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Testamento digital: los peligros de fallecer sin dejar un administrador para tus redes sociales

Nuestros perfiles digitales no solo podrían perderse una vez muramos, también provocar dolor a seres queridos si reciben alertas indeseadas o ser objeto de usos delictivos con el amparo de la inteligencia artificial

¿Una vida digital 'post mortem'? Sí, si usted lo elige.
¿Una vida digital 'post mortem'? Sí, si usted lo elige.Getty Images / Blanca López (collage)
Miquel Echarri

En noviembre de 2019 se produjo una revuelta de usuarios en Twitter, ahora X. No fue la revolución rusa ni el motín del té de Boston, pero sí un estallido de cólera digital de una intensidad poco habitual, sobre todo si tenemos en cuenta cuál fue su detonante.

La red social que por entonces pastoreaba Jack Dorsey acababa de anunciar una decisión, en principio, trivial: iba a desactivar una serie de cuentas de usuarios fallecidos para “dejar espacio” a nuevas incorporaciones en territorios por entonces en expansión, como la Unión Europea. Se trataba de consolidar lo antes posible una comunidad de más de 300 millones de usuarios “vivos y activos”. Twitter, según decían por entonces sus responsables, pretendía ser “un ágora” en permanente ebullición, no un cementerio de elefantes. Necesitaba más músculo y menos grasa.

Los tuiteros de base reaccionaron al plan con indignación casi unánime. Aquello les parecía un abuso. Twitter se estaba arrogando el derecho de “expropiar” o incluso “destruir” sin contemplaciones espacios “privados” de un incuestionable valor emocional. ¿Qué pasa con las fotos, reflexiones y recuerdos que compartieron durante años familiares y amigos que ya no están con nosotros? ¿Qué hacer con las contribuciones de tuiteros ilustres como el actor Cameron Boyce, la cantante Marie Fredrikkson o el diseñador de moda Karl Lagerfeld, que habían fallecido pocos meses antes? ¿Acaso la destrucción inmisericorde de sus tuits, de su estela digital, no equivalía, en cierta manera, a la profanación de sus tumbas?

Un usuario llevó la siniestra analogía un paso más allá: las excavadoras de Twitter estaban a punto de saquear fosas comunes. Jack Dorsey, con su obsesión por economizar un espacio virtual que ni siquiera es un bien escaso, había decidido perturbar el sueño de los muertos. Poco faltó para que se exigiese la promulgación de una ley digital (y universal) de memoria histórica. Drew Olanoff, redactor del boletín tecnológico TedCrunch, llevó la discusión a un terreno estrictamente personal al lamentar que una decisión empresarial “legítima” pero poco meditada y aún menos empática fuese a privarle del “consuelo” de repasar de vez en cuando la ristra de mensajes que había dejado su padre antes de morir. El olvido, concluía Olanoff, es una segunda muerte.

Mausoleos digitales

Lo más sorprendente del caso, como señala la revista de emprendedores Maddyness, es que el porcentaje de usuarios de redes que deseaban que sus cuentas siguiesen activas después de que ellos muriesen era por entonces muy bajo, apenas el 7%, según una encuesta de YouGov. A la gente, al parecer, no le preocupaba tanto preservar su propio legado digital como que se respetase el de los demás. A mí me entierras donde sea, sin pompa ni ceremonia, pero deja en paz la memoria de mis seres queridos.

Esta inesperada insurrección de consumidores forzó a Twitter a dar marcha atrás. Se habían precipitado. No habían tenido en cuenta que se trataba de un tema “sensible”, de los que no pueden resolverse a la ligera, y se comprometían a no tomar decisiones “drásticas” hasta que encontrasen una manera apropiada de “honrar y respetar” el legado de los usuarios fallecidos.

Facebook ya les había tomado la delantera en ese sentido. Desde 2018, ofrece la posibilidad de que las cuentas ordinarias pasen a ser “conmemorativas” después del fallecimiento de sus titulares. Basta con que un familiar directo lo solicite, proporcionando, de paso, un certificado de defunción. Las cuentas “memorializadas” (memorialised) pueden “congelarse” por completo, para que permanezcan por un periodo indefinido tal y como su titular las dejó, pero con las palabras “En memoria de…” bien visibles junto al nombre de usuario. También pueden quedar bajo el control del familiar solicitante, con una actividad en principio limitada a “recordar y celebrar la vida” de la persona fallecida.

