Llámame perro
Como es sabido, unos cuantos filósofos de la antigüedad, discípulos de Sócrates, eran conocidos por el nombre de cínicos. Estos filósofos ponían toda su sabiduría en bastarse a sí mismos. El nombre les vino de la palabra griega kinós, perro, y alguno de ellos, como Antístenes, se lo apropió con orgullo. Tanto de éste como de otro célebre cínico, Diógenes de Sínope, se conocen pocas cosas, anecdóticas la mayoría de ellas. Entonces la palabra cínico era sinónimo de vida independiente, pero ordenada; libre, pero ascética. Hoy un cínico no tiene por qué tener ninguna de estas virtudes. Al contrario, mejor incluso si no las tiene. Del cínico se dice en el diccionario de María Moliner que es alguien "desvergonzado, impúdico y sinvergüenza".Es difícil aventurar por qué caminos una palabra llega a descarriarse de esa manera. Pero hay siempre una corriente secreta que recorre todas las palabras de una lengua y las hace participar de una misma sustancia: el azar. Mallarmé, un poeta que buscó el absoluto a través de lo único que no lo es, es decir, de las palabras, lo definió de esta manera: jamás una jugada de dados podrá abolir el azar. Era como afirmar: "Jamás busques tres pies al gato. Te llevarías una sorpresa". Tal vez sea ésa la razón por la que en el refrán sanchesco Ilámame perro y échame pan", ejemplo perfecto del cinismo en el sentido moderno, encontramos una palabra, perro, que sólo puede recordamos el origen del cinismo, cuando ser un cínico era buscar "al hombre", igual que Diógenes, a la luz de un candil, como una sombra errática por las calles del mundo.
Pero no hace falta ir tan lejos. Estos días recorren las calles de España unos miles de políticos buscando, si no al hombre, sí su voto. Para ello harán uso de toda suerte de argumentos. Pero no son los argumentos los que preocupan a la mayoría de los políticos. Es la ausencia de ellos lo que aseguran temer. Porque la ausencia de argumentos es tierra abonada para las cepas de los insultos. Y aquí es donde queríamos llegar.
Es difícil saber por qué los políticos temen tanto los insultos, insultándose tanto. ¿Cinismo moderno? Sin embargo, los reciben como cínicos antiguos. Todos han aprendido de Diógenes, a cuyo tonel se acercaban los ciudadanos para soltarle inconveniencias: lo importante es que hablen, aunque sea bien.
Cuando se dice que en España la gente se insulta mucho, parece que se está queriendo das a entender que en el Reino Unido no, o en Francia tampoco. Esto es una memez, sin ánimo de insultar ni a los ingleses ni a los franceses. La gente insulta aquí lo mismo que en cualquier otra parte.
Los insultos a veces tienen que ver con la educación, pero a veces no. ¿Son realmente insultos los que se dirigen a un árbitro o a un torero en una mala tarde? Yo no lo creo. Parecen más bien convenciones, como cuando asistimos a una velada de lucha libre, en la que siempre hay uno que se llama El Verdugo de Burjasot y otro El Ángel Azul. Todos los golpes son falsos, pero unos reciben los aplausos y otros los pitidos.
A muchos esta manera de ser tan española les produce aflicción, desánimo. Es absurdo. Resulta más desalentador ver que siempre se usan los mismos insultos, que no pasan de media docena.
Yo creo una idiotez andarse con rodeos para decir lo que ya está acuñado en palabras castellanísimas como lechuguino, memo, mequetrefe, cretino, mastuerzo, tonto, triste, gandul, granuja, tramposo. Algunas son acertadas analogías, como obtuso, asno, besugo, merluzo, atravesado, panoli, lumbrera, romo. El diccionario está lleno de ellas. La mente popular inventa todos los días cientos.
Siempre se ha insultado mucho y lo ha hecho todo el mundo. Algunos sostienen que no es muy cristiano, pero eso también es una absurdidad. Hasta Cristo llamó hipócritas a los fariseos y sepulcros blanqueados. En el insulto queda siempre un fondo inalterable de libertad e integridad. La libertad de decir lo que se piensa y la integridad de atreverse a ser libre. Algunos creen que los insultos envenenan a la gente. Tampoco veo yo en eso un porqué. Hasta los venenos, utilizados en una proporción adecuada, son beneficiosos. El insulto viene a ser un atajo de la inteligencia, cuando no se quiere ser inteligente, porque no merece la pena serio. Por eso conviene que sea el insulto discreto e ingenioso, porque de esa manera, a través del ingenio, otro buen atajo de las ideas, puede llegarse a la inteligencia. A un insulto tiene que verle la gracia, la maldita gracia, incluso el insultado. Porque también la gracia tiene algo de malvado.
Como se ve, todo en la vida son círculos, analogías que se cierran. Todo está recorrido por secretas galerías, cuando no por desagües. Los perros, el azar, la inteligencia. Se creerá que esta manera de pensar es la de un cínico. Pues no. Nadie que crea en la palabra, y los insultos siguen siéndolo, puede ser un cínico. Tampoco lo son los políticos. No podrían serio: dependen demasiado de sus promesas, es decir, de sus palabras. Lo que hagan más tarde con ellas es otro cantar: tanto si alcanzan el absoluto como si las entregan al viento. En el primer caso recibirán aprobación. En el segundo, bien merecidos tendrán los insultos. Como los toreros en una mala tarde o el diabólico Verdugo de Burjasot.
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