Músculos, cocaína y redención: cómo Jean-Claude Van Damme consiguió resurgir de las cenizas a los 60
La estrella de acción pasó de la gloria de Hollywood a la nada por culpa de las adicciones y de una ambición desmedida, pero ha conseguido volver a trabajar y reconquistar a sus fans haciendo uso de algo que nunca tuvo en su juventud: sentido del humor
Uno de las películas más vistas del momento en Netflix es el remake del clásico de Jean-Claude Van Damme Muerte súbita. Ante este éxito, la plataforma ha fichado al actor belga para un próximo proyecto titulado El último mercenario. El legado de Van Damme ha recibido mil palos, pero él se resiste a morder el polvo y sobrevive gracias a anuncios de televisión, memes o películas y series de televisión donde el actor directamente se interpreta a sí mismo. Jean-Claude Van Damme, que este domingo cumple 60 años, ha perfeccionado el mejor papel de su vida: Jean-Claude Van Damme. No siempre se le dio bien.
Su historia de auge y caída está plagada de clichés. De niño era tan enclenque que su padre se avergonzaba de él y lo apuntó a clases de kárate. A los 18 años cambió sus gafas de culo de botella por unas lentillas y abrió un gimnasio en Bruselas con el que puso nombre a sus sueños: California Gym. “Siempre llovía en Bruselas, el cielo era gris y deprimente”, explicó el actor en The New York Times. “Por eso me gustaba ir al cine, donde el cielo siempre estaba lleno de luz y colores brillantes. Yo le decía a mi madre: ‘Voy a ser una estrella de cine’. Y ella respondía: ‘Maravilloso, Jean-Claude, pero no se lo digas a papá’”.
A los 22 años lo dejó todo (incluida su primera esposa) para mudarse a Hollywood con 2.500 euros en el bolsillo. Trabajó como repartidor de pizzas, conductor de limusinas, limpiador de alfombras e instructor de aerobic. Por la noche dormía en su coche y por el día se dedicaba a dejar fotos suyas con su currículum y el apodo con el que se había autobautizado, “los músculos de Bruselas”, en los parabrisas de los ejecutivos de Hollywood. A veces aparcaba durante horas en la puerta de sus mansiones (o en la de Sylvester Stallone) para ver si se los encontraba. Pero solo conseguía papeles ínfimos como el de Mónaco Forever, donde aparecía acreditado como “karateka muy gay”. Cuando lo contrataron como figurante en la película de baile Breakin', pegó semejantes saltos con patadas voladoras para destacar que el director eliminó sus planos del montaje final.
Un día se cruzó por la calle con Menahem Golam, el presidente de la productora de serie B Canon que había convertido a Chuck Norris en una estrella. Van Damme se acercó a él y le demostró su flexibilidad: una patada alta que le pasó al productor, que medía 1′89, por encima de la cabeza. Golam lo citó en su despachó al día siguiente. “Estuve esperando siete horas. Le conté que mi padre se avergonzaba de mí por haber dejado una buena vida en Bélgica para venir a Estados Unidos. Me ofrecí a trabajar gratis. Le dije: ‘Puedes hacer mucho dinero conmigo, puedes convertirme en una estrella. Soy el joven Chuck Norris, quizá el nuevo Stallone. Mira qué músculos’. Me quité la camiseta, cogí dos sillas y salté abriendo las piernas para apoyar una en cada respaldo”, recordó Van Damme.
Golam le preguntó si tenía permiso laboral y él le dijo que sí. Era mentira, pero por suerte Contacto sangriento (hoy la película favorita de Donald Trump) se iba a rodar en Hong Kong. Van Damme empleó los 20.000 euros que cobró por Contacto sangriento en viajar a Malasia y a París, sin que nadie se lo pidiera, para promocionarla. La película multiplicó por 30 su presupuesto de un millón de euros. Un crítico definió la interpretación de Van Damme como “un tritón lobotomizado”.
