Nikola Jokic contra la dictadura del rendimiento: así es el gran jugador de la NBA al que le gusta “no hacer nada”
Los deportistas de élite tienen la reputación de entrenar hasta la extenuación. ¿Todos? No. El que posiblemente sea elegido MVP de la temporada regular de la NBA es un firme partidario de relajarse, acostarse y dormir
Hace un par de años, en una rueda de prensa, le preguntaron a Nikola Jokic si había aprovechado el fin de semana. Con el rostro muy serio, la estrella de los Denver Nuggets contestó que no. “He estado viendo Pokémon durante 5 horas”.
Su respuesta era graciosa porque, evidentemente, decía la verdad; pero también porque hacía honor a su trabajada fama de holgazán. Desde que empezó a destacar en la liga, el jugador serbio fue objeto de numerosas críticas por su físico: se viralizaron fotografías en las que parecía tener sobrepeso; se multiplicaban las anécdotas sobre su adicción a la Coca-cola; sus exentrenadores reconocían que se pasaba más horas tirado en el sofá que en el gimnasio; y todos, incluidos sus hermanos, hablaban de su falta de ambición y nervio competitivo. Jokic jugaba para pasárselo bien, no para ser el mejor.
La noche del draft, en el que fue escogido en el puesto nº41, se quedó dormido antes de saber si algún equipo se hacía con sus derechos. Ahora, siete años después, además de bromear en las ruedas de prensa, está a punto de ser nombrado MVP, el mejor jugador de la mejor liga del mundo.
El caso de Jokic es excepcional por muchos motivos, pero su desafío a la lógica hipercompetitiva que predomina en la NBA es quizá la más reveladora. Hasta ahora, todos los MVP habían sido escogidos entre las primeras posiciones del draft: en su mayoría eran jugadores que llevaban desde niños jugando en circuitos semiprofesionales, en el instituto y en la universidad, sometidos a una formación de alto rendimiento. El potencial atlético siempre había figurado como un factor clave para identificar a las jóvenes promesas, pero en los últimos años la NBA se ha vuelto aún más física y exigente. Se juegan más posesiones por partido, a mayor velocidad y casi siempre por el exterior de la línea de tres puntos, de modo que los jugadores tienen que ser más rápidos, más resistentes, más versátiles, más explosivos. Muchas estrellas han seguido estrictos programas de entrenamiento para adaptar su cuerpo y, especialmente los pívots, han tenido que adelgazar muchos kilos para ajustarse al ritmo frenético de los partidos.
En este contexto, tiene todo el sentido del mundo que un gigante rollizo e indolente como Nikola Jokic saliera escogido en segunda ronda. Sus virtudes con el balón son inversamente proporcionales a sus condiciones físicas, y él lo sabe. Por eso, después de que la prensa le comparase con LeBron James, el serbio ironizaba: “La velocidad está ahí. Somos atléticamente iguales. De hecho, no sé si él puede saltar tan alto como yo. Él es un poco mayor, de modo que no lo sé. ¿Puede aguantar el ritmo?”. Basta con verlo jugar unos minutos para entender que él sobresale por otros motivos, como director de orquesta, atendiendo a la dimensión relacional del juego: es el centro invisible de un organismo plural que requiere que todas sus partes estén constantemente en movimiento. Jokic no solo no necesita correr y saltar para influir en el partido, sino que ha construido su juego en base a esta renuncia. “Soy paciente porque no puedo correr rápido. Es mi única opción”.
Aunque exagera sus deficiencias –Jokic puede cruzar la pista, atacar el poste, tirar de tres y forzar el uno contra uno contra quien quiera–, lo cierto es que su imaginación destaca por encima de todo lo demás. Tiene la capacidad privilegiada de leer el juego en movimiento, organizando y ejecutando colectivamente los ataques, haciendo siempre mejores a sus compañeros. Sus asistencias abren espacios que antes no existían, desde ángulos imposibles de predecir para las defensas rivales, pero que una vez ejecutados parecen lógicos, simples y hasta obvios. Viéndolo jugar, uno tiene la sensación que a su lado también podría meterle veinte puntos a los Lakers.
