Salvador Illa: el triunfo de la sobriedad
Suele decirse que al ministro de Sanidad lo nombra el presidente del Gobierno y lo destituye una crisis sanitaria, pero esta crisis solo ha elevado a Salvador Illa. Ha pasado de jefe de gabinete del quinto partido político de Barcelona a segundo ministro más valorado. Y, ahora, a candidato del PSC a la Generalitat
La palabra pandemia es el abracadabra de 2020. En el mundo, la sospecha de que algunas autocracias han gestionado el virus mejor que muchas democracias pone patas arriba el orden liberal internacional: lo nunca visto. Europa suspendió las sacrosantas reglas fiscales y va a emitir deuda común: los viejos anatemas saltan por los aires. En casa, la política española de tierra quemada no se sofoca ni con la cruz roja de la pandemia, pero en medio del marasmo han ganado vuelo dos figuras imprevistas, una ministra comunista y gallega, Yolanda Díaz, y un señor catalán serio y circunspecto, Salvador Illa, imbuido a la vez de cierto optimismo y de un espíritu de melancolía, una rara y contradictoria combinación. España llegó tarde a la pandemia. Las cifras de fallecidos son brutales. “Que se mueran los que tengan que morirse” fue la tétrica divisa en las residencias de ancianos de algunas autonomías. La primera oleada se tuvo que frenar con medidas del medievo; en cuanto se relajó el confinamiento para salvar el verano se vio claro que no habíamos hecho los deberes y volvimos a parecer un mal anuncio de pompas fúnebres, y ya se atisba una tercera ola después de Navidad. Las razones empiezan a estar claras: no es solo que seamos gente bulliciosa y un poco anárquica, sino que el Estado (en todos sus niveles, nacional, autonómico y local) se ha mostrado incapaz de gestionar eficazmente la información sobre contagios y fallecidos, la creación de una red de rastreadores, la compra de material sanitario o el refuerzo de la atención primaria. La paradoja, y las paradojas suelen ser interesantes, es que uno de los máximos responsables del tinglado sale reforzado. Dice un viejo adagio político que al ministro de Sanidad lo nombra el presidente y lo destituye una crisis sanitaria, pero la madre de todas las crisis sanitarias no ha hecho más que elevar el perfil de Illa. La sorpresa final de 2020 es su candidatura al frente del PSC, un golpe de efecto que descabeza Sanidad en medio del lío pandémico a la vez que refuerza a los socialistas catalanes de cara al 14-F.
Entre la veintena de fuentes entrevistadas para este perfil sobresalen dos grandes explicaciones para esa aparente contradicción que supone la pujanza de Illa en mitad de la mayor crisis sanitaria en un siglo. Por un lado, “un ambiente de catástrofe global atenúa siempre un poco las catástrofes nacionales”, resume el epidemiólogo Antoni Trilla: España llegó tarde y luce una gestión insoportablemente mediocre, pero lo mismo puede decirse de la inmensa mayoría de nuestras sociedades occidentales y tirando a socialdemócratas; eso favorece al ministro. La segunda razón es quizá la fundamental: en el escenario de hostilidad de la política española, que en medio de una emergencia sanitaria solo supo subir el volumen con las palabras más gruesas jamás escuchadas en sede parlamentaria, Illa sale bien parado por su serenidad a la hora de presentarse ante el Congreso y ante los españoles. En una época de estridencias, sobresale un político aparentemente aburrido que rehúye el tono bilioso y la adjetivación apocalíptica. Es el triunfo —amargo triunfo— del soso, de un tipo que ha sabido surfear una ola salvaje sin que le devore. Illa ha acumulado 300 días en el ojo del huracán de la pandemia sin apenas acusar desgaste en este 2020 gloriosamente turulato. Y sin críticas contundentes que vayan de frente: las dos voces más severas de entre las consultadas para este reportaje, un prestigioso epidemiólogo y una figura política del ala conservadora, le atacan pero bajo condición de anonimato, aunque es más que probable que su candidatura a las catalanas eleve la carga venenosa de los reproches.
