La nueva normalidad me obliga a pensar en pequeño
En la vieja normalidad siempre había algo que te estabas perdiendo, y la perdida, en realidad, eras tú. Vivíamos desplazados, lejos de nosotros mismos
En mi ejemplar de Acción de Gracias, una de las novelas de Richard Ford que protagoniza Frank Bascombe, su más que probable alter ego, un alter ego que no eligió la literatura sino el negocio inmobiliario, el propio Richard Ford escribió: “Para Laura, que debe volver a leer este libro cuando cumpla ¡40! Descubrirá entonces lo optimista que es en realidad”. Yo le había dicho, en el transcurso de una entrevista luminosa —en la que él, todo sencillez y pasión por su oficio, se guardó la principal carta, la del origen de su pormenorizada literatura—, que me parecía un libro pesimista, porque todo lo que le ocurría a Frank era horrible. Se rio. Yo también me reí, pero seguí pensando que Frank no era un tipo con suerte. Y además, ¿qué era eso del Periodo Permanente? “La época de la vida en la que no hay muchas voces disidentes que te musiten dudas en la cabeza, donde el pasado parece más genérico que específico, cuando la vida es más destino que viaje y donde uno es más o menos como la gente lo recordará una vez que haya palmado; en otras palabras, cuando la integración personal (…) por fin se ha realizado”. Sonaba a muerte, le dije. Yo tenía 27 años. Estaba embarazada. El viaje para mí no había hecho más que empezar. Puede que ya hubiese parado a repostar más de una vez en la misma gasolinera, es decir, puede que ya supiese que no todo era posible, que a cada decisión que se toma, más estrecho se vuelve el futuro, pero no tenía ni idea del aspecto que podía llegar a tener la Vida Adulta, ni de que iba a adoptar aquel concepto de Ford, el del Periodo Permanente, antes de tiempo, por culpa de la nueva normalidad.
Aún no he cumplido los 40, pero ya he vuelto a leer Acción de Gracias, y el resto de obra de Richard Ford y, efectivamente, lo he entendido todo. No sólo lo he entendido, sino que no concibo mi domesticación —oh, crecer es aprender a domesticarse, y sufrir por tener que hacerlo hasta extremos inconcebibles— sin él. Ford susurra a cada página, con un sentido del humor deliciosamente autodestructivo, “ajá, en todo esto consiste crecer, amiga, y es divertido y triste a la vez”, y todo tipo de cosas por el estilo.
Al Periodo Permanente le precede, en tan peculiar teoría, el llamado Periodo de Existencia, que es aquel en el que dejas de lamentarte por lo que ya nunca harás y te concentras en lo que haces, porque estás viviendo la época que recordarás con más claridad durante el Periodo Permanente. Bien, cuando digo que la nueva normalidad ha precipitado el Periodo Permanente, o una versión distópica de él, limitada y, a la vez, extrañamente libre en sus limitaciones —nunca antes el individuo dependió tanto de sí mismo, ni estuvo tan lejos, físicamente, del resto—, me refiero a que a todos se nos ha expulsado de un Periodo de Existencia, ese fabricante de despreocupados recuerdos que contemplar hoy, de lejos, con nostalgia, por todo lo que aún era posible y ya no lo es, del que jamás creímos poder ser expulsados. Y, en cualquier caso, lo fascinante es la facilidad con la que nos hemos adaptado al nuevo orden. En parte, porque contiene un orden. Y veníamos del caos autoimpuesto de la desesperante exvida contemporánea. En nuestro caso, el caos era el caos de una familia con dos hijos —ambos con trastorno del espectro autista— y escaso margen para la conciliación. Preferir la incertidumbre de la nueva normalidad a la de la vieja no es nada raro.
La razón me devuelve a la literatura de Richard Ford, un hijo único atormentado —era habitual que, cuando a su madre le preguntaban si tenía hijos dijese que no, y luego, como quien recuerda algo que ha olvidado, soltase, “oh, bueno, está Richard”—. En otra de sus visitas a Barcelona, el escritor, que fue a clase con Raymond Carver, confesó que la expansión del tiempo en sus historias —sus voluminosas novelas transcurren en un solo día, a lo sumo, dos, y el lector viaja en el yo impresionista de Bascombe, contemplando pormenorizadamente su mundo, es decir, su presente, y también alejándose, a cada rato, a su pasado, de manera que el fresco resultante es siempre distinto pero el mismo cada vez, dando cuenta de lo expansiva que es la vida, de nuestra condición de universo— tenía que ver con su aspiración de convertirse en escritor posmoderno. Nunca ha sido considerado como tal, pese a que tiene razón cuando dice que su tratamiento del tiempo y el espacio ensanchan de alguna forma la narración, deconstruyéndola. Y a eso sabe la nueva normalidad, a un desorden ordenado en el que el tiempo se alarga como se alargaba cuando éramos niños porque, como entonces, la vida no es todo lo que querríamos hacer sino tan sólo lo que podemos hacer. Porque no, la nueva normalidad no es la vieja normalidad con mascarilla. Podría haberlo sido si no hubiéramos pasado tres meses encerrados y no nos hubiéramos reencontrado con todo ese tiempo perdido en el viejo caos y con la sensación de que otro mundo era posible. Pero, puesto que no se gana nada si no se pierde algo antes, perdimos la despreocupación, ese privilegio adulto de hacer lo que te viene en gana cuando te viene en gana, y sin mascarilla.
Eso, sin embargo, no tiene por qué ser malo. Podemos afinar la puntería. Pensar en pequeño. Yo he empezado a hacerlo. En realidad, siempre he querido poder hacerlo, pero la vieja normalidad te impelía a pensar en grande. Siempre había algo que te estabas perdiendo, y la perdida, en realidad, eras tú. Vivíamos desplazados, lejos de nosotros mismos. Puede parecer absurdo, pero nunca habíamos paseado tanto por el pequeño pueblo en el que vivimos como ahora. No conocíamos a nuestros vecinos, ni ellos a nosotros. La acción, la vida, siempre estaba en otra parte. Pero ¿lo estaba, en realidad? Puede que la nueva normalidad sea la primera enviada global del no future real, una extraña forma de sentido común que debemos moldear en el futuro presente, porque a partir de ahora ya no existe el futuro, sino este presente raro y cambiante en el que todo depende, como siempre, y a la vez, más que nunca, de nosotros.
Laura Fernández es periodista y escritora. Su último libro es ‘Connerland’ (Random House).
‘Nueva normalidad’ es una serie de textos acerca de experiencias personales durante la pandemia.
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