El cine de acción de la era Reagan fetichizaba el músculo yanqui. El motor siempre era la venganza familiar, emulando los westerns que habían refundado la mitología norteamericana a principios del siglo XX, y los malos siempre eran los nuevos enemigos de la patria: rusos (la Guerra fría), árabes (la guerra del petróleo) o latinos (la guerra contra las drogas). Aquellas películas, que en España se conocían como “americanadas”, triunfaban aún más en Europa y Asia que en Estados Unidos, confirmando que el imperialismo norteamericano tenía en el cine un arma arrolladora: toda una generación de niños creció idolatrando la testosterona desbocada de superhombres como Hulk Hogan o Van Damme. Él, al igual que el austriaco Arnold Schwarzenegger, interpretaba a tipos duros estadounidenses a pesar de tener un acento casi ininteligible. Su filmografía se nutría de versiones de saldo de Rocky, Terminator o La jungla de cristal como Kickboxer, Cyborg o Lionheart. En sus películas, Van Damme vivía aventuras delirantes como pelear contra una serpiente, ser crucificado por piratas o salvar a un bebé de un tigre en el Coliseo (atestado de explosivos) con la ayuda de Dennis Rodman. Y supo convertir su nula expresividad en un rasgo de carácter: sus personajes jamás se inmutaban ante el peligro.
Van Damme se diferenciaba de Stallone, Schwarzenegger o Norris, aparte de en su juventud, en dos elementos clave: su estilo para pelear era grácil y estético gracias a su formación de cinco años en ballet y resultaba más sexi para el público femenino. No le avergonzaba explotar su erotismo y su cuerpo era el mayor efecto especial de sus películas. En todas se quedaba con el culo al aire. El cine de acción de aquella época promovía un culto al cuerpo masculino que rozaba la pornografía y, gracias a la tendencia de Van Damme de llevar ropa minúscula y ajustada (y quitársela a la menor oportunidad), el belga se erigió incluso como un mito erótico para el público gay. En 1993 apareció en la portada de Playgirl contando “sus secretos de seducción”. Consiguió tres nominaciones consecutivas al premio MTV al actor más deseable por Doble impacto, Sin escape y Blanco humano. Y cuando apareció interpretándose a sí mismo en un capítulo de Friends, donde presumía de poder machacar nueces con el trasero, Rachel y Monica se peleaban por ligárselo.
Hollywood le concedió el pasaporte a las grandes ligas y el actor duplicaba su sueldo en cada película: Soldado universal, Blanco humano y Timecop, donde ejecutaba su clásico salto abriéndose de piernas en calzoncillos, arrasaron en taquilla. La influyente revista Entertainment Weekly lo coronó con un reportaje de portada en el que el abogado de Van Damme explicaba que él estaba destinado a atraer al público femenino al cine de acción y a transicionar hacia papeles dignos de Tom Cruise. “La primera impresión que da no es de estrella de Hollywood, sino de entrenador provinciano de algún gimnasio europeo”, describía sin embargo The New York Times. Y entonces la vida personal del actor empezó a eclipsar su ascendente carrera profesional, al alimentar ese prejuicio de que Van Damme no era una estrella de Hollywood sino un vulgar paleto europeo.
En 1994 abandonó a su tercera esposa y madre de sus dos hijos, la culturista y modelo Gladys Portugues, tras conocer a Darcy Lapier. Ella lo conquistó comportándose como cualquiera de las rubias despampanantes que él salvaba en sus películas: lo citó en la suite de un hotel de Hong Kong y, al abrir la puerta, le susurró “Jean-Claude, hazme el amor”. Pero mientras Lapier estaba embarazada, el actor tuvo un romance con Kylie Minogue en el rodaje de Street Fighter en Tailandia.
