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De ‘cuñados’, ‘básicos’ y ‘normies’: ¿son las bromas sobre gente corriente una sátira necesaria o puro clasismo?

Leer libros superventas, disfrutar de franquicias alimentarias o ver las mismas series que ve todo el mundo son costumbres que, para algunos, convierten a alguien en una persona sin interés alguno, ¿pero hay algo podrido más allá de una mera consideración cultural?

Una multitud de hombres idénticos: ¿pesadilla, utopía o presagio?
Una multitud de hombres idénticos: ¿pesadilla, utopía o presagio?Dimitri Otis (Getty Images)

Cada diciembre, cuando las cenas de Navidad se acercan, las búsquedas de la palabra “cuñado” aumentan. El “cuñado”, paradigma del hombre heterosexual que cree saberlo todo, se ha convertido en una figura universal, conocida hasta por quienes no viven crónicamente online, pero es en Internet donde el campo semántico a su alrededor no deja de crecer. Si hasta hace poco las personas acríticas, ventajistas, de gustos e intereses vulgares y fondo insustancial podían ser agrupadas, también, bajo la etiqueta de “básicos” (más amplia porque abarca a las “básicas”, por cierto, reivindicadas por La Zowi), hoy disponemos de muchas palabras más.

Por supuesto, no todas significan exactamente lo mismo, pero los conceptos tanto de cuñado o básico, como de normie (una forma despectiva de decir “normal”), NPC (la referencia viene del mundo de los videojuegos: los NPCs son aquellos personajes controlados por la máquina que sirven de relleno y no intervienen en el desarrollo argumental) o charca (el ecosistema donde chapotean todas estas figuras) remiten a las mismas referencias, caracteres y costumbres. Todas estas palabras nos hablan de quienes, presuntamente, solo disfrutan de los productos que imponen la moda y el mercado, de quienes no se arriesgan a desafiar ninguna norma social y de quienes, anteponiendo su bienestar a cualquier otro valor, no ven más allá de su propio mundo (en principio, reducido y gris).

Este miedo a la multitud, a lo cutre y a lo grosero es tan viejo como las ciudades, y buena parte de estos conceptos no son más que la actualización de la noción de “masa”, que tanto ocupó a los filósofos de principios del siglo XX. Ortega y Gasset escribió que la humanidad se divide en dos: “quienes se exigen mucho y acumulan sobre sí dificultades y deberes, y quienes no se exigen nada especial, sino que para ellos vivir es ser en cada instante lo que ya son, boyas que van a la deriva”. Está claro en qué categoría se incluirá cada uno y también es evidente cuál consideraríamos más numerosa.

En las redes, estos recelos ante los demás y sus costumbres dan lugar a discusiones y bromas sobre estilos de vida cada vez más sofisticados, mientras en política sirven como combustible para ideologías individualistas. Pero en la calle es muy difícil establecer límites, distinguir dónde están hoy las masas de normies o descubrir si uno mismo ya está sumergido en la charca hasta la cintura. Lo más práctico es recurrir a ejemplos y es que, según memes y comentarios recientes, cosas propias de normies serían: la exaltación de la monogamia (y apelativos cariñosos como “gordo” o “cari”), vivir en un PAU, cenar en un restaurante la Tagliatella por San Valentín, seguir El Hormiguero (pero también La Revuelta), pasear en busca de luces de navidad, ser forofo de un equipo de fútbol, tener una cuenta de Instagram llena de fotos en playas exóticas, leer el ganador del Premio Planeta y comer hamburguesas smash. La lista podría ser infinita y llegaría, así, a ofender a cualquiera.

Reírse del vecino o reírse del sistema: el conformismo de la clase media

Cuando Pantomima Full publicó Conformista, la risa de muchos de sus seguidores se congeló. En esta pieza, los cómicos ya no estaban estirando un estereotipo hasta el absurdo, sino que reflejaban cosas muy cercanas con una precisión perturbadora. Los edificios de ladrillo visto, los chándales y el discurso resignado, casi deprimente, de los protagonistas pintaban un retrato de esa España “Paco y Charo” (otros términos de este universo) con la que nadie quiere identificarse, pero cuyos rasgos reconocemos todos. A pesar de parodias tan descarnadas, con lo que los españoles sí que se identifican es con la clase media, como demuestran sucesivas encuestas del CIS que indican que más de la mitad de los ciudadanos se percibe dentro de ella. Y es que, por más que el normie conformista no deje de ser un producto de la ideología de clase media, en este caso, la etiqueta general (con connotaciones tan distintas de las de “masa”) goza de mucho más prestigio que quienes la encarnan.

