Cómo vestir como un eunuco turco, sin serlo
Que te castraran en el imperio otomano o en Bizancio podía ser un fastidio, pero te abría muchas puertas
“Anda pareces un eunuco de la corte turca”, me soltó un amigo al enseñarle la foto que nos habíamos hecho el escritor Ildefonso Arenas, el editor Daniel Fernández y un servidor. Fue lo de la foto en un momento en que nos vinimos arriba (precisamente) en la Torre Gálata de Estambul (no recuerdo cuánto habíamos bebido en la comida) y nos dejamos disfrazar para una instantánea turística de esas de lo que pasa en el Bósforo se queda en Bósforo. La verdad, yo, ataviado a la turca, me veía más bien como un orgulloso (y razonablemente dotado) comandante de jenízaros, las fieras tropas de élite de los sultanes. Señalé a mi amigo que como eunucos, fíjate, daban más el pego Arenas y Fernández, que aparecían en la imagen como más blandengues, lampiños e intrigantes, pero miró muy atentamente la foto y me dijo: “Para nada, tú el más eunuco de todos”.
Es verdad que el gran turbante de seda plateado y la camisa a juego con alamares y chalequito negro, por no hablar de la caída de ojos, podrían dar una impresión equivocada –mis compañeros vestían ropas y tonos más discretos–. El hecho de que la foto fuera solo de cintura para arriba descartaba además la posibilidad de marcar paquete y dejar las cosas claras: es sabido que la sisa era reveladora en los eunucos. Bien, no siempre, porque, entrando en materia, eunucos había de distintas clases. Podías haber sido objeto de castración completa (emasculación), y ahí sí que no marcabas ni con vaqueros ceñidos, o parcial, conservando uno u otros atributos, en cada caso con sus respectivas ventajas e inconvenientes, que ahí cada uno.
El proceso, generalmente poco voluntario, era siempre muy delicado y no digamos doloroso, sobre todo si te castraban a la piedra. En una época anterior a los antibióticos y la higiene médica, la muerte por sepsis era habitual y se solía enterrar en arena, aséptica, hasta la cintura a los recién castrados para evitar en lo posible las infecciones. Los eunucos, que reportaban ventajas palpables (bien, quizá no es la palabra) como su lealtad, no tener familia propia (nada de permisos de paternidad) y que su herencia revertía en el Estado, no fueron una invención turca, claro: hubo muchísimos en la administración pública del imperio bizantino, en parte por su utilidad como cubicularios y chambelanes fiables, y por la consideración laxa sobre el asunto que tenia el credo ortodoxo (los católicos eran mucho más estrictos con la integridad allá abajo y el concilio de Nicea prohibió la autocastración, que ya es práctica tonta). Y hubo eunucos en Mesopotamia, en China, en el clero egipcio y en las religiones mistéricas de la república y el imperio romano donde los sacerdotes de Cibeles, por ejemplo, eran eunucos (por no hablar de Esporo, el infortunado esclavo al que castró Nerón para casarse con él porque le recordaba a su fallecida esposa Popea: qué importante es no parecerse a nadie).
Pero en Bizancio los eunucos fueron una verdadera institución. Lo recuerda Judith Herrin en su libro sobre el imperio (Debate 2009), en el que les dedica todo un capítulo. Estaban excepcionalmente bien integrados, los había muy dotados en otros sentidos, y alcanzaron puestos destacados en el poder –i. e. Basilio Lecapeno (sic)–, la administración, el ejército (como Narses o Pedro Focas), las grandes casas familiares y la Iglesia. Hasta hubo santos eunucos, como, la vida imita al arte, san Jacinto mártir, el de mi onomástica el 11 de septiembre. El emperador se vestía rodeado de los protovestiarios, eunucos que protegían su desnudez de las miradas. Había un gran tráfico de esclavos eunucos y se consideraban un buen regalo de bodas. Muchos venían de Abjasia en el Cáucaso y de Paflagonia, en la costa del Mar Negro. Dos sitios a evitar.
Si te castraban antes de la pubertad ya no tenías que afeitarte nunca (no todo iban a ser desventajas), cantabas siempre como Los chicos del coro, o Farinelli (es paradójico que se llame voz de pito), y no te quedabas en paro. Y, ya entre los turcos, podías entrar en el serrallo sin llamar a la puerta, e incluso, si tenías el color adecuado, alcanzar el cargo de kizlar agha, jefe de los eunucos negros del harén imperial otomano, tipos impresionantes aunque carecieran de lo que hay que tener (se los castraba al completo con un golpe seco de alfanje), y debieran llevar siempre un tubito de plata para orinar. A nivel de ropa te podías poner lo que quisieras, aunque por lo visto con mangas largas pues los brazos crecían más (juro que lo he leído).
En todo caso, el eunuco más simpático que conozco es uno del imperio turco y producto de la pluma del excelente historiador y novelista Jason Goodwin: Yashim, protagonista de una serie de intriga en el siglo XIX, en la época del sultán Mahmud II, que arranca con el thriller El árbol de los jenízaros (Aianza, 2006). Yashim alias Lala, es un eunuco parcial que no tiene problemas (afortunado mortal) para satisfacer a sus ocasionales amantes femeninas, aunque echa a faltar cosas, un poco como todos a estas alturas. Recordar al bueno de Yashim me ha hecho replantearme mis prejuicios con la foto de la torre Gálata. Ser eunuco no sólo te permitía hacer una buena carrera administrativa y ver chicas guapas sin recelos sino que te dispensaba en los lances amorosos de tener que estar a la altura, ese incordio. “Perdona oye, es que soy eunuco”, qué frase más liberadora…
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