El de esa película fue el sueldo más alto de su carrera (seis millones de euros) y el estatus se le subió a la cabeza. Van Damme interpretaba al coronel Guile, un emblema de la militarización estadounidense (“¡Ha perdido usted la cabeza!” le espetaba un embajador; “No, es usted quien ha perdido las pelotas” respondía Guile) con el que la película pretendía conquistar al público estadounidense que apenas conocía el videojuego en el que se basaba. Pero su sueldo devoró el presupuesto hasta impedir que el resto del reparto pudiese practicar artes marciales, de modo que Street Fighter era una película de peleas en la que nadie sabía pelear. El rodaje sufrió constantes retrasos: Van Damme se negaba a salir de su camerino porque consideraba que sus músculos necesitaban más ejercicio (años después admitiría haber sufrido vigorexia), cuando no estaba de juerga en Hong Kong con el vigilante que el estudio había contratado para controlarlo o haciendo turismo por Tailandia con Minogue. Columbia le ofreció un contrato de tres películas por 30 millones de euros. Van Damme pidió 50. Quería igualar al entonces actor mejor pagado del mundo, Jim Carrey. “Estaba rodando película tras película, sin parar de promocionarlas. Estaba cansado. Todo lo que hacía daba beneficios. A Jim Carrey le pagaban una fortuna, así que quise jugar on el sistema. Menudo idiota. Me pusieron en una lista negra y mi carrera se terminó” admitiría años después al diario británico The Guardian.
Mientras tanto, su matrimonio colapsaba por los excesos. A mediados de los noventa, Van Damme se gastaba 8.500 euros al día en cocaína (ha confesado que llegó a esnifar 10 gramos diarios, en turnos de “dos rayas del tamaño de la autopista entre Los Ángeles y Tijuana”). Asegura que iba tan encocado durante el rodaje de En el ojo del huracán que no recuerda haber trabajado en ella. “Lo hacía por lujuria, por el sexo, para seguir aguantando. Dejé de entrenar, perdí peso, perdí mis músculos. Destruí el cuerpo que había creado”, explicaría. El actor pagaba 10.000 euros al mes en alquiler, tenía una mansión en Mónaco e invitaba a su familia a los rodajes para demostrarles que abandonar Bélgica había sido una buena idea. Su esposa gastaba 2.000 euros al mes en tratamientos cosméticos y otros 2.000 en facturas telefónicas. Van Damme le regaló un zafiro de 80.000 euros y contrató a un equipo de sirvientes para que atendieran todas sus necesidades.
Cuando Darcy lo denunció por haberla golpeado en sus implantes de silicona, tras lo cual requirió una intervención quirúrgica, él se defendió asegurando que no tenía documentos médicos, que la violenta de la pareja era ella y que si él la hubiera agredido la habría matado. Su divorcio se saldó con una de las indemnizaciones más altas de California en su momento: una pensión de 100.000 euros al mes. Tras pasar solo seis días en rehabilitación y concluir que su mejor terapia era refugiarse en el gimnasio, a Van Damme le fue diagnosticado un trastorno bipolar y maniacodepresivo. Entonces entendió todos los pensamientos suicidas que le habían asaltado durante sus años de gloria. El actor regresó con Gladys Portugues, con quien sigue desde entonces. “Perdí mi fama por culpa de mi propia estupidez, pero le prometí a mi madre que antes de que se muriese la llevaría de nuevo a un gran estreno en un cine de pantalla grande”, explicaba el actor.
A finales de los noventa, Van Damme seguía con sus delirios de grandeza prometiendo que su nueva película sería “como El paciente inglés en la legión” y la siguiente “como Pulp Fiction en el Oeste”, pero ni Soldado de fortuna ni Inferno duraron más de una semana en cartel. En 1999, mientras Matrix reinventaba el cine de acción, Soldado universal: El retorno perdió 50 millones de euros en taquilla confirmando que el cine de fuerza bruta era una reliquia de videoclub. “No pasa nada, las televisiones actuales tienen unos plasmas que transmiten el amor electromagnético”, aseguraba entonces. Van Damme nunca se rindió y siguió rodando en las provincias más recónditas de Europa sabiendo que siempre habría alguien que querría verle repartir hostias. “Todo el mundo entiende los puñetazos”, explicaba. “En Japón, en Bélgica o en América, un guantazo es un guantazo. Yo no soy una estrella de cine. Soy una marca. Van Damme es como Levi’s. Allí donde vaya la gente me conoce por mi nombre, no por mis películas”.
