Cuerpos al límite con secuelas irreversibles: cuando el deporte destroza la salud
Los casos de lesiones graves entre atletas de élite empiezan a estudiarse en los tribunales
En otoño de 2003, Steve Geoffrey Thompson ganó la Copa del Mundo de rugby con Inglaterra en el Stadium Australia, Sidney, frente a la selección anfitriona y entre el clamor de 83.000 espectadores. A la vuelta, en el aeropuerto de Heathrow, Londres, lo ovacionarían miles de personas, días después desfilaría de Marble Arch a Trafalgar Square, le recibiría Tony Blair. En el palacio de Buckingham sería reconocido como una cosa llamada Member of the Most Excellent Order of the British Empire. Pero en 2020, retirado y con un diagnóstico de demencia precoz a los 42 años, apenas recordaba nada. “A veces me quedo en blanco mirando a mi mujer y me dice: ‘Soy Steph”, contó a The Guardian.
Thompson forma parte de una demanda colectiva en representación de 185 exjugadores británicos con daños neurológicos. Acusan a las autoridades del rugby de no haber velado lo suficiente por la seguridad del juego y de desatenderlos una vez retirados. Cuando el caso se judicializó durante este verano, los abogados enfatizaron que sus clientes “aman el rugby” y únicamente desean que sea más seguro y se apoye a los exjugadores. Thompson ha dicho lo mismo, a su manera: “El rugby tiene que reconocer que hay un problema. Yo ya estoy jodido, se trata de que al próximo chaval no le pase lo mismo”.
En la NFL [Liga de Fútbol Profesional de EE UU] la controversia se remonta a las investigaciones de Bennet Omalu sobre la encefalopatía traumática crónica, una dolencia relacionada con los golpes en la cabeza y que solo se puede diagnosticar tras la muerte. El neuropatólogo pasó varios años insistiendo y los jefes de la liga desautorizándolo, hasta que admitieron lo que ocurría. En 2013 indemnizaron con 600 millones de euros a unos 4.500 exjugadores con secuelas cerebrales.
Cuatro años más tarde en un estudio de cerebros donados por exjugadores se encontraron en 110 de 111 evidencias de encefalopatía traumática crónica, un cuadro degenerativo al que se solía llamar demencia del púgil. Se conjetura que es lo que padeció la leyenda del boxeo Mohammed Ali, aunque su familia no donó su cerebro para ser investigado. El doctor de Ali, Ferdie Pacheco, notó un gran deterioro tras su pelea bestial contra Joe Frazier en Manila en 1975. Perdía reflejos. Tenía los riñones molidos. “Nadie a su alrededor lo quiso ver”. Peleó seis años más.
En 2011, a la vez que emergía el problema en la NFL, Charles Bernick, un médico de Las Vegas, se puso a investigar qué ocurría con los boxeadores y luchadores de artes marciales en activo. En 2015 publicaba un estudio de 224 casos que establecía igualmente un nexo entre exposición a golpes y daños cerebrales.
“Si te despejabas, continuabas, y si estabas grogui, salías”
En estos deportes se han ido tomado algunas medidas de seguridad. El árbitro de boxeo José Luis Serrano explica que los reconocimientos médicos de los púgiles son “exhaustivos” y que los doctores pueden recomendar parar un combate. Menciona, además, la reducción de los combates de 15 a 12 asaltos, una decisión ya antigua: el Consejo Mundial de Boxeo la tomó después de la muerte de Duk Koo Kim, en 1982, a los cuatro días de caer fulminado por Ray Boom Boom Mancini, que diría mientras su rival estaba en coma: “Salvé mi título, ¿pero soy un héroe? Aunque no me reprocho nada, soy parte de esto. Me siento miserable”.
La exboxeadora Marta Brañas asegura que es un deporte en el que hay “control” y asume el dilema subyacente: “Nunca se debe exponer la salud del deportista, pero todo deporte expone la salud. Se trata de minimizar los riesgos”. Ella se retiró en 2017 con 32 años. Dos años más tarde se planteó volver. Pasó un reconocimiento, le detectaron una lesión peligrosa en la base del cráneo, desistió.
Brañas está satisfecha de haberse dedicado al boxeo. Lo reivindica: “No va solo de darse golpes. Tiene una técnica, un estudio. ¿Que es duro? Es duro, pero el deporte profesional es así, siempre tienes que superarte y llevar tu cuerpo al límite”. Luis Gómez, tres veces campeón mundial de kickboxing, se retiró a los 37 años sin lesiones crónicas. “Nadie conoce su cuerpo mejor que uno mismo y cada uno pone su límite”, dice. Y añade que los golpes “en realidad” se sienten pero no duelen: “Curioso, ¿verdad?”.
Alberto Malo, 58 años, 74 veces internacional con la selección española de rugby, recuerda que tuvo “alguna pequeña conmoción cerebral”. ¿Y qué hacía? “Si te despejabas, continuabas, y si estabas grogui, salías. Pero no había ningún protocolo, era uno el que decidía si dejaba o no el campo”. No ha tenido secuelas neurológicas ni sabe de compañeros de su tiempo que las hayan padecido. Supone que el peligro de su deporte es mayor hoy porque los jugadores son cada vez más fuertes y rápidos.
