Feliz año (creo)
El director de ICON recurre a Joseph Holtzman, fundador de ‘Nest’, que no salió del cascarón hasta los 39 años, para demostrar que la vida puede empezar otra vez en 2021, en interior, exterior o donde toque
La mejor expresión que he aprendido últimamente es dollypartoning: dícese cuando alguien que ya te caía bien hace algo para caerte aún mejor. Viene de Dolly Parton, posiblemente la única idea o persona sobre la que Estados Unidos se ha puesto de acuerdo en los últimos 250 años. Y nació cuando se supo que había donado un millón de dólares para el desarrollo de la vacuna anticovid al principio de la pandemia: su aportación ha sido clave para el éxito del antídoto de los laboratorios Moderna. 2020 ha resultado buenísimo para las empresas de biotecnología, las apps de ejercicio físico, la meditación, las plataformas de streaming y las revistas científicas. Sin embargo, este tenía que haber sido el año en el que quien firma, con sus flamantes 40 años –cumplidos un no tan flamante 13 de marzo, como ya me encargué de denunciar aquí mismo hace unos meses–, probaría las mieles de la madurez. ¡Turismo gastronómico! ¡Balnearios minimalistas! ¡Viajes culturales a capitales europeas! En realidad, gracias a 2020, no tengo ni idea de lo que hacen las personas de 40 años.
Un dato que ha aliviado la ansiedad que me provocaba haber perdido siete meses de experiencias vitales es que Joseph Holtzman, uno de los personajes que más me interesan del mundo, salió del cascarón a los 39. “Ni siquiera me levantaba de la cama hasta entonces. Antes del Prozac vivía asustado, no hacía nada más que ver culebrones”, dijo en una entrevista reciente. Al principio Holtzman, hijo de un rico fabricante de artículos de viaje de Baltimore, pintaba. Luego decidió que no entendía la pintura y se interesó por los marcos de los cuadros. De ahí saltó a la decoración y un día llamó a su casero, le alquiló dos espacios más en su edificio del Upper East Side y montó una revista de interiorismo, Nest, que no tenía nada que ver con nada que tenga en la cabeza. En sus páginas podía salir un iglú; un salón forrado de pan de jengibre, receta incluida; el refugio de montaña de Hitler o fotos hechas en una pequeña comunidad para hombres que gustaban de vestir de drag en su vida cotidiana.
Publicados entre 1997 y 2004, los 26 gloriosos números que duró Nest son testimonio de un hombre cuyas manías alimentaban su talento. Todo lo hacía desde casa. No le gustaba viajar. “Soy agorafóbico. El espacio me da seguridad. Donde más a gusto estoy es en una habitación. Y una gran habitación resuena en el pecho como un gran acorde”, dijo. A veces el Prozac fallaba: escribió la carta del director del número 21 en otra habitación –”muy bien proporcionada”– del ala psiquiátrica del Presbyterian Hospital de Nueva York, lugar donde él mismo se ingresó porque se puso muy nervioso antes de una reunión importante con el grupo Condé Nast, que estaba interesado en comprar la revista. La venta no salió, nuestro hombre se acabó aburriendo y cerró Nest antes de que decayera, una señal tan inequívoca de intuición como de suerte en la vida.
Ahora ha vuelto a pintar. No es muy prolífico. Hasta mediados de este mes puede verse su última exposición, llamada Seis pinturas recientes. ¡Seis! Según la nota de sala, “son el resultado de décadas absorbiendo un inventario enciclopédico de delicias visuales”, y por supuesto no están expuestas en la sede de la galería sino en casa, en las habitaciones que solían acoger la oficina de Nest. Esto lo cuento por tres razones: 1. Cumplo 41 en marzo; 2. Es un maravilloso caso de dollypartoning; y 3. Demuestra que la vida puede empezar otra vez en 2021, en interior, exterior o donde nos toque.
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