El impredecible infierno que fue Woodstock 1999: escenarios en llamas, abusos sexuales y un riachuelo de heces
Dos documentales detallan el calamitoso festival celebrado en Nueva York que buscaba emular en 1999 la legendaria cita de 1969 y que fue clausurado entre hogueras, revueltas y violencia
Empezó con la exhortación a disfrutar de tres días de “paz, amor y música”, y acabó con escenarios en llamas, torres de sonido reducidas a añicos, carpas arrasadas, prensa y artistas huyendo como almas que lleva el diablo, los promotores atrincherados en sus oficinas y miles de jóvenes vándalos, resacosos y exhaustos, revolcándose en un riachuelo de heces fecales.
Fue Woodstock 1999, “el día en que murió la música en directo”, según la oportuna expresión del San Francisco Examiner (referencia al mítico día en que la música murió, que cantaba Don McLean en American Pie). El pasado 3 de agosto se estrenó en Netflix Fiasco Total: Woodstock 99 (Trainwreck: Woodstock 99), documental dirigido por Jamie Crawford que es una espeluznante autopsia, en tres capítulos de alrededor de 45 minutos cada uno, del que muchos consideran uno de los festivales de música más bochornosos y caóticos de la historia.
Entre el viernes 23 y el domingo 25 de julio de 1999, en la localidad de Rome, en el centro del Estado de Nueva York, se produjo un crimen. Un atentado, ciertamente, contra la música, la sensatez y el sentido del decoro. Si algo deja claro el documental de Crawford es que los perpetradores fueron múltiples, pero ninguno de ellos parece muy dispuesto a asumir su responsabilidad a estas alturas.
Los primeros en escurrir el bulto fueron Michael Lang, creador de la franquicia Woodstock (fallecido el pasado enero), y John Scher, principal promotor de la nefasta edición. Ambos participaron ya en Woodstock ‘99: Peace, Love and Rage, documental de HBO que se estrenó el pasado verano. En aquella ocasión, Lang y Scher optaban por culparse mutuamente.
Esta vez, en Trainwreck, ambos coinciden en buscar otro chivo expiatorio: el público. Una generación de jóvenes, la de finales de los noventa, “irresponsable, agresiva y anárquica”, muy alejada del espíritu de paz y amor del Woodstock original de 1969. Sin embargo, la interesada versión del par de gerifaltes del invento, no es respaldada por casi ninguna otra de las voces que intervienen en el documental. Y son muchas: periodistas que lo cubrieron, como David Blaustein, de ABC News, o Ananda Lewis, de MTV; artistas que formaron parte del cartel. como Jewel, Fatboy Slim, Gavin Rossdale (líder de Bush) o Jonathan Davis (cantante de Körn); personal de producción, seguridad o los puestos de venta; sanitarios, funcionarios, el alcalde de Rome y una decena larga de asistentes que en aquel momento tenían entre 14 y 25 años.
Aquellas lluvias, estos lodos
Los antecedentes son claros. La edición de 1969 fue un más que evidente desastre organizativo, pero un éxito cultural indiscutible. Paz y amor, Janis Joplin, Jimi Hendrix, The Who, Grateful Dead, Santana, la nación hippie movilizándose contra la guerra de Vietnam. Michael Lang impulsó todo aquello en un alarde de emprendimiento contracultural quijotesco, pero tuvo que asumir cuantiosas pérdidas y solo recuperó la inversión más de 10 años después, gracias a la banda sonora de la película y a la venta de merchandising.
En 1994, coincidiendo con el 25º aniversario del primer evento, Lang y su nuevo socio, Scher, lanzaron un Woodstock 1994 pacífico y satisfactorio en lo artístico, pero que les hizo perder dinero a espuertas. En 1999, se conjuraron para capitalizar, de una vez por todas, la marca Woodstock con un evento concebido y ejecutado de manera totalmente profesional, sin el idealismo naíf que había convertido las anteriores ediciones en negocios ruinosos.
El festival se celebró en la base aérea de Griffis, un recinto militar abandonado en las afueras de la pequeña ciudad neoyorquina de Rome, a más de 150 kilómetros de la ubicación del primer Woodstock. La base resultó ser un recinto muy poco adecuado para una acampada musical de tres días. Se trataba de un inmenso solar lleno de asfalto y hierba descuidada, sin apenas árboles en el que, además, la distancia entre los dos escenarios principales rondaba los cuatro kilómetros.