“No es un Churchill en plena guerra, no es un encantador de serpientes como Felipe, no es la esfinge sin secreto de Aznar; no es el típico vocinglero que caracteriza últimamente a la clase política”, apunta el escritor Javier Cercas, a quien el ministro quiso conocer en la fase más aguda del procés. “Con su sobriedad, con su capacidad para escuchar y su deseo de convertirse en solucionador de problemas, Illa se parece más a los socialdemócratas nórdicos. Eso en España no termina de gustar. Pero lo cierto es que nos sobran carismáticas estrellas del rock y nos faltan gestores silenciosos y discretos”, añade. Cercas deja una duda en el aire: “Illa se define como un catalanista no independentista, y ha sido mucho más claro que otros socialistas catalanes durante todo el procés; la cuestión es si será capaz de convertir esas señas de identidad en un discurso político compacto dentro de un partido con tantas dobleces”.
¿Quién es, en fin, Salvador Illa? A veces unos cuantos focos descentrados, muy laterales, pueden ayudar a mejorar la iluminación de la escena central. Volvamos a la Era Anterior al Coronavirus: el 13 de enero de 2020 es un día como pintado a la acuarela en Madrid, con ráfagas de viento y cielos inmensos y enjuagados. En la sede del Ministerio de Sanidad, una mole racionalista con forma de cubo, María Luisa Carcedo procede al traspaso de carteras. Su ministerio se divide en tres: brilla con luz propia el flamante vicepresidente de Unidas Podemos, Pablo Iglesias; le acompaña un jovencísimo Alberto Garzón, titular de Consumo, e Illa, que se ha quedado con una de las áreas que no quiere Podemos —sí: Podemos no quiso Sanidad—, pasa casi desapercibido, como uno de esos personajes secundarios de los cuadros de Edward Hopper. Eso le define bien: su capacidad para pasar de puntillas, prácticamente inadvertido. Illa es entonces un desconocido, “la cuota catalana” del Gobierno. Carece de la más mínima experiencia sanitaria para lidiar con un ministerio técnico, vaciado de competencias y casi de funcionarios. Está llamado a manejar la mayor crisis institucional en 40 años, el procés, más que a gestionar una sanidad que controlan las autonomías. Traje oscuro, camisa blanca, corbata oscura y esas gafas de pasta que parecen un antifaz y que se quita las raras veces que se enfada: tras ese atuendo profesoral —”casi de enterrador”, le describe un consejero autonómico— nadie adivina ese día el acelerón político que se avecina. El coronavirus es una implacable máquina de novelar, una incesante central creativa, y ha elegido a Illa como a uno de sus personajes centrales. Apenas dos meses después de esa ceremonia, será el ministro con más poderes de la democracia.
Pero hay que viajar más atrás para perfilar a Illa. Nacido en La Roca del Vallès (Barcelona) hace 54 años, es hijo de obreros textiles, producto bien acabado del ascensor social que aún funcionaba por aquel entonces. Estudia en los escolapios. Después compagina Filosofía y Derecho, carrera que no llega a terminar. Un filósofo en Sanidad: un estoico —la tentación de la metáfora— al frente de la crisis vírica. Illa flirtea con la política desde muy joven, pero cursa un máster en el IESE y acaba como product manager en una empresa de la zona. Por aquella época se enamora perdidamente de una joven búlgara — Teodora, su primera mujer— en un aeropuerto centroeuropeo. Aquello saldrá mal. Su coqueteo con la política sale mejor: de la mano de Romà Planas —destacado tarradellista al que Illa ha robado uno de sus latiguillos, “estrictamente confidencial”, que aplica continuamente: negó su candidatura en el PSC hasta el mismo día del anuncio—, acepta ir de número dos en las municipales de La Roca. Los socialistas ganan las elecciones, su mentor muere a los pocos meses e Illa será un joven alcalde de 29 años. Gobierna con éxito el municipio —algo más de 10.000 habitantes— durante una década antes de dar el salto a la política autonómica como director general en el área de Justicia con el tripartito: fue el responsable de construir las prisiones en las que hoy están los líderes independentistas condenados por el Supremo. De ahí volverá fugazmente al sector privado, como ejecutivo de la productora Cromosoma, un paréntesis fallido de apenas unos meses antes de regresar a la política municipal, al frente del área de presupuestos con el alcalde socialista barcelonés Jordi Hereu. Illa ya ha tomado una decisión capital. La política le tira definitivamente más que la empresa, aunque de momento le toca un papel secundario en ese retablo de las maravillas. Cuando el PSC pierde las municipales se quedará como jefe de gabinete de Jaume Collboni.
