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O entusiasmados, o exhaustos: ¿por qué ya nadie tiene una relación normal con su trabajo?

Por un lado, los trabajadores que se sienten explotados y viven en la precariedad. Por otro, los que han buscado un camino alternativo creyendo que será diferente si explotan su talento por cuenta propia. Todos tienen algo en común: no dejan de hablar de ello

Relationship with work
Imagen de los años cincuenta de una secretaria siendo observada por su jefe.Graphica Artis (Getty Images)

Hay una escena de Una historia del Bronx (1993) que cada pocos meses vuelve a ser viral. En ella Lorenzo, un humilde conductor de autobús interpretado por Robert De Niro, se enfrenta a Sonny, un jefe de la mafia. Sonny ha comenzado a usar a Calogero, el hijo de nueve años de Lorenzo, como chico de los recados, y el padre, indignado, exige al mafioso que deje al niño en paz. Después, explica a su hijo que lo valiente no es dejarse corromper por los lujos que rodean a los criminales, sino “madrugar cada día y vivir de un trabajo”. “El obrero es el auténtico tipo duro”, afirma el personaje de De Niro en lo que podría ser la formulación hollywoodiense de la expresión “pobre pero honrado”. La película se desarrolla en los sesenta y, precisamente con esa escena, ilustra un orgullo obrero muy propio de aquellos tiempos, durante los que el trabajo proporcionaba también una identidad y un sentido para la vida de los trabajadores.

No obstante, pocos minutos más adelante, cuando han pasado varios años, vemos a Calogero perfectamente integrado en la banda de Sonny. Los esfuerzos del padre no dieron resultado: el chico eligió el camino fácil. “El hijo no quiere ser un tipo duro que madruga, no quiere ser un explotado. ¿Es esto necesariamente malo? Lo es porque la alternativa es la mafia, pero no lo son las motivaciones que lo impulsan; algo similar ocurre con el neoliberalismo”, explica Jorge Moruno, sociólogo y autor de No tengo tiempo, geografías de la precariedad.

Desde que en julio de 2020 se comenzase a hablar de la Gran Renuncia se ha discutido mucho sobre por qué el mundo del trabajo convencional ya no ofrece incentivos para los jóvenes. Como Calogero, cada vez más jóvenes eligen alternativas (no necesariamente delictivas) al que hasta hace pocos años fue el camino que abría las puertas de la añorada y nunca del todo delimitada clase media. En estos casos, la voluntad se suele confundir con la necesidad y es que cuando la precariedad y la incertidumbre acechan, todas las alternativas parecen deseables: desde las más realizables (unas oposiciones o el autoempleo como freelance que explota un talento o vocación artística) hasta las más descabelladas (confiar en quienes prometen que se puede escapar del sistema mediante inversiones dudosas).

Periodistas en la redacción de una revista londinense en 2008.
Periodistas en la redacción de una revista londinense en 2008.Oli Scarff (Getty Images)

El problema no es del todo nuevo. Por ejemplo, el sociólogo Richard Sennet ya alertaba en su ensayo La corrosión del carácter (Anagrama, 1998) sobre cómo la flexibilidad laboral impuesta por el capitalismo de finales del siglo XX estaba impactando en el carácter de quienes trabajaban bajo sus condiciones. Pero si esa corrosión ya se notaba hace 20 años, actualmente es mucho más grave porque la precariedad que la provoca y que, en muchos casos, agota la fuerza psíquica de los empleados en sostener su mera supervivencia, ha avanzado mucho. En paralelo, también han proliferado las novelas y la conversación sobre ella. Remedios Zafra ha analizado los efectos de la precariedad en los trabajadores de las industrias culturales, David Graeber defendió que buena parte de los empleos que nos ocupan están compuestos por tareas inútiles, Mark Fisher denunció la burocratización de todas las ocupaciones, Elena Medel o Bibiana Collado han escrito sobre las vidas exhaustas de las mujeres de clase obrera y Beatriz Serrano desde Madrid o la americana Anna Wiener desde Silicon Valley lo han hecho sobre las dinámicas casi inhumanas de las oficinas. ¿Hablamos más sobre el trabajo que nunca? Quizá no, porque lo laboral siempre ha sido el ámbito del conflicto y la política. Pero han cambiado las estrategias: si hace décadas situaciones similares de explotación y desposesión se abordaron mediante el sindicalismo y la lucha colectiva, el nuestro es el tiempo del desánimo, las alternativas individuales más o menos imaginativas y el “sálvese quien pueda”.

