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un asunto marginal
Columna
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Un poco de verdad

La mentira al estilo de Trump, Putin o, en la categoría alevines, Díaz Ayuso, convive con la ocultación, un viejo arte

Enric González
Ursula von der Leyen, Presidente de la Comisión Europea, y Charles Michel, Presidente del Consejo Europeo, durante una rueda de prensa el 23 de abril de 2020
Ursula von der Leyen, Presidente de la Comisión Europea, y Charles Michel, Presidente del Consejo Europeo, durante una rueda de prensa el 23 de abril de 2020Etienne Ansotte/European Commission (EU/Etienne Ansotte)

Hay que reconocer que Joseph Ratzinger lo vislumbró hace ya bastantes años, en una reflexión teológica que vale para cualquier ámbito: “Viendo todas nuestras limitaciones, ¿no será una arrogancia por nuestra parte decir que conocemos la verdad? Lógicamente, después me planteaba si no sería conveniente suprimir esa categoría. Y tratando de resolver esa cuestión llegué a comprender y a percibir con claridad que renunciar a la verdad no sólo no solucionaba nada, sino que además se corría el peligro de acabar en una dictadura de la voluntad”.

Este es el paisaje contemporáneo. La dictadura de la voluntad, del deseo o, si quieren, la victoria de la poesía sobre la filosofía. La verdad resulta cada vez menos relevante frente a la “otra” verdad.

No es cuestión de ponerse estupendos y creer que vivimos un momento fundacional, a la vez terrible y extraordinario. La ausencia de verdad, es decir, la mentira como regla fundamental del juego, siempre ha caracterizado a las tiranías, desde la Antigüedad a la era contemporánea. En eso no hay diferencia entre la tiranía soviética y la franquista, entre la nacionalsocialista y la que en Venezuela denominan bolivariana. El color político tampoco hace diferencias. Sería interesante saber quién gana en cantidad de embustes por hora, si Donald Trump o Nicolás Maduro.

De hecho, muchos de quienes reclamamos hoy un poco de verdad disfrutábamos hace años de una orgía de falsedades que, en cierta forma, aún reverenciamos. Hablo de Mayo del 68. No, debajo de los adoquines nunca hubo playas, ni Mao fue bueno para nada, ni conviene darle “todo el poder a la imaginación” (si alguien merece el poder es la realidad), y deberíamos saber ya que el mejor camino para acabar con el elitismo y el autoritarismo en las universidades (y en la vida) no consiste en establecer el imperio de los mediocres. Los “hechos alternativos” que criticamos ahora y definimos como “populismo” son muy parecidos a los que enarbolábamos medio siglo atrás, en un aquelarre juvenil definitivamente populista. Alguien como Carles Puigdemont habría triunfado con un megáfono a las puertas de La Sorbona.

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La vida tiene estos inconvenientes. Nos enseña nuestra dificultad para aprender y nuestra constante dependencia de lo irracional. Gozamos de la mentira, con tal de que sea la que nos gusta.

Quizá lo novedoso sea la creciente ausencia de verdad en el debate político y en la gestión del poder. La mentira descarada, al estilo de Trump, Putin o, en la categoría alevines, Díaz Ayuso, convive con la ocultación, un viejo arte de los tecnócratas. Un buen ejemplo de ocultación es el que ofrece la Comisión Europea, un organismo de médula técnica, en sus relaciones con la industria farmacéutica.

Como a Ratzinger, salvando la distancia intelectual entre un gran teólogo y un plumilla de periódico, me asusta un poco hablar de la verdad en abstracto. Me conformo con el respeto a los hechos y con lo que podríamos llamar “sinceridad informada”. No me interesan quienes “piden lo imposible”, porque en esa categoría se alinean los que intentaron mantener a Trump en el poder tras perder las elecciones. La persona que pida lo posible, y explique con un mínimo de honestidad cómo conseguirlo, tiene mi voto.

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