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Tras diez años de intentos fallidos, ¿se equilibrará por fin la encarnizada rivalidad entre los Lakers y los Celtics?

Llevan más de seis décadas curtiéndose el lomo con entusiasmo y con saña, asalto tras asalto, como si no hubiese un mañana. Pretenderse neutral o agnóstico en este duelo de esencias es una opción cobarde. Hay que elegir bando

Anthony Davis, jugador de los Lakers, tratando de lanzar el balón en un partido contra los Boston Celtics celebrado el pasado 23 de febrero en Los Ángeles.
Anthony Davis, jugador de los Lakers, tratando de lanzar el balón en un partido contra los Boston Celtics celebrado el pasado 23 de febrero en Los Ángeles.Agencia Getty
Miquel Echarri

Los Lakers tenían en la madrugada del sábado una cita con la historia. La suya y la del baloncesto. Si hubiesen conseguido derrotar a Miami Heat en el quinto partido de la serie final, hoy serían campeones de la NBA. Perdieron, pero el próximo lunes tendrán una nueva oportunidad. Lideran la serie por 3 a 2 y el anillo sigue a tiro. Si lo acaban consiguiendo, acumularán ya 17 títulos e igualarán a su némesis, el que lleva décadas siendo el equipo más laureado de la competición, los Boston Celtics. Cerrarían así una herida abierta y dejarían atrás de una vez por todas el síndrome de eternos segundones que arrastran desde mediados de los 60, la década en que los Celtics les pintaron la cara un año tras otro y pusieron tierra de por medio acumulando títulos a velocidad de crucero.

LeBron James es el principal artífice de este milagro contemporáneo, de esta resurrección acelerada de un club al que hace muy poco se auguraban años de miseria y sufrimiento. El alero de Akron, Ohio, aterrizó en Los Ángeles en julio de 2018. Los Lakers eran por entonces un desbarajuste institucional y deportivo, una espléndida fachada que ocultaba a duras penas una casa en ruinas. Necesitaban un jugador franquicia que les condujese a un nuevo círculo virtuoso y lo han encontrado en James, un depredador inmisericorde, un atleta excepcional cuyo gen competitivo permanece intacto a sus 35 años.

La vida está llena de decisiones trascendentes, de dilemas existenciales que definen una identidad e imprimen carácter. Se puede ser de izquierdas o de derechas, estoico o epicúreo, apocalíptico o integrado, beato o librepensador. Se puede ser de Lennon o de McCartney. Y los verdaderos aficionados al baloncesto se plantean tarde o temprano un dilema aún más acuciante, una cruel dicotomía en la que neutralidad no es una opción. Aquí no hay Suiza que valga. Se puede ser de casi cualquier equipo, incluso de los New York Pelicans. Pero en el mundo de la canasta existe una zanja, una trinchera trazada a fuego en el parqué, que separa a dos ejércitos rivales, dos maneras distintas de estar en el mundo y de entender el deporte y la vida: los Lakers y los Celtics.

Se puede (y se debe) ser de uno o del otro, nunca de los dos a la vez. Y pretenderse neutral o agnóstico en este duelo de esencias es una opción pueril y cobarde. Hay que elegir bando. El oro y la púrpura contra el trébol, la sonrisa californiana contra el orgullo irlandés, el showtime de Los Ángeles contra el baloncesto de sangre, sudor y lágrimas de la bahía de Massachusetts. Los Lakers son hedonismo visceral y los Celtics, moral católica. Ya dijo Bob Dylan que en esta vida hay muy pocas cosas realmente sagradas. Y el asunto que se traen entre manos desde hace décadas este par de pistoleros gemelos es una de ellas.

La suya es la rivalidad más encarnizada, legendaria y lírica de la historia del deporte. ¿He oído Real Madrid y Barcelona? Eso no son más que las dentelladas que intercambian un par de tiburones forzados a compartir la misma pecera. Ni siquiera el pulso centenario entre las selecciones de Argentina y Brasil alcanza semejante nivel de virulencia, de intensidad y de epopeya. Los Celtics son Joe Frazier y los Lakers, Muhammad Ali. Y llevan más de seis décadas curtiéndose el lomo con entusiasmo y con saña, asalto tras asalto, como si no hubiese un mañana.