Pero ¿hay alguna forma agradable de ganarse la vida?

“Ahora mismo, muchos trabajadores que se veían como clase media comienzan a entender que su relación con el poder implica que también son obreros. El programador de videojuegos podría tener más en común con el conductor de Uber de lo que pensaba”, escribe Sarah Jaffe en su ensayo Trabajar: un amor no correspondido, recién publicado por Capitán Swing. Ningún sector se libra, ni siquiera aquellos que ofrecen mejores salarios: hoy las empresas consumen tanto tiempo y tanta energía de sus trabajadores que estos llegan agotados al final de la jornada, con fuerzas, como mucho, para escribir una de esas pequeñas quejas en redes sociales que tanto éxito tienen entre semana: “Se me han secado las plantas por no regarlas”, “mi jefe me ha vuelto a escribir de madrugada” u “otra noche que no preparo el táper de mañana”. Son las pildoritas que concentran el desencanto de la que se ha llamado la generación fatigada.

“La vocación es otro invento ideológico para convencerte en un Síndrome de Estocolmo: te diremos que te dejes explotar en aquello en lo que disfrutes y amarás que te exploten. ¿Deja de ser un yugo si es uno mismo el que se lo pone?”

Cuando el hartazgo alcanza límites insoportables, aparecen los problemas de salud mental o las soluciones originales, como aquella Gran Renuncia de la que hoy queda poco o distintas fantasías solo presuntamente antisistema. El sociólogo Mariano Urraco, profesor en la Universidad Complutense de Madrid, explica que atravesamos un contexto social en el que “madrugar, entre comillas, da un poco igual, porque las cartas están repartidas te levantes a la hora que te levantes”, así que “es legítimo que los jóvenes cuestionen y problematicen ese tipo de valores relacionados con la abnegación y el trabajo duro y que cada uno busque soluciones alternativas o vías de escape frente al discurso de «hay que esforzarse», que ya no funciona”.

“Muchos sociólogos han hablado de que el sistema actual es como una estación fantasma por la que ya no pasan trenes; mucha gente sigue comprando billetes, sigue sacrificándose, sigue trabajando duro, sigue estudiando hasta una edad muy avanzada, pero en realidad los trenes no pasan”, añade Urraco.

Tabajadoras en una empresa estadounidense en los años veinte.
Tabajadoras en una empresa estadounidense en los años veinte.Buyenlarge (Getty Images)

¿Y qué hacen aquellos que ya se han hartado de esperar en vano, aquellos para los que el malestar (encadenando trabajos precarios o no logrando ninguno) es ya insufrible? Intentar escapar del trabajo por cuenta ajena. “El objetivo es recuperar el control sobre nuestras vidas, en un momento en que todo es una vorágine de incertidumbre. Esto es lo que hace que la gente fantasee, sueñe o se implique de manera brutal con el estudio de oposiciones o con otras alternativas como puede ser mudarse al campo y, de repente, convertirse en un neorrural. Fundamentalmente se hace por sentir que se tiene control sobre la vida propia, algo que el trabajo por cuenta ajena ya no permite”, responde el sociólogo, que insiste: “Aquí no se trata de una nostalgia con respecto a los tiempos pasados, es que está constatado que a buena parte de los jóvenes les encantaría tener vidas estables, lineales, previsibles, trabajos para toda la vida como los de sus padres… y de ahí el éxito de las oposiciones”.

M. M. es una filósofa y politóloga de 24 años que oposita al cuerpo de profesores de secundaria (y prefiere usar sus iniciales para que sus declaraciones no puedan influir en el proceso). “Heredo una profesión. Mis dos padres son docentes y es un trabajo que me resulta cercano y con el que ya estoy, literalmente, familiarizada. Pienso que es el camino que se compatibiliza mejor con mi vida, con eso que es la vida realmente, lo que hay después del trabajo”, comenta. Eso sí, es consciente de que también desde el sector público se reproducen (e imponen) muchas dinámicas indeseables: “Trataré de hacer lo mejor con lo que mis circunstancias me permitan, pero no dejo de pensar que también es trabajo asalariado. No me dignificaría ninguno. Tenemos la educación diseñada para el modelo productivo en que vivimos. No es una esfera separada, no hay lugares inmaculados y sé lo que implica ser profesora”, reconoce.