En uno y otro caso, se trata de convertirlas en modestos mausoleos, “espacios de memoria”, “rincones nostálgicos” con los que Facebook ofrece a su comunidad la opción de una vida (digital) más allá de la muerte. Amalia Yepes, administrativa peruana de 43 años residente en Barcelona, gestiona la página en memoria de su hermana menor, Blanca, fallecida en 2021 en un accidente de tráfico: “No puedo visitar muy a menudo su tumba, que está en un cementerio limeño, a miles de kilómetros de distancia, pero sí compartir ese espacio de encuentro con el resto de personas que la quisieron. Se mantiene muy activo y a mí me resulta útil para gestionar el duelo y sentirme conectada a ella”.

Aquí no hay quien viva

Twitter se tomó su tiempo para implementar una opción semejante a la de Facebook, aunque ya en diciembre de 2019 anunció que se disponía a hacerlo de manera inminente. Tal y como explicaba el experto en tecnología y redactor de Forbes Barry Collins, el tema no resultaba prioritario para ellos. La compañía se estaba embarcando ya en el complejo proceso de reestructuración interna que concluiría con su venta a Elon Musk. Necesitaba racionalizar cuanto antes su inventario de cuentas cancelando las inactivas, pero no a costa de ganarse la animadversión de su parroquia. Tampoco le entusiasmaba la perspectiva de ofrecer “servicios póstumos” de rentabilidad muy dudosa cuando lo más urgente era revitalizar un entorno virtual que estaba empezando a dar síntomas de languidez. Así que optó por aplazar la decisión.

La polémica se mantuvo latente hasta que Musk, ya en primavera de este año, lanzó el proceso de depuración masiva de cuentas conocido como ”las purgas de Twitter”. La operación consistió en detectar y archivar (no eliminar) hasta 1.500 millones de perfiles de usuario que habían permanecido inactivos durante años, sin tener en cuenta, en principio, si se trataba de usuarios fallecidos o “en letargo”.

El hecho de que el contenido de esas cuentas permaneciese archivado y, por tanto, pudiese reactivarse a conveniencia, ha abierto la posibilidad, tal y como anunció la compañía el pasado 19 de mayo, de que familiares de usuarios fallecidos las reactiven como espacios conmemorativos, siguiendo un procedimiento similar al que prevé Facebook. Pero esta sigue siendo, a día de hoy, una opción poco sistematizada y apenas utilizada. Nada que ver, en cualquier caso, con la alta densidad de mausoleos digitales de este tipo que presentan ahora mismo tanto Facebook como Instagram, el par de redes más comprometidas con la memoria póstuma. Tal vez esta sensibilidad explique que, ya en 2019, los muertos estuviesen a punto de superar en número a los vivos entre las cuentas de Facebook, un entorno digital que envejece a marchas forzadas.

Hacer testamento

En opinión de Naaman Zhou, experto en tecnología del diario The Guardian, empieza a resultar acuciante que todos aquellos que tengan una vida en redes “intensa” se planteen, de una vez por todas, hacer un “testamento digital”. En otras palabras, si te preocupa “quién (y cómo) se encargará de conservar, controlar o borrar tus cuentas cuando hayas muerto”, ¿por qué no ser tú mismo, como usuario con derechos, quien lo decida en vida?

Un testamento digital es un plan para “prevenir robos de identidad, preservar documentos o recuerdos que no quieres que se pierdan o evitar que tus seres queridos sufran un doloroso y no deseado bombardeo de alertas relacionadas contigo”. De sus conversaciones con expertos como la profesora de la Universidad de Monash Emily van der Nagel, Zhou concluye que una estrategia coherente pasa, en primer lugar, por “desvirtualizar” en la medida de lo posible todo lo que consideres valioso. Es decir, descargar y conservar en un soporte distinto los documentos o imágenes que has subido a tus redes sociales haciendo uso de las herramientas de descarga que ofrecen la mayoría de plataformas, empezando por Twitter, Facebook o YouTube.

