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La política que soñaba con que fuésemos iguales

La tradición cosmopolita defendía una dignidad humana total, independiente del origen, el estatus o el género de cada cual. Martha C. Nussbaum analiza aquel ideal noble nacido con Diógenes

Alejandro Magno y Diógenes el Cínico.
Alejandro Magno y Diógenes el Cínico.Print Collector/Getty Images

Una vez preguntaron a Diógenes el Cínico de dónde venía y él respondió con una sola palabra: kosmopolitês, “ciudadano del mundo”. Podría decirse que aquel momento, ficticio o no, fue el acto fundacional de la larga tradición del pensamiento político cosmopolita en la herencia occidental. Un varón griego rechaza la invitación a definirse por su estirpe, su ciudad, su clase social, su condición de hombre libre o incluso su género. Insiste en definirse atendiendo a una característica que comparte con todos los demás seres humanos, hombres y mujeres, griegos y no griegos, esclavos y libres. Y al caracterizarse a sí mismo, no ya como habitante del mundo, sino incluso como “ciudadano” de este, Diógenes da a entender también que es posible una política —o una aproximación moral a la política— centrada en la humanidad que compartimos más que en las marcas del origen local, el estatus, la clase y el género que nos dividen. Es un primer paso en el camino que nos conduce hasta la sonora idea kantiana del “reino de los fines”, una comunidad política virtual de aspiración moral que une a todos los seres racionales (aunque Diógenes, más inclusivo, no limitaba esa comunidad a lo “racional”), y hasta aquel ideal, también de Kant, de una política cosmopolita que una a toda la humanidad bajo unas leyes que esta se haya otorgado a sí misma, no por efecto de las convenciones y las clases, sino por una libre elección moral. Aseguran que Diógenes “se burlaba de la nobleza de nacimiento y de la fama y de todos los otros timbres honoríficos, diciendo que eran adornos externos del vicio. Decía que solo hay un gobierno justo: el del universo [kosmos]”.

El cosmopolitismo cínico/estoico nos insta a reconocer la igual (e incondicional) valía de todos los seres humanos, una valía fundada en su capacidad de elección moral (aunque quizá sea esta aún una condición demasiado restrictiva) más que en rasgos que dependen de configuraciones naturales o sociales fortuitas. La idea de que la política debería tratar a todos los seres humanos como iguales y como poseedores de un valor inestimable es una de las más profundas e influyentes del pensamiento occidental; a ella cabe atribuir muchos de los elementos positivos presentes en el imaginario político de Occidente. Un día, Alejandro Magno pasó junto a Diógenes y se quedó de pie ante el filósofo, mientras este tomaba el sol en el mercado. “Pídeme lo que quieras”, le dijo Alejandro. Y él le respondió: “No me hagas sombra”. Esta imagen de la dignidad de lo humano, capaz de resplandecer hasta en su desnudez siempre que no quede ensombrecida por las falsas pretensiones del rango social y la realeza, una dignidad que solo necesita que le aparten esa sombra de delante para manifestarse vigorosa y libre, es uno de los destinos finales de una larga trayectoria que conduce hasta el moderno movimiento de los derechos humanos.

Diógenes se burlaba de la nobleza de nacimiento y de la fama. Decía que solo hay un gobierno justo: el del universo, el kosmos

En la tradición que describiré aquí, la dignidad es no jerárquica. Pertenece en igual medida a todos los seres que tengan un nivel mínimo de capacidad de aprendizaje y elección morales. Es una tradición que excluye explícita y directamente a los animales no humanos; en algunas versiones, aunque no en la de Diógenes, también excluye (aunque sea de forma menos explícita) a los humanos con discapacidades cognitivas graves. Estas son deficiencias que toda versión contemporánea de esta concepción está obligada a abordar y subsanar. De todos modos, el concepto de dignidad no es inherentemente jerárquico ni está basado en la idea de una sociedad ordenada por niveles y rangos (…).

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Es importante recalcar la esencia igualitarista del cosmopolitismo de corte más propiamente estoico, ya que algunos de los expertos que han escrito sobre la dignidad en fecha reciente lo han hecho partiendo del supuesto de que toda la historia de ese concepto se deriva de nociones de rango y estatus propias de sociedades jerárquicas.