Su naturalidad no se ajusta a los estándares comerciales de la NBA. Más allá de algunos pases absurdamente brillantes, la mejor versión de su baloncesto no deja highlights. Jokic bota lento el balón, pivota sobre sí mismo y lo distribuye según las necesidades del equipo. Su virtuosismo aflora en la toma de decisiones, en el juego de posiciones, en la capacidad para “no hacer nada” en medio de la pista, salvo dirigir el movimiento de sus compañeros y esperar a que consigan generar alguna ventaja. La leyenda dice que el preparador físico de los Nuggets llamó al propietario para decirle que Jokic sería all-star cuando lo vio jugar a paintball, manejando a su pelotón como si de una partida de ajedrez se tratase: su inteligencia estratégica hacía irrelevantes las aptitudes técnicas del resto de jugadores.
Su renuncia a la acción en favor de la atención, de la mirada paciente, también se traduce en su actitud sobre la pista. Jokic no se pone tenso, ni parece sentir ningún tipo de presión. Más bien todo lo contrario: se mueve por la cancha con desinterés y hasta con cierta apatía. Él mismo cuenta que cuando jugaba en categorías inferiores su falta de temperamento desesperaba a su padre: “No es precisamente un tipo relajado. Incluso ahora le vuelvo loco, porque soy tan calmado que nada parece importarme”. Si hoy domina la liga se debe justamente a que no tiene el ansia de reconocimiento que asociamos con los grandes anotadores –Jordan, Bryant o el propio LeBron–; por el contrario, él se acerca al baloncesto desde una perspectiva esencialmente lúdica: “cada partido es como una pachanga en mi ciudad natal. Necesitas ir con esa mentalidad y jugar el partido. Sin presión. Sí, estás obligado a hacer algo. Pero es solo un juego.”
Jokic es una estrella sin mentalidad ganadora, a la que no parece importarle mucho perder –salvo si está jugando al UNO o al Call of Duty–. Se reafirma públicamente como alguien que no está dispuesto a levantarse a las cinco de la mañana para practicar el tiro o a pasarse el fin de semana haciendo flexiones. El serbio se niega incluso a participar de la “sana” competitividad dentro del propio vestuario, que para muchos gurús del deporte resulta básica para alimentar la ambición del equipo. De hecho, después de que su equipo fichara a otro pívot, Jokic se mostraba perplejo: “él quiere competir”, dijo refiriéndose al recién llegado Mason Plumlee, “pero creo que se toma todo esto un poco demasiado en serio”.
Desde que aterrizó en la NBA, su actitud ha sido tan ingenua como subversiva. No tanto por abandonarse a una ociosidad improductiva -todos los periodistas que han estado en su casa de Colorado la describen como el hogar de un niño grande, llena de juguetes por todas partes- sino por hacer gala de este rechazo a los discursos de autosuperación, exagerando sus negligencias e ironizando sobre su incapacidad para levantar los pies del suelo. Jokic representa todo lo contrario de lo que vende hoy la NBA, el negativo exacto del sueño americano: aparentemente, ha llegado a lo más alto sin esforzarse, sin plegarse a la cultura protestante del trabajo que está en la base del capitalismo estadounidense. El serbio es el antihéroe sonriente de la liga, y se ha ganado a pulso el mote de “el Joker”. Todo empezó con otra broma en una entrevista, con Jokic imitando al villano de DC con su amenazante why so serious?, pero a medida que pasan los años parece que además del gusto por la risotada sardónica también comparte su nihilismo incendiario.
