La falta de gobernanza global frente al virus
La credibilidad de los organismos internacionales está muy deteriorada. Pero no tiene sentido cambiar de nave a mitad de vuelo
Una metáfora válida para la respuesta global que se ha dado a la pandemia del coronavirus sería la de un avión cuyas piezas no se hubieran repuesto en años y estuviera en caída libre. La única posibilidad de salvarse es estabilizar la nave, pero los pasajeros se dedican a pertrecharse de almohadillas para suavizar el impacto; en primera clase hacen acopio de los pocos paracaídas disponibles, y en cabina los pilotos esperan instrucciones mientras se lamentan del escaso combustible con que despegaron. Y eso sin contar con algunos iluminados que ya tendrían una explicación esotérica para lo sucedido o culparían a un enemigo externo de la desgracia.
Las instituciones internacionales surgidas después de la II Guerra Mundial han fracasado en su respuesta a la crisis, pero resultaría hipócrita reclamarles responsabilidades. El organismo multilateral por excelencia, Naciones Unidas, lleva años paralizado por las tensiones entre Estados Unidos y Rusia, primero, y actualmente entre Estados Unidos y China. El Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, útiles en soluciones de urgencia como facilitar liquidez a los países más vulnerables, tienen las manos atadas a la hora de buscar soluciones nuevas para una situación sin precedentes. Cualquier quita o condonación de deuda requiere del consentimiento y coordinación de países y actores privados, y no existe por el momento un mecanismo permanente que agilice estas decisiones. El mundo se divide hoy en alianzas regionales que miran para adentro y que, por el momento, no han pasado a una fase superior a la de organizar videoconferencias y llenarlas de buenas palabras.
La Organización Mundial de la Salud ha despertado recelos por la lentitud de su respuesta o por su aparente docilidad con el Gobierno chino a la hora de exigirle más información y transparencia. Su presupuesto es muy inferior al que cualquier gran país destina a la sanidad. Y la Unión Europea, probablemente la organización regional más eficaz y poderosa, se enzarzó al inicio de la crisis en su enésima discusión interna sin ser capaz de articular un plan contundente que tuviera el respaldo de todos sus socios. Las consecuencias de una década asoladora de austeridad han sido el germen de un escepticismo ante la propuesta de nuevos organismos o alianzas. Aquel G 20 de la crisis financiera de 2008 que adoptó medidas extraordinarias pero coyunturales para evitar el hundimiento global se quedó muy lejos de sus grandes propósitos. “Apenas se hizo nada en esas coordenadas y la ‘refundación del capitalismo’ devino en tópico. Cuando se superaron los peores momentos de la crisis, las buenas intenciones de regulación se olvidaron”, como recordaba en estas páginas Joaquín Estefanía (“El ‘sentido común’ de nuestra época”; Ideas, 10 de abril).
Y sin embargo, a pesar del deterioro de la credibilidad de todos los organismos multilaterales, no tiene sentido cambiar de nave a mitad de vuelo. Las respuestas nacionales al coronavirus, con mayor o menor eficacia, no han sido sino la obligada reacción ante una incertidumbre que se prolongará en el tiempo, que actuará con mayor crudeza en países menos preparados y que vendrá seguida de un colapso económico para el que no hay soluciones individuales óptimas. Recaerá sobre el liderazgo político actual la responsabilidad de hacer el mejor uso de las únicas herramientas disponibles y demostrar si algún tipo de gobernanza global es posible.
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