No es lo mismo hacer la maleta para Brideshead que para Saltburn
Que te inviten a una mansión de campo de la aristocracia británica es un reto de vestuario
La única vez que he estado invitado en una mansión campestre de la aristocracia británica fue en 2010 en el castillo de Lord Dunsany, en County Meath, al noroeste de Dublín, y no me tuve que preocupar mucho de la indumentaria porque Edward John Moreton Drax Plunkett, 18 barón Dunsany y extraordinario escritor de literatura fantástica admirado por Lovecraft, llevaba muerto exactamente desde el año en que nací yo, 1957. El actual –entonces– propietario era el 20 Dunsany, Edward, pintor, pero a la sazón guardaba cama, y la que nos recibió (para mayor intensidad yo viajaba con la fallecida editora Diana Zaforteza) fue su mujer, Maria Alice de Marsillac, conocida familiarmente como Lady Du. El ambiente era muy relajado. No se nos exigió etiqueta alguna y yo, que con Lord Brummel sólo tengo en común que una época usé la colonia, fui el primer invitado en la historia en sentarme a la mesa en tabardo y pantalón de pana para dar cuenta del célebre estofado de ciervo servido por Rosalía, la asistenta portuguesa. Eso sí, lo hice ante la mirada desaprobatoria de los retratos de varias generaciones de barones Dunsany (entre ellos uno vestido para jugar al críquet y otro de oficial del real cuerpo de Guías de la frontera noroeste de la India). El fantasma de la mansión, que reside precisamente en el comedor, me mascullaba al oído, todo enduring values: “¿Qué hace un tipo como tú en un lugar como este y sin esmoquin?”.
Tras ver Saltburn, la peli de moda, he meditado que acaso yo podría hoy ser 21 barón de haber aprovechado la ocasión chez Dunsany y haber lamido el desagüe de la bañera (una escena del filme de Emerald Fennell que es la cumbre del horror para una amiga misófoba que no soporta los pelos en el sumidero) o haber traspasado el Mar Rojo en la rosaleda. En Saltburn me identifico en muchas cosas con el protagonista (no en lo de la bañera), el joven arribista sin escrúpulos y con camisa de cuadros Oliver Quick (Barry Keoghan), ese Ripley de vía estrecha que se convierte en la némesis de los Catton y en apoteosis reivindicativa de una clase media que ha de alquilar el tuxedo y no sabe cómo echarse el jersey sobre los hombros, o que el desayuno es bufé. Pero me quedo con el Charles Ryder de Retorno a Brideshead que nunca bailaría desnudo por las estancias de la mansión de los Marchmain al son de Murder on the Dancefloor y cuyo concepto del Et in arcadia ego no son los miembros voluptuosos de Felix Catton (Jacob Elordi) ni los bajos carmesí de la lasciva Venetia (Alisen Oliver), reina del tuntuncore, como dicen en Vogue, que no es el amor al tuntún, pero también.
Tras el tremendismo de Saltburn he regresado a Brideshead en busca del sosiego que encuentro en sus balaustradas, jardines y días de junio sin nubes, en el amor de los hermanos Sebastian y Julia y en la nostalgia de Evelyn Waugh por una aristocracia idealizada. El Ave Verum Corpus y el té (y el Montrachet 1906) en vez de la rave y las pastis. Yeats y Shelley en vez de Harry Potter. Voy a sugerirle a Evelio P., lo más cercano que conozco a Sir James Catton, que monte en su mansión una fiesta de disfraces isabelina con el tema de El sueño de una noche de verano como en Saltburn; yo iré, bajo auspicio de Shakespeare y de Lord Dunsany, de rey de las hadas o de Herne el cazador, con un par de astas de ciervo, a ver qué sale…
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