Una larga pieza de seda que apunta a la entrepierna: ¿las corbatas se han ido o acaban de volver?
El imparable declive de este noble accesorio en el vestuario masculino está provocando que se le empiece a echar de menos, ahora que se ve que un mundo sin corbata no es uno más igualitario
Antes, la colección de corbatas de un hombre era casi como su biografía. Un mapa de ocasiones, especiales o cotidianas, ubicadas en el tiempo por sutiles variaciones de tamaño, color y textura. “La vida de un hombre se conserva en un cajón lleno de tiras de seda. El resto es efímero”, escribió en la revista Vestoj el académico e historiador de moda británico Christopher Breward. Aprender a hacerse el nudo de la corbata era, además, un rito de paso: había cierto orgullo en ese traspaso de sabiduría de padres a hijos que marcaba un rosario de primeras veces. La primera fiesta, la primera entrevista de trabajo, el primer empleo.
Hoy, que el vestir informal es el nuevo símbolo de estatus del profesional urbano, se ven más corbatas en los uniformes de los conductores de algunas plataformas de VTC o al cuello de los camareros de ciertos restaurantes que en un consejo de administración. Subsisten en algunas oficinas, que de todos modos son mucho más tolerantes que antaño: los mismos ejecutivos que llevan corbata también usan traje con pantalón pesquero y calcetín decorado con patitos, aguacates, union jacks o bart simpsons. Los datos, como se suele decir, cantan: “Las ventas de corbatas siguen por debajo del 40-45% respecto al año pasado”, lamentaba Sergio Tamborini, presidente de Sistema Moda Italia, en la feria Pitti Uomo el pasado enero. Da igual que fueran datos pospandémicos. Es un cambio cultural. Loewe, durante tanto tiempo proveedor de corbatas de la burguesía nacional, hace tiempo que no las fabrica.
El veterano modista Christian Lacroix es uno de esos hombres que pueden trazar el mapa de su vida a través de sus corbatas: “En los años setenta me ponía las de cuando mi padre iba al colegio, modelos estrechos, retro. En los ochenta me encantaban las de Ralph Lauren con dibujo de cachemir, y las de franjas y lunares, o con motivos exóticos californianos, al estilo de los años cuarenta. Cuando era un joven couturier, cada mañana le dedicaba tiempo a combinar calcetines, traje, camisas inglesas, pañuelo y corbata. Llegué a crear mi propia línea, inspirada en los toreros y las telas del mundo… y con el cambio de milenio me olvidé del estilo wasp y de las payasadas y empecé a usar ropa informal”, cuenta por correo. Hoy, vive en Arles, con poca vida social, vestido con “viejos favoritos” y sin tener que “hacer el esfuerzo” ni “vestir elegante”.
“Un hombre elegante no tiene aficiones, no le interesa nada: su única pasión es la belleza”, escribió Tatiana Tolstoï, que también afirmó que un traje sin corbata era como una cara sin ojos. “Siempre hay que hacer un esfuerzo”, me dijo una vez Oscar de la Renta, eternamente trajeado. Ecos de un mundo perdido, menos cómodo pero más circunspecto. “Casi nadie lleva corbata ya. Quizás, cuando hay una reunión seria, resulta más formal”, afirma Alfonso, ejecutivo en una multinacional de seguros. “Posiblemente los banqueros la utilicen más”, añade, “pero en el día a día, casi nadie”. Andrés White, responsable de joyería a nivel internacional en la casa de subastas Sotheby’s y, a pesar de todo, amante de las corbatas, certifica la tendencia: “Antes habría sido considerado irrespetuoso aparecer ante un coleccionista sin llevar traje y corbata. Hoy el cliente es más joven y viste diferente. Eso le ha quitado gravedad al armario”. El diseñador Baruc Corazón fue uno de los primeros en matar a la corbata. “Hace 20 años pronostiqué que iba a morir. En aquellos momentos los grandes directivos ya se permitían el lujo de no llevarla, empezaba a ser un símbolo de esclavitud”, explica. Corazón diseñó una camisa con cuello sin solapas, un poco más alto que el mao, para un nuevo mundo que parece que ha llegado por fin.
Se podría glosar con épica de género la debacle corbatil, empezando por sus obvias connotaciones fálicas: hablamos de una larga pieza de seda que para colmo apunta a la entrepierna. Su fama de rancio vestigio del pasado ni siquiera viene de ahora. A principios del siglo XX, el Dress Reform Party, un excéntrico partido político inglés, se rebeló contra la corbata y el almidonado vestir masculino. En nombre de la higiene y la salud, sus miembros proponían ventilación, tejidos naturales, pantalones cortos, vegetarianismo y yoga. Defendían, como Corazón, que la camisa, y no la chaqueta, debía ser la prenda central del armario.
“Está por ver que la electricidad y [Pedro] Sánchez no terminen con la corbata”, escribía recientemente Ignacio Peyró en su columna de El País Semanal. Chascarrillos político-climáticos aparte, Peyró, fiel a este accesorio a día de hoy, defendía la corbata como “signo civilizador” que, en política, “permitía mostrar un rasgo de individualidad en un espacio mutuamente aceptable”. El escritor acusaba la relajación indumentaria como falso igualitarismo y defendía las virtudes de un uniforme masculino que, a su juicio, puede resultar liberador: “La corbata permite, a físicos menos normativos, la mínima cuota de vanidad que cualquiera necesita”.
En realidad, hace falta romanticismo para contemplar el asfixiante conjunto de normas que formaban el vestir clásico masculino como un paraíso perdido. “Ir bien vestido puede dar una paz que a veces no consigues ni rezando”, citaba, aunque no sabía muy bien quién lo dijo, el periodista Bruce Boyer. El problema es que la corbata, y el orden respetable que representa, se hacen respetar poco: la ultraderechista Marine Le Pen les pidió a sus 89 diputados recién electos que se pusieran chaqueta y corbata el día de su debut en la Asamblea Nacional y Mark Zuckerberg, que suele ir en bermudas, hizo lo propio cuando tuvo que pedir perdón en el Congreso estadounidense por las filtraciones de Cambridge Analytica. Por no hablar del repelente uniforme de cachorro neocon —traje ajustado, corbata estrecha— que cultivaban los defenestrados Jared Kushner y Sebastian Kurz, o del superlativo mal gusto de Trump y Boris Johnson para decorar sus pecheras.
Lacroix todavía compra corbatas de vez en cuando, sobre todo de tricot, lisas o de rayas, y se las pone en algunas ocasiones. “Pero tu correo me ha dado ganas de usarlas más a menudo y jugar a combinarlas”, exclama con sus características mayúsculas. La moda empieza a estar de su lado. Esta temporada, Gucci ha recuperado la corbata en looks a lo Wall Street años ochenta, y Louis Vuitton, con glamur urbano y soñador. ¿Están cambiando las tornas? Rocco Ritchie, el hijo pintor de Madonna, viste como un dandi de 1951 y, adivinen, también lleva corbata. El arquitecto Rafael Moneo, por otro lado, no se la ha quitado jamás. Algo que quienes nunca hemos llevado corbata miramos con envidia. Aunque aún no nos atrevemos a imitarlo. ¡Ah, el vértigo de la libertad!
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