Un jefe de gabinete del quinto partido político en una Barcelona de capa caída: de eso hace solo seis años. Ahí su trayectoria hace el clic decisivo. Miquel Iceta lo ficha como secretario de Organización del PSC, por aquel entonces a la deriva, partido en dos por el huracán del procés y por su propia y legendaria ambigüedad. Josep Maria Carbonell, otro de sus mentores, cuenta que Illa fue esencial para pacificar el PSC; “supo controlar a los alcaldes socialistas” que en un momento dado aguantaron las estructuras del Estado en Cataluña. “Desde el principio sintonizó con José Luis Ábalos y Pedro Sánchez en un momento también difícil en el PSOE”, explica Paco Salazar, estrecho colaborador del presidente del Gobierno. “Cosió el partido y supo pactar con Junts en la Diputación, con Ada Colau en Barcelona y con ERC en la mesa de diálogo: uno de sus puntos fuertes es la negociación”, describe Iceta. “Transmitió serenidad y funcionó estupendamente como amortiguador en las negociaciones con Esquerra y Junts: ese fue su salvoconducto hacia Madrid”, añade la vicesecretaria de los socialistas catalanes, Eva Granados.
Illa es un tipo serio. Sólido como un mueble antiguo. “Honesto y fiable”, coincide todo su equipo. Disciplinado, jerárquico, cartesiano. Estudioso. Consciente de que carece de esa cosa ingrávida que denominamos carisma. Del Espanyol, nada menos. Celoso de su vida privada: casado en segundas nupcias con Marta Estruch, tiene una hija que estudia Diseño y un buen puñado de amigos con los que sale a caminar por La Roca, que no faltaron a su toma de posesión y que solo acceden a hablar con este periodista con el visto bueno del ministro. Illa es la serenidad personificada, pero a veces la procesión va por dentro: guarda clips en uno de los bolsillos de su americana y juguetea con ellos en los momentos de tensión. En el otro bolsillo esconde un folio doblado en cuartillas con una detallada agenda del día. “Tacha concienzudamente cada cosa que hace y rara vez deja algo para el día siguiente”, describe su jefa de prensa, Miriam Lorenzo. Jamás se le ha visto perder los nervios, aunque sí ha levantado la voz en el Congreso: cuando se ha visto acorralado o cuando las críticas pasaban de castaño oscuro. Es madrugador, le gusta correr y lee básicamente ensayo; uno de sus libros favoritos es Historia de la guerra del Peloponeso, “que viene a demostrar que el ser humano ha aprendido más bien poco en 2.500 años”, según su propia síntesis. Y colecciona unas misteriosas libretas rojas: van siete desde que es ministro. Ahí anota lo más destacado de sus días, sus reflexiones y análisis, quién sabe qué.
