Leche de burra, semen, canela y actitud
Se defienden otros cánones y más diversidad, pero sobre todo se amplía el radar del negocio de la belleza
Hace algunos años me tentaron con una columna semanal sobre asuntos de belleza. Le di alguna vuelta, pero después de manosear debidamente el famoso verso de Paul Valéry (ya saben, “no hay nada más profundo que la piel”) lo rechacé porque todo lo que se me ocurría estaba condenado al fracaso o a la hoguera. Desde siempre, pensar en ungüentos de belleza me lleva sin remedio a encantamientos y brujería.
Apunté los recuerdos que guardaba sobre una conocida de mi abuela que congelaba litros de alcohol de farmacia para echarlos luego sobre su pecho y mantener así su forma perfecta, o sobre esa leyenda urbana que dice que no existe mejor mascarilla para la cara que el semen fresco. Tenía más: en una de sus investigaciones etnográficas, mi madre conoció a una curandera que le dio una receta de café y sangre menstrual infalible para el amor y como ya no es fácil jugar a ser Cleopatra sin las propiedades medicinales, exfoliantes y nutrientes de la leche de burra, pensé en otra receta familiar, que no sé si viene de Cuba o de nuestra fantasía indiana: las duchas con canela y sus poderes afrodisíacos.
Da igual el momento histórico, la industria de la belleza es fascinante, un juego de alquimias y deseos capaz de mover billones en un mercado que no conoce fin. La última vuelta de tuerca en este negocio global lleva incrustada la palabra wellness, una de las favoritas de esa egomanía pospandémica en la que florece mirarse sin descanso el ombligo. La belleza interior es hoy más lucrativa que mirarse en el espejo de la incorrectamente bella madrastra de Blancanieves.
El impacto de la era digital en este mercado sigue su curso y es muy interesante observar los resultados en la calle. Como tantas otras cosas, la esquizofrenia en este campo también es mayúscula. Se defienden nuevos cánones de belleza y mayor diversidad, se aplaude la diferencia y la rareza, pero sobre todo se amplía el radar de un negocio que se frota las manos. Se puede hacer mucha caja con todas las edades, ni la tersura juvenil ni las canas y las arrugas ponen ya límites. Lo importante también es tocar los extremos y que ya no se libre nadie. Mientras muchas mujeres jóvenes se inyectan lo que sea para responder a la belleza filtrada de las redes sociales, otras proclaman el valor de lo auténtico desde otro tipo de filtros más espirituales. Todos ellos muy rentables.
La increíble tatuadora indígena filipina Apo Whang-Od, de 106 años, se hizo viral hace unas semanas gracias a una portada para el recién nacido Vogue de su país. Es fácil elegir entre esta honorable anciana famosa por su arte tradicional y la Mujer Gato, como se conoce a la millonaria neoyorquina Jocelyn Wildenstein, cuya cara desfigurada por la cirugía estética suele ser motivo de terribles mofas.
Si esto fuese la columna de belleza que nunca me atreví a escribir estaría muy perdida y acudiría una vez más al oráculo, es decir, a Dolly Parton. La más auténtica y natural en su artificio siempre ha defendido la libertad para hacer lo que te dé la gana con tu cuerpo, siempre bajo el principio de que el único secreto de belleza que importa es la actitud. “No puedo cambiar el viento, pero puedo ajustar mis velas”. Así que ahí vamos, ajustando velas.
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