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Golpeada por Trump, Cuba mira a Biden esperanzada

Washington y La Habana firmaban la paz hace cinco años. Pero el actual mandatario de EE UU ha dado marcha atrás en todo lo que construyó Obama

Obama, durante su visita a La Habana en marzo de 2016 como presidente de EE UU.
Obama, durante su visita a La Habana en marzo de 2016 como presidente de EE UU.Dennis Rivera (AP)

Acababa de aterrizar en La Habana el Air Force 1 cuando Barack Obama soltó en Twitter: “¿Qué bolá, Cuba?”. Era el 20 de marzo de 2016, y con ese saludo callejero —que en la isla equivale a decir “cómo andas, amigo, cómo está la cosa”— comenzaba el expresidente de Estados Unidos su histórico viaje al país que desde el triunfo de la revolución de Fidel Castro fue el coco de Washington. Para llegar a este momento, que parecía imposible, hubo de producirse antes un intercambio de espías prisioneros en ambos países y una negociación secreta entre EE UU y el Gobierno de Raúl Castro que, después de muchos avatares, desembocó en el restablecimiento de las relaciones diplomáticas el 20 de julio de 2015. Cinco años después, el académico cubano Carlos Alzugaray recuerda como si fuera ayer aquella mañana en que la bandera de las barras y las estrellas volvió a ondear en la misión estadounidense en el malecón de La Habana. “Fue un momento de ilusión y de esperanza, y también una gran sorpresa. Nunca pensé que lo vería”, admite este reputado investigador, experto en las relaciones entre Cuba y EE UU.

Ambos países habían cerrado sus respectivas embajadas el 3 de enero de 1961, y las papeletas en contra del acercamiento parecían demasiadas. “Después de medio siglo de hostilidad, para EE UU restablecer relaciones con un presidente de apellido Castro implicaba admitir el error de su política. En Cuba, que siempre dijo que terminar con el bloqueo era condición imprescindible para una normalización, podía leerse como una concesión”. Pero sucedió, y aquel día los medios persiguieron a Alzugaray —”me hicieron como 15 entrevistas”— para que valorara lo que estaba pasando. Lo ocurrido después es conocido: tras reabrir las embajadas, por primera vez en 55 años, se estableció un diálogo gubernamental entre ambos países y comenzó a destrabarse un engranaje político oxidado por tantos años de embargo.

Washington sacó a Cuba de su lista de países patrocinadores del terrorismo y comenzó la cooperación en diversas áreas, llegando a funcionar hasta 22 grupos de trabajo. Se trataron temas de seguridad —de lucha contra el narcotráfico y el terrorismo—, se incrementaron los intercambios científicos y culturales, y ambas naciones hasta trabajaron juntas a nivel regional en temas medioambientales.

A nivel académico, el estrecho de la Florida se convirtió en un puente —Alzugaray viajó a EE UU en más de 20 ocasiones a dar conferencias en Harvard y otras instituciones—. Se autorizaron los cruceros, los vuelos regulares y Obama abrió las puertas a los viajes de sus compatriotas. En un año 600.000 estadounidenses visitaron la isla y el viejo enemigo se convirtió en el segundo país emisor de turismo, después de Canadá.

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La pandemia ha agravado dramáticamente la crisis de Cuba

Al calor de aquella apertura aumentaron el comercio y los negocios —Marriott abrió un hotel en La Habana—, y fue tal la avalancha de norteamericanos que hasta cambió la estrategia turística cubana. “Los estadounidenses nos son de encerrarse en un balneario, les gusta la ciudad, hablar con la gente, y nosotros teníamos pocas habitaciones en La Habana así que empezamos a construir hoteles a todo correr en la capital”, explica Alzugaray. Paralelamente, miles de cubanos abrieron hostalitos, restaurantes privados, bares y discotecas para aprovechar la coyuntura. Muchos emigrados se repatriaron e iniciaron emprendimientos en su país, y comenzó una peregrinación de mandatarios europeos e inversionistas extranjeros en busca de oportunidades.

Cuba se puso de moda. Un día desembarcó Beyoncé, otro las Kardashian y hasta Madonna vino a celebrar su cumpleaños en la paladar La Guarida, y en medio de aquella fiesta sonaron tres tracas que dejaron a los cubanos con la boca abierta, ante la inquietud de los sectores más ortodoxos de La Habana. Sólo tres días después de irse Obama, actuaron los Rolling Stones ante 200.000 personas, y al mes siguiente la capital se paralizó por el rodaje de la octava entrega de Fast and furious, con helicópteros filmando escenas de persecuciones de coches en el malecón, lo nunca visto. Unas semanas más tarde, Chanel puso la guinda de lujo con un gran desfile en el paseo del Prado.

El shock fue tal que un veterano observador, conocedor de las sensibilidades oficiales, comentó aquellos días: “Este país no aguanta otro golpe de éxito”. Los meses siguientes le dieron la razón. El Gobierno se tomó con más calma la normalización, y la justificación de los ortodoxos para echar el freno fue que si el bloqueo pretendía destruir la revolución por la fuerza, con su giro Obama trataba igualmente de impulsar un cambio en el sistema, pero por contaminación. En la isla, el presidente estadounidense se pronunció a favor de levantar el embargo, pero dijo: “Aunque lo levantáramos mañana, los cubanos no podrían alcanzar su potencial sin hacer los cambios necesarios aquí, en Cuba”. A continuación, enumeró los fundamentales: apertura económica, derecho de asociación, libertad para criticar al Gobierno, pluripartidismo, elecciones libres y democráticas…

En tres años la Administración de EE UU ha adoptado 120 medidas para recrudecer el embargo

Los más reformistas aseguran que aquello dio argumentos a quienes veían en el acercamiento el abrazo del oso y, por exceso de prevención, la isla perdió la oportunidad de haber avanzado más con Obama. Lo cierto es que en eso llegó Donald Trump y acabó con la filosofía del “qué bolá” de modo salvaje. Trump activó la ley Helms-Burton para desincentivar la inversión extranjera, incrementó la persecución financiera, canceló cruceros y vuelos, hizo listas negras de empresas, le dijo a Marriott que colorín colorado y trancó el people to people, la fórmula legal para que los norteamericanos viajaran a Cuba —solo el año pasado, el turismo en la isla cayó un 15%—. Por si fuera poco, restringió las remesas que los cubanoamericanos podían enviar a sus familias, algo que Obama había liberado. En tres años, su Administración adoptó más de 120 medidas para recrudecer el embargo y destruir todo lo que había construido Obama. La frágil iniciativa privada cubana fue golpeada duramente al esfumarse los 600.000 estadounidenses, y Washington además acabó con la normalización migratoria y cerró su consulado en La Habana. Un día Alzugaray volaba de Oslo a Nueva York para dar una conferencia y en el mostrador le dijeron que su visado de cinco años para entrar a EE UU había sido cancelado. Así no más.

Hoy, cuando la pandemia ha agravado dramáticamente la crisis de Cuba y para evitar el colapso el Gobierno anuncia que impulsará el sector privado, en La Habana se tiene la vista puesta en las elecciones de EE UU. Un triunfo de Trump sería devastador. Si gana Biden puede esperarse el regreso de la política de acercamiento de Obama, lo que significaría aire. Cuenta Alzugaray que en el momento de informar del deshielo, Obama dudó entre ser discreto o hacer un gran anuncio. Fue Biden, su vicepresidente entonces, quien le aconsejó: “Si nos van a crucificar, que sea en una cruz grande”. Cinco años después, como si fuera un martirio, vuelta a empezar.

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