Frugal comiendo, ascético viviendo, templado gestionando: el yerno ideal, salvo quizá por ese punto de ambición que se les presupone a los animales políticos. ¿La prueba? No dejó de ser secretario de Organización del PSC en medio de la peor crisis sanitaria en un siglo, y no ha dudado en aceptar el liderazgo del partido a sabiendas de que dejar Sanidad en plena campaña de vacunación es un gesto por lo menos controvertido. “En ocasiones, quizá por timidez, le sobraba un punto de austeridad, de estoicismo”, cuenta uno de sus amigos, el banquero de inversión Marc Murtra. “Siempre pensé que le faltaba sacar a Mister Hyde, no ser siempre tan cándido, tan buena persona, tan rematadamente socialdemócrata. Yo diría que ha dado ese salto”.
Católico practicante, Illa posee un sentido tarradellista del poder: respeto a las instituciones y los adversarios, capacidad para convertir a enemigos en rivales y a rivales en amigos, o algo parecido a amigos, si es que eso existe en política. Para ello suele ser recto como la espalda de un violín: “Un metro son 100 centímetros cuando quieres acordar algo: no pueden ser 101 centímetros para ti y 100 para mí; no pueden ser 100 para mí y 98 para ti”, dice para arrancar una negociación difícil. Pero lo fundamental es su forma de narrar, el storytelling, su capacidad para contar historias y sonar convincente en medio de la pesadilla. “Ha sabido encontrar un tono sereno que le da credibilidad y profundidad”, dice uno de sus compañeros en el Consejo de Ministros para explicar por qué es el segundo ministro más valorado del Gobierno; “traía de fábrica ese tono”, corrige su amigo y jefe de gabinete Víctor Francos, que comparte vivienda con él en La Moncloa. “Tal vez le ha faltado cautela y le ha sobrado un sesgo algo optimista en sus análisis, pero eso suele ocurrir cuando las cosas van tan mal, para tratar de generar expectativas favorables”, añade el periodista científico Javier Sampedro, que le agradece el hecho de que nunca haya caído “en la sensiblería ni en la sobreactuación”.
La prueba del algodón será adaptar ese tono a la refriega electoral. Pero de momento Illa ha sabido convertirse en un narrador fiable, suaviter in modo, fortiter in re: capaz de decir las cosas con firmeza, pero suavemente, con una mirada que va más allá de la melancolía; la mirada de esto es lo que hay. Y con esa forma de dejar caer las réplicas como si las empujara levemente con el dedo. “Ha aparecido muchísimo y podía haberse achicharrado, pero por alguna razón eso no ha sucedido”, analiza Fernando Simón en una larga charla con EL PAÍS, consciente de que tal vez él sí se haya quemado algo más en esta travesía. Eso sí, van más de 50.000 muertos: “El problema del Titanic era un iceberg, no la estrategia de comunicación. Illa ha comunicado bien, eso es impepinable. Cuando haya pasado un tiempo y tengamos perspectiva analizaremos si ha gestionado igual de bien. Pero le respeto porque supo corregir el rumbo después de un inicio titubeante, en el que estaba pésimamente asesorado. Y porque supo pacificar a las autonomías cuando aquello parecía un mal sainete y otro hubiera tirado por el camino del medio, por un ordeno y mando contraproducente”, asegura uno de los epidemiólogos que le han asesorado.
En los últimos meses destacan tres momentos críticos. “A caballo entre marzo y abril, por encima de las 900 muertes diarias, recibir esos datos era un verdadero mazazo. Caminábamos pasillo arriba, pasillo abajo por la cuarta planta del ministerio para interiorizarlos, para digerirlos”, apunta su anterior jefe de gabinete, Germán Rodríguez. “Tomar la decisión de decretar el estado de alarma fue dificilísimo. Las horas previas a aquel 13 de marzo son muy duras”, coinciden Patricia Lacruz, directora general, y Alberto Herrera, subsecretario del ministerio. “La conversación con Pedro Sánchez inmediatamente anterior a decretar el estado de alarma sabiendo que no estábamos preparados, porque nadie puede estar preparado para eso, fue quizá lo más peliagudo”, añade Frías. Hay un tercer momento álgido: la segunda ola y la durísima confrontación con Madrid. “Se sintió traicionado. Tiene una excelente relación con el consejero de Sanidad madrileño, pero aquello de negociar una cosa y de que Madrid saliera diciendo otra le sacó de quicio”, remata çSimón. “Si la crisis le ha afectado en lo personal nunca nos lo ha hecho saber”, tercia la directora de la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios, Chus Lamas.