Luego debes acogerte, siempre que se te permita (Facebook, por ejemplo, lo hace), a la opción de designar un heredero digital al que sería conveniente que proporcionases también tus claves de acceso. Esa persona de confianza actuará en tu nombre cuando tú no estés y se asegurará que se respete tu voluntad en temas tan básicos como si tu cuenta se borra de inmediato o, por el contrario, se mantiene y se transforma en espacio de homenaje temporal o permanente. Van der Nagel recomienda que, como ocurre con el resto de testamentos, el digital quede registrado en un documento secreto con la previsión de que su contenido se dé a conocer a quien corresponda tras el fallecimiento. Ante la duda, puedes disponer que ese documento lo custodie un gestor. Legar tus identidades online puede ser sencillo, o tan complejo, como hacerlo con tu vivienda o el dinero de tu cuenta corriente.

¿De quién son mis tuits?

Un aspecto importante es la titularidad del contenido subido a las redes. Es decir, quién es el propietario legal de mis fotos, mis datos o mis mensajes. La respuesta es que eso depende en gran medida de las condiciones de uso de cada plataforma concreta. Por lo general, la empresa propietaria de la plataforma se reserva, como mínimo, un derecho discrecional de uso. Eso explica que las fotos de usuarios de Instagram se utilicen, en ocasiones, como material publicitario en campañas de la propia red sin necesidad de recabar previamente la autorización de sus autores. La existencia de unas condiciones de uso que el usuario acata para acceder al servicio no impide, por supuesto, que determinadas prácticas abusivas puedan dar pie a reclamaciones o demandas.

Otro detalle de importancia creciente tiene que ver, tal y como se señala en el boletín DigWatch, con el uso de la inteligencia artificial en la gestión de legados digitales. El tema es complejo, pero tiene amplias implicaciones éticas y tecnológicas. Por ejemplo, la generación por IA de imágenes híbridas o sintéticas, así como deep fakes, puede crear a una persona fallecida daños reputacionales póstumos, al atribuirle declaraciones o acciones que nunca realizó.

La mayoría de Estados están haciendo serios esfuerzos para introducir regulaciones en esa amplia zona gris que va del delito flagrante al simple uso irresponsable o poco escrupuloso. En España, estas cuestiones las regula la Ley Orgánica de Protección de Datos Personales y Garantía de los Derechos Digitales de diciembre de 2018, complementada por legislación posterior (la última modificación se registró en mayo de 2023) y pendiente de una actualización general en el marco de la Unión Europea.

DigWatch considera que este intento de consolidar un marco legal está bien orientado, pero resulta insuficiente a la luz de las novedades tecnológicas que se están produciendo en los ámbitos relacionados con las redes sociales. En otras palabras, en esta era de aceleración del cambio disruptivo que modifica, una y otra vez, las reglas del juego, proteger nuestros derechos digitales se ha convertido en un reto mayúsculo.

No es extraño que esté empezando a florecer una incipiente industria de gestores de legados digitales. Gente que te ayuda a concebirlos, redactarlos y conseguir que se ejecuten tal y como deseas. Puede parecer ciencia ficción, pero ya se están publicando estimaciones de su actual volumen y sus expectativas de crecimiento a medio plazo. También hay una institución internacional, la Digital Legacy Association, que se encarga de lidiar con este tipo de cuestiones, cada vez más intrincadas.

Después de todo, si dedicamos alrededor de una novena parte de nuestro tiempo a cultivar con denuedo nuestra presencia online, en un esfuerzo sistemático mucho más exigente (¿y gratificante?) que el que implicaría cuidar de una colonia de mascotas o de un jardín, ¿qué tiene de extraño que cada vez nos preocupe más qué será de nuestros perfiles en redes cuando hayamos muerto?

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Sobre la firma

Miquel Echarri
Periodista especializado en cultura, ocio y tendencias. Empezó a colaborar con EL PAÍS en 2004. Ha sido director de las revistas Primera Línea, Cinevisión y PC Juegos y jugadores y coordinador de la edición española de PORT Magazine. También es profesor de Historia del cine y análisis fílmico.

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