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Cuestión de fondo
Columna
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La globalización y el ‘namasté’

Los saludos que evitan el contacto se dan entre quienes no tienen acceso a la igualdad que representa el tocarse

Amelia Valcárcel
Varias personas se saludan en una terraza del centro de Girona este lunes.
Varias personas se saludan en una terraza del centro de Girona este lunes.David Borrat (EFE)

El positivismo es cosa buena porque reduce a orden y medida conceptos antes vagarosos. El calor lo mide el termómetro y lo hace en grados, no en sensaciones. Lejos o cerca se ponderan jacobinamente en metros. Existe una barra de platino e iridio en París que sirve para probar esto. Todo o casi todo se puede pesar o medir. La cosa se complica cuando la magnitud que nos interesa tiene un núcleo simbólico. La distancia es algo físico, pero el trecho que existe entre alguien poderoso y una persona del montón, ésa es distancia social. Su medida es finísima porque lo que hay que evaluar es mucho y complejo. Aun así, es factible.

Saludar es un rito de acercamiento que toda cultura posee. No es tan variado como pudiéramos pensar. Saludar mide esa distancia. El saludo más corriente entre nosotros es darse la mano. Hacerlo con cierta energía no es sólo demostrar que no se llevan armas, mito que todavía corre, sino hacer explícito que el otro está autorizado a tocarnos. Porque el tocarse es el quid. Ese tocarse va del beso en la boca entre varones, los besos en las mejillas, los abrazos de mayor o menor efusión, frotarse la nariz… Todos estos saludos admiten al otro. Pero en algunos lugares de la tierra los más comunes son los que evitan a toda costa el contacto. Son las inclinaciones y reverencias, estrictamente medidas, yendo del menor al mayor en rango, que abarcan desde la zalá, que exige prosternarse como para el rezo musulmán, a la levísima inclinación de cabeza. Todas estas formas rigurosas de saludo se dan entre quienes no tienen derecho o acceso a la igualdad que el contacto físico representa. Sociedades profundamente desiguales, sociedades de castas por ejemplo, miden las reverencias hasta la extenuación.

La India, la sociedad de castas más compleja, ha llevado el saludo sin contacto a la pura perfección: las personas unen las palmas de las manos a la altura del pecho o la del rostro mientras realizan una inclinación más o menos larga con o sin contacto ocular. Se llama namasté. Resulta estéticamente agradable y, por lo general, no insistimos en conocer su trasfondo. Me produjo sorpresa divertida ver cómo el presidente Macron entraba en uno de esos hermosos patios del Elíseo haciendo namasté a derecha e izquierda. Lo acompañaba de una sonrisa algo pícara.

La globalización es un proceso corto todavía en el tiempo —según Toynbee, estamos en sus inicios—por el cual rasgos propios de una cultura se extienden fuera de su ámbito y son adoptados universalmente. El namasté, en tiempos insalubres, tiene muchas ventajas. Es suave, simpático y no implica más contacto que el visual. Incluso puede ser efusivo. Nos libraría del engorro del saludo propio, cada vez más barroco y con más besos y visajes. Francia, adelantada siempre del gusto europeo, nos está dando alguna señal. No sabemos nunca al completo lo que hemos venido heredando de cada pandemia. Sería notable que aprovechando las imposiciones físicas de esta calamidad rehiciéramos un saludo ancestral de enorme distancia y jerarquía para nuestros usos perfectamente divergentes e igualitaristas. Sólo cabe si la prohibición jacobina de la distancia física se mantiene. Y esa va a durar.

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