No todo el mundo es tan amable. Su cambio de destino cuando la pandemia está lejos de estar solucionada da munición de primera a sus críticos. En el sector sanitario tiene a mucha gente de uñas. Pero es en el Congreso más polarizado de la democracia donde más se le censura. Josune Gorospe, parlamentaria del PNV, da una de cal y otra de arena. Destaca “el talante de Illa”, “sus habilidades para comunicar en una crisis tan tremenda, la capacidad para no perder ese punto reflexivo y empático a pesar de la tensión, esencial para que la crispación no tomara al asalto la comisión de Sanidad”, y cree que el ministro ha ido sacando “personalidad política”. Pero detecta también “cierta fatiga” y sobre todo critica “la tentación recentralizadora” en un político de firmes convicciones federalistas, “pero que ha estado sometido a fuertes presiones”. En la Carrera de San Jerónimo le han llamado, en una sola sesión, “liviano”, “vanidoso”, “voraz”, “autómata”, “obsceno”, “poseedor de todos los vicios que describía Maquiavelo”, “fake news andante”, “agujero negro”, “experto en oscurantismo”, “dueño de intereses sectarios, caprichosos, prevaricadores”. Las fuentes consultadas en el PP —antes de la decisión de marcharse a Cataluña— dejan varias cargas de profundidad: “Ni él ni los técnicos supieron ver la que se nos venía encima. Nunca hubo nada parecido a cogobernanza con las autonomías: se las arregla para no pelearse con nadie, aun a riesgo de generar un lío terrible. Y en sede parlamentaria es educado y amable, sí, pero se ha convertido en un frontón: no entra en cuestiones técnicas porque desde luego no es un técnico y minutos más tarde da una rueda de prensa en La Moncloa si tiene algo que decir. Ha ninguneado al Parlamento”. La misma fuente apostilla: “Nos ha faltado una estrategia nacional. Nos han sobrado broncas con Madrid y errores burdos con las mascarillas, con los test de antígenos, con tantas cosas. Ha hecho una gran operación de marketing político: es digno de estudio que alguien pueda salir tan bien parado con esa gestión. Pero ha sido incapaz de reforzar la legislación sanitaria porque los socios del Gobierno no toleran nada que suene a hacer políticas de Estado. Son decenas de miles de muertes; seguro que muchas eran evitables. ¿Qué ha hecho Illa al respecto? ¿Se ha hecho siquiera esa pregunta?”
Y sí, Illa se ha hecho esa pregunta. Una mañana de diciembre recibe a este diario en el ministerio y esa cuestión sobrevuela una hora larga de conversación. El ministro arranca despacio y por momentos encaja con la descripción que hace de él uno de sus amigos: “Últimamente parece algo mayor: es el precio que se paga por vivir de cerca ciertas revelaciones”. Se sienta en un sofá, no muy lejos de la mesa de trabajo que heredó de Ernest Lluch, uno de sus referentes (y que, como él, tampoco era un técnico: era historiador económico) e irá cogiendo velocidad a medida que avanza la charla: “No vimos la dimensión de lo que venía; nadie la vio, era muy difícil, entre otras cosas porque China no dijo toda la verdad”, concede. “Y hemos cometido errores: el estado de alarma debió alargarse; había mucha presión para iniciar la desescalada”. Pero cierra con un latigazo: “En los momentos más complicados, con una incertidumbre radical y una tensión enorme, hicimos lo que debíamos”. La calidad de las políticas depende de cómo se discuten y esa es una de sus autocríticas más agudas: “España tiene un sistema de salud razonablemente bueno, que hay que reforzar como hemos tenido el disgusto de comprobar. Y tiene una formidable red de seguridad en Europa. Pero deberíamos ser capaces de pensar más como país, Gobierno y oposición, Estado central y autonomías, políticos y sociedad civil: hemos fallado en eso. Deberíamos aprender a discutir de otra manera”.