Desde la sociología, se puede apuntar que la clase media como grupo (con sus estructuras institucionales y materiales cada vez más endebles) y el normie como individuo que la constituye sirven para mantener la “paz social” y dar por superada la lucha entre obreros y patrones. Su rasgo más característico es una resignación destinada a evitar conflictos, algo que les permite defender su posición a costa de que los excluidos sigan estándolo. Lo explica el sociólogo Emmanuel Rodríguez en su ensayo El efecto clase media: “Una sociedad de clases medias es una sociedad en la que la posibilidad de que salten las costuras sobre los asuntos relativos a la redistribución del poder y la riqueza está sencillamente bloqueada”. Y aquí aparece, precisamente, la contradicción que atraviesa todas las bromas sobre normies y equivalentes: ¿es legítimo burlarse con cierta sorna de quien solo piensa en sí mismo o eso implica caer en un elitismo todavía más conservador?

El analista de tendencias Popy Blasco cree que “entre todas esas horteradas que hace la gente, algunas resultan tóxicas, alienantes y odiosas, como llevar pulserita con la bandera de España o ponerle al coche una pegatina con los miembros de la familia, y otras resultan entrañables porque son inocentes”, pero tiene claro que reírse de lo masivo es sano: “Esa gente básica y neo-cuñada de la que hacemos parodia en redes sociales siempre ha hecho parodia con nosotros, como Arévalo haciendo de mariquita en el Un Dos Tres. No creo que si hacemos humor sobre ellos estemos siendo unos estirados… No les debemos nada. Jactarse de lo masivo es liberador y es salud cultural”, explica.

Por su parte, Mozo Yefínovich, uno de los comunicadores que mejor ha definido “la charca”, piensa que algunas críticas y bromas son demasiado individualizantes. “Se habla de la persona que es charca: se pone el foco solo sobre ella y no sobre el sistema o las estructuras que llevan a esa persona a ser como es, en un sentido económico pero también cultural. Lo más negativo es esa posición nihilista que no cuestiona qué provoca que haya gente en esas condiciones. Es una actitud muy conformista a su vez: se asume la estructura tal y como es. Estamos ante un conformismo tan fuerte como el de la charca, pero desde una postura más cínica”, indica el youtuber. Eso sí, pensando en bromas concretas, Yefinovich matiza: “No creo que nadie haga estos chistes desde una posición de superioridad, sino mirando de igual a igual o incluso desde abajo porque no se critica a la clase baja, sino a la clase media aspiracional. No se critican las condiciones objetivas, sino el quiero y no puedo. Por ejemplo, se critica a quien se va fuerísima de la ciudad para pensar que viviendo en un adosado con piscina compartida goza de un estatus distinto”.

En las novelas de la escritora Elisa Victoria como El evangelio u Otaberra, la mirada sobre los personajes de clases populares es siempre comprensiva y compasiva, aunque también expone sus conflictos, contradicciones y bajezas. “No somos todo decisión pura. Influye lo que nos ha venido dado, el entorno en el que nos hemos criado y un sistema de premios y castigos impuesto. Es difícil saber cómo habría sido un ser humano en un contexto que no premiara tanto la competitividad. Escapar de la norma es siempre un desafío: te excluyen del grupo, faltan referentes y espacios… Mucha gente a la que podemos llamar básica no ha tenido la opción de ser de otra forma porque, o bien no se le ha mostrado otro camino o, si lo ha descubierto, se le ha hecho saber que, de seguirlo, será denostado. En mis libros intento representar el mundo callejero evitando esa mirada cruel y crítica que supone decir que la gente es tonta”, reflexiona Victoria. “Toda la gente que conozco, y yo la primera, que se ha atrevido a salirse un poco del sistema, hemos sido castigados dolorosamente. Como masa me han hecho daño y mi piedad es limitada, así que podría pensar que, si tienen tanto valor para violentar y excluir, ahora se lo pueden comer de vuelta. Pero eso acaba en un bucle de odio que no lleva a ningún lado. Quizá lo menos problemático sea seguir haciendo chistes no como venganza descarnada sino con algo de sorna. Es asunto filosófico delicado”.

