Calcinar y carbonizar, como oír y escuchar
Va deteriorándose poco a poco la ancestral diferencia lingüística entre reducir algo a cal y reducirlo a carbón
Algunos verbos nos permiten mirar en su interior y entender su significado. Si leemos “enrojecer”, vemos dentro la base “rojo”. Si nos hablan de “radiar”, sabemos que se trata de un verbo montado sobre el sustantivo “radio”. Por eso resulta extraño lo que sucede con “calcinar” y “carbonizar”, que tienen dentro “cal” y “carbón” pero a menudo no lo parece.
“Calcinar” se documenta ya en 1607 (Corominas y Pascual) con la función obvia de señalar que algo se ha reducido a cal. El diccionario académico le daba esta definición en 1780: “Reducir a polvo los metales o piedras por medio del fuego”. Y en 1817: “Reducir los cuerpos a forma de cal, privándolos por el fuego de las sustancias volátiles”. La definición actual, más técnica, viene a decir lo mismo: “Reducir a cal viva los minerales calcáreos, privándolos del ácido carbónico por el fuego”.
Por su parte, “carbonizar” tiene un registro más antiguo (hacia 1500). Desde las primeras ediciones del Diccionario recibe el esperable sentido de “hacer carbón una cosa, encendiéndola y poniéndola hecha ascua”. Hoy la definición se lee más breve: “Reducir a carbón un cuerpo orgánico”.
Por tanto, la calcinación corresponde a minerales o metales (por ejemplo, un coche o una avioneta); y la carbonización, a la materia orgánica (un vegetal, un animal, un ser humano). Desde antiguo se estableció esa diferencia, siempre tan útil para elegir entre el vertedero o el camposanto, o ahora para distribuir la basura por cubos de colores.
Sin embargo, tal vez algunos usos metafóricos de “calcinar” (“… sobre un cielo calcinado”, Gabriel Miró; “el muchacho bebió como si estuviera calcinado”, Roa Bastos…), así como la insistente falta de precisión periodística de algunos informadores (“el cadáver del piloto quedó calcinado”), provocaron que las Academias añadieran en 2001 a la entrada “calcinar” esta nueva acepción: “Abrasar por completo, especialmente por el fuego”.
En los usos literarios se comprende como figura retórica, pero en el uso informativo se puede entender como falta de rigor semántico, pues en las noticias de sucesos no suele mediar arte poética alguna. Por eso quizás venga al caso aquí aquella frase de Ortega y Gasset: “O se hace literatura, o se hace precisión o se calla uno”. (Obras completas, tomo I, página 113).
De ese modo, la ancestral diferencia lingüística entre reducir a cal y reducir a carbón va deteriorándose poco a poco. Y ahora nos encontramos con que una avioneta se carboniza y un cuerpo se calcina, del mismo modo que se difumina cada vez más la diferencia entre “escuchar” y “oír” (“se escuchó una gran explosión”; “toc, toc, ¿se me escucha?”).
La pulcritud de aquellos antepasados que especializaron todos esos verbos se está yendo al garete. A mi entender, el hecho de que algunos grandes autores hayan contribuido a la confusión entre oír y escuchar no debería asentar el uso empobrecedor.
La Academia, atendiendo a esos ejemplos, no lo censura, pero ha definido siempre “escuchar” (desde 1732) como un acto volitivo (“prestar atención a lo que se oye”); mientras que la acción de “oír” es involuntaria. Un disparo se oye, no se escucha; lo mismo que debe hacerse con la conversación de los vecinos.
Habrá quien pretexte que “la lengua evoluciona”, como si evolucionar fuera siempre algo positivo. También evoluciona el ser humano, y con esa evolución estamos cargándonos el clima. A lo que contribuye cada verano que nuestros bosques se carbonicen.
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