Para colmo de males, ese fin de semana se produjo una ola de calor extremo en el Estado, con temperaturas de hasta 39 grados y una sensación térmica por encima de los 40 (algo más que la ola de calor que ha tomado este año la costa Este). Se calcula que alrededor de 400.000 personas desfilaron por ese feo e inhóspito recinto al aire libre durante ese fin de semana. Más de 250.000 se reunieron la noche del sábado, el momento de mayor afluencia.
De tribu alternativa a masa enfurecida
A esas alturas, según relato de una de las asistentes, Heather, que por entonces tenía 14 años, eran ya muchos los que empezaban a sentir que les estaban tratando “como animales”. Entre los motivos de queja, se llevaba la palma el precio prohibitivo de la comida y bebida en las carpas comerciales. Cuatro dólares por una botella de agua (el equivalente a siete hoy), entre ocho y 10 por una porción de pizza, un sándwich o un burrito (hoy, unos 18), en un evento en el que estaba prohibido traer provisiones del exterior y por cuya entrada habían pagado 150 dólares (266 dólares de hoy, 260 euros).
Otros motivos de indignación eran la falta de un servicio de gestión de residuos digno de tal nombre (“ya el sábado por la mañana nos despertamos en un mar de basura que nadie recogía”, explica Heather) o el precario sistema de letrinas portátiles, muchas de las cuales reventaron a las pocas horas por exceso de uso, llenando el recinto de inmundicia y propagando un hedor indescriptible.
Es más, tal y como reconoce en el documental uno de los encargados del servicio de salud, en algún momento del fin de semana, el agua de los surtidores gratuitos que la gente usaba para saciar su sed, ducharse o lavarse los dientes, dejó de ser salubre. Se contaminó con las heces de las letrinas. No solo no se podía beber, su simple contacto con el cuerpo produjo, en muchos casos, erupciones cutáneas o infecciones en labios y encías.
El cartel del festival tampoco contribuyó a templar los ánimos. En la delirante programación predominaban bandas de rock duro o de la entonces floreciente escena nu metal, un estilo mezcla de rock duro y hip hop que durante 10 minutos arrasó entre los jóvenes blancos estadounidenses. Grupos como Korn, Creed, Kid Rock o las grandes estrellas del momento, Limp Bizkit. Además, estaban grupos con un sonido abrasivo y un discurso visceral como Offspring, Metallica o Rage Against the Machine, del todo ajenos al espíritu de paz y amor del primer Woodstock. Hacía 30 años, los fans de Joe Cocker o de Crosby, Stills, Nash & Young se habían enfrentado a las contrariedades e inclemencias de un evento multitudinario y precariamente organizado con feliz estoicismo. Incluso Janis Joplin, al verlos tan complacientes, se preocupó desde el escenario por su bienestar y les exhortó a quejarse si se sentían tratados con desconsideración (“no dejéis que os hagan tragar una mierda que no os merecéis”).
Sin embargo, ya el viernes 23 de julio de 1999 quedó claro que los fans del carismático líder de Korn, Jonathan Davis, solo compartían con los hippies de tres decenios atrás su propensión a desnudarse en público. Ese concierto, descrito por Ananda Lewis como “una demencial explosión de energía”, ya evidenció que el de Woodstock 99 no iba a ser un público dócil. Al contrario, se trataba de jóvenes vehementes, agresivos, muy dispuestos a llevar al límite el ambiente de libertad e impunidad que se respiraba y muy poco indulgentes con las incomodidades que estaban padeciendo.
El punto de inflexión decisivo se produjo la noche del sábado, durante el concierto de Limp Bizkit. En palabras de David Blaustein, esa noche “tres versiones distintas de Fred Durst [cantante del grupo] compitieron sobre el escenario”. Por un lado, su instinto le decía que entre aquella multitud de chavales exultantes e histéricos, muchos de ellos desnudos, se estaba cociendo algo muy gordo. Su sentido común le sugería que intentase relajar el ambiente. Y su ego le instigaba a convertirse en el sumo sacerdote de la revuelta. Se impuso el ego. Durst ofreció una actuación salvaje y frenética, y acabó incitando a su público a dar rienda suelta a su rabia y a “romperlo todo”, a no resignarse “a la mierda conformista que gente como Alanis Morissette [también presente en el cartel del festival] quiere venderos”. Le hicieron caso. Una parte del público asaltó y destrozó una de las torres de control de sonido.