La historia es bien conocida, pero vale la pena repasarla, aunque solo sea para constatar la magnitud de la hazaña, de la soberbia impugnación del orden natural que están a punto de perpetrar los Lakers, bajando a los Celtics del pedestal solitario en que se instalaron en la noche de los tiempos. Todo empezó en 1947, apenas un par de años después del final de la Segunda Guerra Mundial. Por entonces, dos empresarios de Minneapolis, Ben Berger y Moris Chalfer, compraron por 15.000 dólares un equipo de baloncesto en bancarrota, los Detroit Gems, y lo trasladaron a su ciudad, a orillas de los grandes lagos. De ahí lo de Lakers, el equipo lacustre, el orgullo de Minnesota.

Los Boston Celtics celebrando la victoria en el vestuario después de vencer a los Minneapolis Lakers en 1959.
Los Boston Celtics celebrando la victoria en el vestuario después de vencer a los Minneapolis Lakers en 1959.Agencia Getty

Cuando los dinosaurios dominaban la tierra

La nueva franquicia compitió al principio en la hoy disuelta NBL, una liga del Medio Oeste de muy sólida implantación rural y patrocinada por empresas como la General Motors, pero se incorporó muy pronto a una NBA que reunía a los equipos de los grandes núcleos urbanos. La nueva competición se convirtió muy pronto en su coto privado de caza. Dirigidos por un pionero brillante, John Kundia, los Lakers de Minneapolis se proclamaron campeones hasta en cinco ocasiones, en dura pugna con rivales tan pintorescos como los Rochester Royals, los Syracuse Nationals o los Baltimore Bullets.

Aquel era un baloncesto en blanco y negro, de una lentitud exasperante y marcadores raquíticos. Un juego dominado por hombres altos de técnica más bien rudimentaria y rodillas hechas trizas. Tipos como George Mikan, el gigante miope, lo más parecido a una gran estrella que tuvieron en nómina aquellos Lakers primerizos. Cuentan que en cierta ocasión una radio local anunció que iba a disputarse un partido “entre Mikan y los New York Knicks”. Sus compañeros, un tanto picados por esta concesión prematura a la lógica del star system, decidieron esperar a Mikan, que siempre llegaba tarde, junto a la puerta del vestuario y vestidos con ropa de calle: “George, hemos oído que hoy vas a jugar tú solo. Buena suerte, nosotros te esperamos aquí, ya nos contarás qué tal te ha ido”. La anécdota es apócrifa, pero ilustra a la perfección un dilema que persigue a los Lakers desde sus orígenes: las mejores individualidades no siempre son la base óptima para construir los mejores equipos.

La tiranía verde

El primer ciclo triunfal se truncó en 1959, un año antes del traslado de la franquicia a Los Ángeles. En su última temporada en Minnesota, los lacustres tropezaron por vez primera con la horma de su zapato: los Celtics de Red Auberbech, un equipo de virtuosos que se fajaban como estibadores portuarios y que contaban, además, con uno de los mejores defensores de la historia, el pívot afroamericano Bill Russell. Con Russell en la pintura y Auerbach sentando cátedra desde el banquillo, los bostonianos conseguirían 11 títulos en 13 temporadas. La mayoría de ellos, derrotando en la serie final a unos Lakers frustrados una y otra vez en su asalto al anillo pese a contar con jugadores del talento de Elgin Baylor o Jerry West.

“Durante años, llegué a odiar el verde”, reconocía West tras su retirada en 1974, “no me puse nunca una prenda de ese color. Me recordaba a los aborrecibles Celtics, su superioridad física y su arrogancia, la facilidad con que conseguían apabullarnos una y otra vez, los gritos de la afición de Boston cada vez que mordíamos el polvo”. Jerry fue un escolta pionero, un heraldo del baloncesto que estaba por venir. Con un excepcional manejo del balón, muy buena muñeca y un estilo vistoso, incisivo y rápido, contribuyó muchísimo a la evolución del juego en esos años 60 que resultarían cruciales en la transformación del baloncesto en gran deporte de masas. Sin embargo, Jerry solo pudo ganar un anillo, ya hacia el final de su carrera, en 1972, en una final que no les enfrentó a los Celtics, sino a los sin duda formidables pero mucho menos curtidos New York Knicks de Red Holzman.