El ministro confiesa que siempre se vio “como un fusible”, consciente de que una crisis de este calibre puede barrer con todo. Pero empieza a ver o quiere empezar a ver la luz al final del túnel con las vacunas: “Esto es una cura de humildad para Occidente, y aun así Europa puede empezar a salir para el verano”. En esa entrevista, tres semanas antes de convertirse en cabeza de cartel del PSC, Illa ya dejaba patente una mirada política estrábica; “tiene un ojo puesto en la pandemia, pero el otro en Cataluña, en las elecciones catalanas, en el devenir del procés”, decía la libreta de notas de este periodista después de esa charla. “Los catalanes hemos perdido 10 años, hemos malgastado el tiempo en lo que no le importa a nadie”, sostiene Illa; “hay que poner punto final a esta década perdida. Los independentistas son conscientes de que han sido derrotados, pero a un coste muy alto: no estoy a favor de los indultos, pero lo que hay que hacer ahora es tener altura, suturar todo lo que se pueda esa herida”, añade. “No estoy de acuerdo en que el PSC sea un partido ambiguo: la prueba es que en 2017 los alcaldes estuvieron a la altura. Y que Josep Borrell, Iceta y yo mismo estuvimos en las manifestaciones de Societat Civil Catalana. El año 2017 fue venenoso, pero ya el primer referéndum fue invasivo, terrible, antidemocrático. Artur Mas no estuvo a la altura; quienes le siguieron, aún menos. Pero no es el momento de hurgar en la herida, sino de coserla. Y de tratar de mover 300.000 o 400.000 votos”. Preguntado sobre si iba a dar el salto a la política catalana, despachó la cuestión con un lacónico “Iceta es un gran candidato”. Pero también dejó un premonitorio “más adelante, ambición no me falta; las cosas vienen como vienen”.
Las cosas han venido rápido. Illa volverá ahora al punto de partida: diseñará su estrategia de cara al 14-F a caballo entre su despacho en el ministerio y su casa de La Roca. En el pueblo, en uno de esos días grises antes de Navidad, se ve alguna bandera independentista, pero ese sarampión de símbolos que fue 2017 ha bajado muchísimo. Hace un frío de mil demonios. En una de las calles principales, que se adentra en la localidad como un río ancho y oscuro, tras dejar atrás una iglesia austera aparecen algunos comercios, una tienda de cachivaches, muy pocos jóvenes: un pueblo soso o sobrio o sereno, como el ministro, al lado de una zona boscosa ideal para dar un paseo, para buscar setas, para pensar un poco. En medio del paseo reaparece aquella frase de Cercas, “no es un Churchill”. A la sombra de Churchill hay un político menos carismático, menos conocido: Clement Attlee, el líder laborista británico que apoyó la República española y que batió, contra todo pronóstico, al inimitable Churchill en las elecciones de 1945, recién acabada la guerra. Entre los logros de Attlee destaca la fundación del Servicio Nacional de Salud. Durante su mandato los británicos abandonaron India y Palestina. Lord Churchill se burlaba de sus silencios, de su falta de carisma, de su aspecto funcionarial, y lo sentenció con una frase demoledora: “Ayer llegó un taxi vacío a Downing Street y de él bajó Clement Attlee”. Salvador Illa, en fin, no es un Churchill, y aún tiene que demostrar que puede llegar a ser un Attlee, pero hace justo un año alguno pensaba que llegó un taxi vacío al Ministerio de Sanidad y luego resultó que el taxi no estaba vacío, y desde entonces no ha dejado de espigarse hasta su nuevo destino: en la cartelería electoral del PSC veremos esas gafas que parecen un antifaz.
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