Desde luego, nadie conoce ninguna película suya de los últimos años. Títulos como Justa venganza, Policías duros o Desafío a la muerte se amontonaron con secuelas de Soldado universal y Kickboxer (donde aparecía junto a Christopher Lambert, Mike Tyson y Ronaldinho) hasta que llegó JCVD. En aquel thriller francés el actor se interpretaba a sí mismo y culminaba con un monólogo mirando a cámara en el que lloraba mientras reflexionaba: “Yo no tengo la culpa de haber soñado con ser una estrella. Cuando estás en la cima solo quieres más. Mi sueño se hizo realidad y me di cuenta de que no significaba nada. Hoy todavía me pregunto qué he hecho en este planeta. Nada. No he hecho nada”. Tras décadas apaleando a los malos Van Damme se apaleó a sí mismo en un papel, el de estrella de acción acabada, que llevaba 20 años perfeccionando. El crítico de Time Richard Corliss ensalzó su trabajo como el segundo mejor del año, tras el de Heath Ledger en El caballero oscuro.
Desde entonces, Van Damme lleva una década explotando la nostalgia de la fantasía masculina que él personificó: documentales, Los mercenarios 2 (su personaje era el villano, así que se llamaba Jean Vilain), reality shows, anuncios (su “apertura de piernas épica” para un spot publicitario apoyado en dos camiones Volvo batió récords en 2015 con 35 millones de visualizaciones en YouTube en una semana, hoy lleva más de 100) y una serie de Amazon, Jean Claude Van Johnson, en la que satirizaba su propia miseria. Amazon organizó un estreno por todo lo alto en un cine de París: Jean-Claude Van Damme volvió a la pantalla grande gracias a una plataforma de televisión. Y él, claro, acudió a estreno acompañado de su madre. En la serie, el alter ego de Van Damme protagonizaba una adaptación mamporrera de Las aventuras de Huckleberry Finn y tocaba fondo cuando Steven Seagal le quitaba un papel.
Esta autoconsciencia y sentido de la parodia es lo que ha acabado salvando a Jean-Claude Van Damme de sus propios demonios. En vez de intentar aferrarse a su gloria del pasado, ha ridiculizado la virilidad hiperbólica que personificó. En 2016 recreó en el programa de Conan O’Brien su baile de Kickboxer. El vídeo acumula más de 44 millones de visionados. El motivo por el que O’Brien le pidió que bailase fue porque aquellos contoneos de Kickboxer resultan tan cómicos que se han viralizado varias veces acompañados de distintas canciones (el más popular es el que le pone a bailar al ritmo de Una vaina loca). Otro meme que resurge periódicamente es el del vídeo donde Van Damme baila con una azafata de un programa brasileño y sus vaqueros son tan ajustados que no pueden disimular su erección, que él trata de taparse abochornado. O, en España, el del vídeo de su participación en Qué apostamos dando patadas al aire para deleite de Antonia dell’Atte y Chiquito de la Calzada.
Hace unos meses Van Damme protagonizó el videoclip de AaRon Ultrarêve. En él seguía luciendo una forma física sobrehumana y bailaba a medio camino entre la elegancia y la vergüenza ajena, pero sobre todo disfrutando de cada segundo. Cuando Bruselas conmemoró a su hijo pródigo con una estatua de bronce, el actor deseó que “cuando la gente mire esta estatua no vea a Jean-Claude Van Damme, sino a un chaval de la calle que tuvo un sueño y lo consiguió”. El final feliz de esta historia no es solo que, a los 60 años, Jean-Claude Van Damme siga siendo lo que siempre deseó: famoso. El final feliz es que haya vivido para contarlo.
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