Lo mismo cree Jaime Nava, 79 internacionalidades con España, retirado en 2019 con 36 años. “Los de ahora son máquinas perfectas y los impactos son a mayor velocidad y con más frecuencia”. Él tuvo “una o dos conmociones”. Tampoco tiene secuelas. Tampoco sabe de otros de su quinta que las tengan, aunque algunos que se empeñaban demasiado en seguir tras sufrir conmociones acabaron siendo más “propensos” a ellas. Sí ve “alarmantes” los casos actuales. “Tenemos que hacer que el rugby sea más seguro”, dice. Habla de regular y vigilar melés y placajes. Por lo demás, cree que el rugby debe seguir siendo lo que es: “Un deporte duro pero con valores; muy duro, de hecho, tan duro que si no tuviese de verdad esos valores sí sería un deporte de salvajes”.
Nava defiende los progresos normativos y la sensatez del deportista: “La vida del deportista de élite no es saludable. Se lleva al cuerpo al extremo y cuando hay que parar, hay que hacerlo. La salud está por encima y hay vida después del deporte”. Él está probando como actor. En la quinta temporada de La casa de papel (2021) fue Cañizo, el adusto jefe de un escuadrón de asalto.
La experiencia intensa de la vida
¿Y qué motiva a quienes practican deportes extremos? La mente es un lugar subjetivo, pero la teoría permite especular. Miguel Ángel González Torres, psicoanalista y jefe de Psiquiatría del hospital de Basurto, apunta a una posibilidad primordial –”la experiencia intensa de vida” que se logra realizando este prácticas físicas de riesgo alto– y a otras como el sentimiento de pertenencia grupal, en el caso de deportes de equipo, el narcisismo –”colocarse por encima de los demás”– o también la pulsión de violencia, lo que nos remitiría a la teoría freudiana que establecía que en nosotros actúan “de manera no consciente” un principio de placer y otro de destrucción –del semejante y/o de uno mismo–. “En cualquier caso, es necesario conocer de verdad la biografía de cada persona para poder entender qué puede moverla”, dice González Torres.
Y esto dicen los exdeportistas. Nava: “En el rugby encontré crecimiento personal y veía una carrera profesional, además de un gran ambiente. Hablar de castigarse me chirría, lo que diría es que hay un principio de sufrimiento ligado a la búsqueda de la superación”. Malo: “Yo me hice jugador de rugby porque me divertía y tenía buenas condiciones, y porque soy de Sant Boi de Llobregat que es la cuna del rugby en España”. Brañas: “Siempre me gustaron los deportes de combate. Mi padre y mi tío los practicaban. Bueno, y también me gustaba mucho ver Dragon Ball”. En cuanto a las teorías del doctor vienés sobre la autodestrucción, relativiza: “Freud fue una eminencia, pero tuvo su teoría como otros han tenido otras”.
“El dolor me quita esa felicidad”
El deporte profesional, en general, ha dejado infinidad de cuerpos maltrechos. Dos ejemplos de futbolistas: Vicente del Bosque sufrió graves lesiones y nunca volvió a caminar con normalidad; Gabriel Omar Batistuta se infiltró tanto los tobillos que cuando acabó su carrera pensó en amputarse las piernas. Uno de alpinista, entre tantísimos: Reinhold Messner, perdiendo los dedos de los pies en el Nanga Parbat. Sin llegar a tanto pero proverbialmente machacado, en activo, el tenista español más legendario. Hace unos días un diario deportivo titulaba una información Las torturas de Rafa Nadal y refería en sus casi 20 años de carrera un desgarro abdominal, una fisura por estrés en una costilla, una rotura del tendón rotuliano, inflamaciones y dolores en las muñecas y, por supuesto, el síndrome de Mueller-Weiss, una lesión crónica en el pie izquierdo que le diagnosticaron en 2005 y que resiste hace años como un martirio, cada vez más a duras penas. En junio pasado dijo: “Juego porque me hace feliz, pero el dolor me quita esa felicidad”.
Hay un punto en que el ejercicio físico pasa de ser sano a ser nocivo. Ocurre con los deportistas y con la gente corriente. María López de Ceballos, del grupo de neurodegeneración del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, explica que están investigando “hasta dónde se puede llegar en el deporte”. “El ejercicio moderado es muy positivo, es antidepresivo y procognitivo, capaz de revertir efectos del envejecimiento, pero su exceso es dañino y queremos desvelar cuándo empieza a serlo”.
El suplicio de Nadal, símbolo del hombre roca, el inacabable Vamos Rafa, y la transparencia con la que reconoce el coste de una carrera heroica es uno de los hechos que han contribuido a alentar la conversación sobre el deporte y sus límites, así como las declaraciones de otros deportistas, como la gimnasta Simone Biles, sobre sus problemas de salud mental. Escribió Hesíodo en el VII a.C que en el camino a la excelencia “los dioses inmortales han puesto sudor” y en los ochenta repetía sudorosa Jane Fonda en sus vídeos de aeróbic No Pain, no Gain [sin dolor no hay ganancia], pero a la eterna ideología del sacrificio, en los deportes extremos y en los deportes no extremos, incluso en la mera vida ordinaria, se va contraponiendo hoy la sensibilidad por cierta mesura.
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