Como figura pública, Jokic desafía la moderna sociedad del rendimiento, en la que se nos anima a realizarnos a través del trabajo, a ser la mejor versión de nosotros mismos, a perseguir nuestros sueños, a conquistar lo imposible. El Joker se ríe maliciosamente de toda esta parafernalia meritocrática, hipercompetitiva e individualista y nos recuerda que, bajo el neoliberalismo, el éxito solo tiene que ver remotamente con el esfuerzo. El suyo es un gesto provocativo, que nace en el corazón de la industria del entretenimiento, cuestionando las narrativas publicitarias que alimentan el modelo de negocio de la NBA, cada vez más centrado en las estadísticas y los premios individuales, en los logros cuantitativos y en una ring culture donde solo importa ganar, ganar y ganar.
Como bien explican Marc Molina y Manel Peña en Can’t Play Kanter –el mejor podcast sobre NBA, en el que casi no se habla de baloncesto–, esta transformación turbocapitalista de la liga resultó de la necesidad de ofrecer más contenidos a una audiencia digital global, pero también de la emergencia de personajes mediáticos como Kobe Bryant, cuya celebrada mamba mentality no fue más que una radicalización patológica de esta cultura del rendimiento y la hiperproducción (no por casualidad, antes de morir, Bryant estaba escribiendo un libro infantil junto a Paulo Coelho). En connivencia con la economía neoliberal, la lógica disciplinaria del hombre hecho a sí mismo se convirtió en una ideología terriblemente dañina, pues cada vez son más los jóvenes que piensan que triunfarán si se esfuerzan lo suficiente –sintiéndose culpables y responsables de sus propios fracasos cuando no lo consiguen–.
Es el caso de Jamal Murray, también jugador de los Nuggets. Su padre le obligaba a entrenar en la nieve, a 20 grados bajo cero, aguantando una sentadilla de 12 minutos con una taza de té hirviendo en las rodillas; superada esta prueba, tenía que encestar una serie de triples si no quería volver a empezar. Jokic se ha mofado en varias ocasiones del ansia competitiva de su compañero: “Jamal quiere pegarme cuando no tiro a canasta”. Con 26 años, el serbio no solo sigue prefiriendo ver Pokémon a tirar triples en la nieve, sino que el único frío que quiere sentir en su cuerpo es el de los helados de su Sombor natal, que dice que son los mejores del mundo. Él solo aspira a ser “un chico normal”, “un chico de establo”, pues es en el campo, junto a sus caballos, donde encuentra mayor paz.
Por supuesto, esta exhibición constante de humildad e indiferencia no es del todo espontánea. A Jokic le gusta venderse como un oso perezoso, un glotón con suerte, cuando lo cierto es que él también ha tenido que someterse a dietas estrictas y entrenamientos de alto rendimiento. Sus aptitudes como pasador se fraguaron en Serbia, con ejercicios que mezclaban el cálculo mental y la rapidez de manos; asimismo, ya no es el “base gordo” que dice que siempre ha sido, sino que ahora se le notan incluso los abdominales; además, como ha demostrado recientemente, el Joker también miente al decir que “si pudiera anotar 40 puntos cada partido, anotaría 40 puntos cada partido. Pero como creo que no puedo, paso un poco el balón”. Es evidente que podía antes y que puede ahora. Simplemente entiende y practica el juego de otra forma, de acuerdo con la cultura baloncestística en la que se educó, donde el talento individual se pone al servicio del colectivo.
Sin embargo, el hecho de que la imagen de un MVP holgazán sea parcialmente falsa no hace sino redoblar el valor de que Jokic se dedique a sabotear desde dentro la narrativa hipercompetitiva de el-mejor-jugador-del-mundo. Que se burle de las rutinas de gimnasio y del espíritu de autosuperación. Que provoque a los críticos zampándose enormes bolsas de palomitas y tarrinas de helado. Que desmerezca los premios y las estadísticas individuales. Que desmienta a los adalides del voluntarismo mágico con su desidia y humor autodespreciativo. Que menosprecie su talento adquirido atribuyéndolo al azar.
Pero, por encima de todo esto, si algo debemos agradecerle al Joker es que nos recuerde que incluso en la NBA moderna “no hacer nada” puede ser más decisivo, más creativo, más divertido y más espectacular que meter sesenta puntos entre gritos de “soy el rey”.
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