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Tomado en sí mismo, este ideal no tiene necesariamente implicaciones políticas, puesto que es un ideal moral. Sin embargo, en el pensamiento de muchos de los autores enmarcados en esta tradición, la idea de la igualdad de la dignidad humana fundamenta un conjunto característico de obligaciones para la política tanto internacional como nacional. La idea del respeto por el género humano ha sido una de las bases de buena parte del movimiento internacional de los derechos humanos y ha tenido un papel formativo en múltiples tradiciones legales y constitucionales nacionales. Tampoco se puede decir que la idea de la igualdad de la dignidad humana sea exclusiva de las tradiciones filosóficas de Occidente (…). Hace mucho que, en una India dividida por las ideas jerárquicas de la casta y de la asignación a las personas de ocupaciones predeterminadas por su origen al nacer, el budismo es fuente de una idea diferente: la idea de la igualdad humana. Aunque Gandhi reinterpretó la tradición hindú conforme a unos principios más igualitarios de los convencionalmente invocados allí, el propio Gandhi, Nehru y el resto de los fundadores de la nación se encargaron también de poner de relieve los antecedentes budistas de la igualdad de ciudadanía como principio fundacional del nuevo país situando la “rueda de la ley” budista en el centro de la bandera. El principal artífice de la constitución de la India, B. R. Am­bedkar, una de las grandes mentes jurídicas del siglo XX, se convirtió al budismo ya en la edad adulta y no dejó nunca de sentirse hechizado por el encanto de esa religión. Intocable de nacimiento (o dalit, como se conoce hoy en día a los de su casta), dedicó especial empeño en formular la Constitución poniendo siempre la idea de la igualdad de la dignidad humana en un primer plano. Escribió un libro sobre Buda (publicado en 1957, poco después de su muerte) para poner de manifiesto la idea de la igualdad humana propia de esa tradición. También el movimiento por la libertad de Sudáfrica situó el respeto por la dignidad humana en el centro de una ideología política revolucionaria. En ese caso, sí tuvieron importancia las doctrinas estoicas, invocadas junto a las ideas africanas tradicionales del ubuntu. El filósofo Kwame Anthony Appiah, refiriéndose a la ubicuidad de las ideas de Cicerón en, como mínimo, las zonas anglófonas de África, ha puesto en varias ocasiones especial énfasis en el papel formativo que la idea ciceroniana de la ciudadanía del mundo tuvo en la vida y la obra de su padre, Joe Appiah, fundador de la Ghana moderna. Pero no hace mucho se ha sabido que Nelson Mandela —que posteriormente titularía un libro de entrevistas y cartas Conversaciones conmigo mismo, toda una alusión explícita a la influencia del filósofo estoico Marco Aurelio— tuvo acceso a las Meditaciones cuando estaba ya recluido en Robben Island. La Constitución sudafricana, redactada décadas después, contiene esas ideas. Con independencia del papel reservado a los conceptos estoicos en el documento fundacional de la nueva República de Sudáfrica, lo cierto es que encajan a la perfección con ideas que Mandela había derivado ya de sus propias tradiciones y experiencias personales.

Para elaborar la Declaración Universal de los Derechos Humanos se reunió a un equipo de representantes de múltiples tradiciones de todo el mundo, incluidas las de Egipto, China y Europa. Según el relato que de aquel proceso hizo el filósofo francés Jacques Maritain, los redactores se abstuvieron explícitamente de usar un lenguaje que se considerara propiedad de una tradición en particular (como, por ejemplo, las alusiones cristianas al “alma”). Sin embargo, el vocabulario de la igualdad de dignidad de todos los seres humanos, entendida como un concepto ético no adscrito a ninguna metafísica particular en exclusiva, fue algo que todos ellos sí consideraron oportuno emplear y convertir en elemento central de aquella declaración.

Martha C. Nussbaum es profesora de Derecho y Ética en la Universidad de Chicago, además de autora de varios libros. En 2012 fue galardonada con el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales. Este extracto es un adelanto de ‘La tradición cosmopolita’ (Paidós), que se publica el martes 2 de junio.

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