Nada más bajarse del escenario, Durst concedió una entrevista tan breve como reveladora:
—¿Alguna vez habías visto algo así, Fred?
—No, yo nunca había hecho nada parecido.
—Supongo que habrás visto desde el escenario que ha habido serios incidentes.
—Bueno, sí, pero eso no es culpa nuestra.
El clima de violencia se trasladó horas después a la carpa de música electrónica en la que actuaba Norman Cook, más conocido como Fatboy Slim. A las dos de la madrugada, la súbita irrupción en la pista de baile de una furgoneta obligó a Cook a interrumpir su actuación. Cuando el personal de seguridad consiguió hacerse con el control del vehículo, descubrieron en su interior a una adolescente semidesnuda y drogada con evidentes signos de haber sufrido una violación en grupo.
Iluminados por el fuego
Pero el auténtico desastre se consumó la noche del domingo, durante el concierto de Red Hot Chili Peppers, la traca que acabaría clausurando el festival. El detonante fue una decisión absurda que la mayoría de los entrevistados atribuye a Michael Lang: repartir decenas de miles de velas encendidas entre los asistentes para pedirles que realizasen un acto espontáneo de homenaje a las víctimas de Columbine, el instituto en que se había producido un tiroteo masivo meses antes.
El público utilizó las velas para encender hogueras. Y los Peppers, ignorando a los promotores, que les habían sugerido que pidiesen calma desde el escenario (“no me harían caso, yo soy un músico, no un profeta”, le dijo su líder, Anthony Kiedis, a un cada vez más abrumado John Scher), se limitaron a decir que el fuego a pie de escenario les recordaba a Apocalypse Now y eligieron como bis Fire, de Jimi Hendrix. Imposible concebir una elección más inoportuna.
En los apenas tres minutos que duró la canción, las tres o cuatro hogueras ya existentes se transformaron en una docena. Acabado el concierto, se produjo una batalla campal en que estuvieron involucrados miles de jóvenes. La pulsión pirómana dio paso a escenas de violencia eufórica dignas de la novela El señor de las moscas. Arrasaron con todo, hasta el punto de dejar la base aérea en un estado que recordaba, según una integrante de la organización, “a Bosnia”, por entonces en guerra. Destruyeron las carpas comerciales, forzaron sus cajas registradoras, derribaron las torres de sonido, arrasaron con los murales de inspiración hippie que cubrían el perímetro de seguridad, intentaron irrumpir a la fuerza en la zona VIP y en las oficinas de la organización.
En opinión de Judy Berman, de la revista Time, “descargaron toda la ira acumulada en tres días de música agresiva, mensajes incendiarios y maltrato sistemático por parte de unos organizadores incompetentes y sin escrúpulos”. Para Berman “el festival fue, desde el principio, un completo despropósito, al asumir que 250.000 personas podrían funcionar durante tres días como una comunidad capaz de autorregularse, en condiciones de absoluto abandono por parte de la organización, sin que se produjesen incidentes graves”.
Rebecca Nicholson, de The Guardian, hace una interpretación de los hechos bastante parecida, pero añade que “el legado más siniestro de Woodstock 99 es la gran cantidad de violaciones y actos de abuso y acoso sexual que se produjeron en esos tres días”, consecuencia tanto de “una seguridad deficiente” como del “clima de impunidad y masculinidad tóxica que se vivía en la escena rockera de finales de los noventa”. La apología del nudismo, la desvergüenza lúdica y el amor libre escondían “un machismo atroz y una nauseabunda falta de respeto a la libertad sexual de las mujeres”.
Ananda Lewis va un paso más allá al decir que el movimiento Me Too es, hasta cierto punto, “una reacción a la cultura del abuso misógino que se puso de manifiesto, con mucha contundencia, en Woodstock 99″. Pero la reflexión de mayor alcance tal vez sea la de Heather, la por entonces adolescente que reconoce, un par de décadas después, haber pasado en aquel en Woodstock uno de los mejores fines de semana de su vida, pero se felicita por que sus hijas “ya no tendrán que sufrir cosas que las chicas” de su generación se habían “resignado a considerar normales”. Aquel desastre de hace 23 años sigue proyectando una larga sombra. La noche en que murió la música en directo se conserva muy viva en el recuerdo.
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