003 por lo que se consideró una represalia por querer entrar en política. Putin ha sobrevivido a desafíos y protestas en el pasado. El opositor no puede desbaratar el sistema —menos aún desde prisión—, pero sí socavar el apoyo pasivo que lo ha apuntalado durante más de dos décadas, cree Galiamov.
Navalni está, sin embargo, en una situación extremadamente complicada. Su ausencia del panorama político, apunta Alexander Baunov, del Centro Carnegie de Moscú, podría hacer que el movimiento que pasó años construyendo en todo el país se degrade lentamente. “Sus seguidores aún pueden continuar con sus trabajos, pero este es un movimiento con un líder y sin él podemos ver que tal vez comience a fracturarse lentamente”, cree. Sus aliados ya han anunciado que no convocarán manifestaciones a corto plazo, y que se concentrarán en nuevas investigaciones y en las cruciales elecciones a la Duma estatal en septiembre. A sus partidarios, y a Putin, parecía ir dirigido el alegato de Navalni en el juicio del martes, en el que, pese a saberse contra las cuerdas, volvió a cargar contra el presidente ruso. “El único método [de Putin] es matar gente”, dijo. “Por mucho que pretenda ser un gran geopolítico, pasará a la historia como un envenenador”.
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