M. tampoco es del todo optimista respecto a los cauces o fantasías más comunes por los que se conduce la insatisfacción. Ni siquiera considera que el reciente despertar de ese malestar “sea un buen signo”. “Me da vértigo ese consenso en la insatisfacción, dado que en la mayoría de casos, agrupar a una masa hastiada bajo el mismo lema de que algo tiene que cambiar, escondiéndose en esa masa distintos sectores e intereses… no ha salido muy bien”. En su opinión, por desgracia, todas las opciones y vías de escape constituyen una trampa: “La vocación es otro invento ideológico para convencerte en un Síndrome de Estocolmo: te diremos que te dejes explotar en aquello en lo que disfrutes y amarás que te exploten. ¿Acaso estamos escapando si lo que ejercemos son nuevas formas de autoexplotación bajo la falsa idea de que al menos somos nosotros los que tenemos en control? ¿Deja de ser un yugo si es uno mismo el que se lo pone? La trampa común para todos es el modelo productivo insostenible e incompatible con la vida bajo el que vivimos. Un modelo que abarca desde las opciones más prestigiosas hasta Onlyfans o el problema de la ludopatía y las casas de apuestas”, reflexiona la joven.

Pero qué es exactamente lo que queremos

En su Elogio de la ociosidad, publicado en 1932, el filósofo y matemático Bertrand Russell alertaba de que, hasta entonces, trabajadores, empresarios y gobernantes habían sido “unos necios”. “Pero no hay razón para seguir necios para siempre”, añadía. La necedad a la que se refiere es la jornada laboral de ocho horas y, si el británico era optimista, es porque consideraba que en el futuro sería posible, gracias a la tecnología “democratizar el tiempo libre” implantando una jornada laboral de solo cuatro horas. “En un mundo donde nadie sea obligado a trabajar más de cuatro horas al día habrá felicidad y alegría de vivir, en lugar de nervios gastados, cansancio y dispepsia. El trabajo exigido bastará para hacer del ocio algo delicioso, pero no para producir agotamiento. Puesto que los hombres no estarán cansados en su tiempo libre, no querrán solamente distracciones pasivas e insípidas”, defendía el pensador. Como él o como el economista Milton Keynes, que en la misma década predijo que alrededor de 2030 estaría instaurada la semana laboral de 15 horas, muchos intelectuales han llegado a la conclusión de que el progreso tecnológico desembocaría en sociedades en las que el tiempo libre dejaría de escasear.

Donald Trump, caduco mito del trabajador que se hace millonario, en su oficina frente al Hotel Plaza en 1987.
Donald Trump, caduco mito del trabajador que se hace millonario, en su oficina frente al Hotel Plaza en 1987.Joe McNally (Getty Images)

Sin embargo, aunque la digitalización del mundo, con su aumento de la productividad asociado, no deja de avanzar, está ocurriendo justo lo contrario. “Esta fase en la que estamos de giro neoliberal no es un giro, es parte de la ruta. El sistema de producción de mercancías, es también el empeño reciente por acelerarlo todo. No creo que haya vuelta atrás, y no creo que sea tampoco la última estación: habrá más estaciones y de nuevo habrá más malestar y más problemas de salud mental…”, explica Urraco.

M., en sintonía con muchas personas de su edad, solo ve una opción: “desear la abolición del trabajo asalariado” que, aclara, “no es desear dejar de hacer cosas”. ¿Y mientras tanto? “Seguiremos buscando las alternativas o las soluciones bajo un punto de vista individualista, porque, si algo han demostrado sociólogos como Sennet es que los vínculos y las identidades son mucho más fuertes y colectivistas cuando se basan, precisamente, en un trabajo estable que cuando se basan en cuestiones más ocasionales como las pautas de consumo”, concluye Urraco. Así que, sin una respuesta colectiva, fenómenos como el de los cryptobros, las inversiones que prometen la “libertad financiera” y la autoexplotación solo seguirán creciendo y reforzando aquello frente a lo que se presentan como salvavidas.


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