De las redes a las calles: la charca siempre es más rápida

Durante los noventa, la crítica musical era mucho más radical que ahora. Ningún redactor quería pasar por normie y, para evitarlo, despreciaban sistemáticamente cualquier propuesta que tuviera éxito comercial. Blasco da esta tendencia tan inmadura por superada y señala: “Distinguir entre alta y baja cultura es propio de la época de instituto. La crítica y el mercado tiene el deber de descubrir nuevos grupos, nuevos artistas, nuevos cineastas, pero también de saber analizar y poner en valor la cultura popular de masas, pues algo tiene el agua cuando la bendicen”. Y es que, con la crítica cultural en posiciones más tolerantes, el debate durante los últimos años se ha desplazado desde las manifestaciones artísticas más o menos prestigiosas hasta los estilos de vida. La masificación de Internet ha tenido mucho que ver con ello porque, en entornos virtuales, casi todo (de la prensa a la producción artística) aspira a convertirse en viral, es decir, a la difusión masiva.

“Ahora mismo esta lucha entre frikis (en el buen sentido) y básicos dentro de Internet se parece a como era antes y había tensiones en la calle, el recreo o el trabajo”, comenta Victoria. “Cuando internet apareció era un poco un refugio, un lugar al que accedía gente un poco más friki, menos normativa o más experimental que se relacionaba en un espacio peligroso y con pocas normas, pero también con una inmensa libertad”, recuerda la autora. “Esa libertad todavía está en algunas zonas, pero que esté tan masificado hace que internet ya no valga tanto la pena. Los peligros de entonces siguen encontrándose, pero a una escala enorme; y me da pena ver cómo se ha masificado y se ha vuelto tan violento como el exterior. Podría ser un bar guay en el que, de pronto, cuando llega todo el mundo, el ambiente deja de ser interesante”, lamenta.

La cuestión de internet también preocupa mucho a Yefímovich, que añade: “Creo que no es tanto la llegada masiva de gente como la privatización y la centralización de los espacios. Internet ya no es una plaza pública, como se decía, sino que se ha transformado en distintos centros comerciales. El libro de Marta G. Franco, Las redes son nuestras, desarrolla esta idea, contra la que también lucha el colectivo Pantube”.

Así que el neocuñadismo, se llame como se llame, se extiende por todas partes, tanto dentro como fuera de las redes. Para terminar, Blasco ayuda a seguir definiéndolo mediante más ejemplos: “ir al gimnasio y llamarlo el templo, hacer crossfit y burpees, arreglarte la barba en una barbería, decir me renta, coger un reservado con cachimba… Las luces de Navidad en absoluto, porque son infancia perdida y herida abierta”. Por más que muchas de esas cosas solo sean decisiones de consumo, está claro que bajo la “cuestión cuñada” late una tensión mucho profunda que tiene que ver con la norma y la disidencia. Quizá por eso sea complicado encontrar básicos entre los homosexuales, aunque muchos sí hablan de lo homonormativo como un nuevo terreno abonado para el colectivo LGTB que no muestra demasiada curiosidad por lo que no sea mainstream. Pero Blasco no está de acuerdo: “Salvo por el que pretende pasar por heterosexual neoliberal, un homosexual jamás podrá ser básico, pues ha sobrevivido en el recreo desarrollando ironía y sarcasmo mientras los demás jugaban al futbol. Incluso cuando vamos a Disneyworld, lo hacemos desde otro lugar”.

Desde vivencias más relacionadas con la clase, Victoria sí que cree que todos tenemos una parte básica y está descubriendo que, con la edad, cada vez se aferra más “a pequeñas satisfacciones que no son nada elevadas”: “Sigo siendo capaz de pasar horas en un centro comercial, porque me he criado en el mundo y en la clase en que me he criado y he aprendido a transitar esas diversiones que, además, tienen un encanto indudable”, admite. Puede que no haya cuñados, básicos, normies o NPCs, sino actitudes que lo son; y de esas nadie se libra. Como cantan Los Punsetes en Una persona sospechosa: ‘no eres de fiar si no haces algo mal”.


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