Antes de ese éxito tardío, al escolta le tocó padecer un total de siete derrotas en las series finales. Incluida la de 1968, el año en que los Lakers se reforzaron con el fichaje de una futura leyenda, Wilt Chamberlain, también conocido como Goliat. Pero ni siquiera Chamberlain, un pívot de prestaciones termonucleares, un rifle de repetición en ataque y una mole de granito en defensa, fue capaz de quebrar la resistencia de los Celtics de Russell y Don Nelson.

Bill Russell, jugador de los Celtics, durante un partido en 1960.
Bill Russell, jugador de los Celtics, durante un partido en 1960.Agencia Getty

Amanecer púrpura

Lakers y Celtics siguieron compitiendo al máximo nivel durante la década de los 70 y en los primeros 80, pero no volvieron a cruzarse en una serie final hasta junio de 1984. Por entonces, los verdes de Boston acumulaban ya 14 títulos por ocho de los amarillos de Los Ángeles. El relevo generacional había transformado por completo ambas plantillas. K.C. Jones entrenaba a unos Celtics correosos y tenaces que contaban con el talento de Larry Bird, Kevin McHale o Robert Parish. Los Lakers del circunspecto estratega Pat Riley estaban a punto de dar el gran salto hacia el baloncesto del futuro y disponían de armas tan letales como Earvin ‘Magin’ Johnson, Kareem Abdul-Jabbar o James Worthy. Aquel era un duelo de estilos, de culturas deportivas y de tradiciones. Y no defraudó a nadie.

La serie empezó con una espectacular victoria de los Lakers, en un alarde de velocidad y precisión, pero acabó tensándose al límite en una sucesión de partidos cada vez más broncos y disputados al límite. Al final, como de costumbre, ganaron los Celtics, un equipo especializado en arrimar, una y otra vez, el ascua a su sardina en cuanto se acercaba la hora decisiva. Pero un hombre de sonrisa radiante, Earvin Johnson, supo curtirse en la derrota y jurar venganza. El número 32, uno de los mejores bases de la historia, supo encontrar en su odio deportivo a los Celtics el combustible que le acabaría propulsando a otro nivel. A él y a su equipo.

En verano de 1985, volvió a disputarse una serie final entre los mismos rivales. Por entonces, la prensa describía ya los choques de trenes entre Lakers y Celtics como clásicos instantáneos, y este nuevo duelo en la cumbre estuvo sin duda a la altura de las expectativas, contribuyendo a transformar la liga de baloncesto de Estados Unidos en un espectáculo de proyección global y aura mítica, en el juego que enamoró a millones de adolescentes de todo el planeta.

El sexto partido acabaría siendo el punto de inflexión decisivo. Hasta entonces, un brillante e hipermotivado Magic Johnson había sido el principal argumento con el que Lakers contrarrestaban el juego coral de los Celtics. Pero ese día tomó el relevo un Abdul-Jabbar en estado de gracia, autor de 29 puntos y clave en el conmovedor esfuerzo defensivo que permitió que los de Boston se quedasen en unos escuálidos 18 puntos en el tercer cuarto.

Las tornas habían cambiado. Los Lakers superaron sus complejos y se mostraron por fin capaces de defender con intensidad y eficacia en los instantes decisivos. Además, se alzaron con el anillo ganando en Boston, el escenario de sus peores pesadillas, y reduciendo al silencio a la estruendosa grada que tanto había traumatizado a Jerry West 20 años antes. En el 87, se repitió el guion, ya con unos Lakers pletóricos y unos Celtics en transición, que se resistían a la decadencia derrochando sudor y orgullo. Habían perdido fuelle. Los divinos 80, tan pródigos en baloncesto de leyenda, fueron terreno abonado para el showtime de Los Ángeles hasta la eclosión de los Detroit Pistons y los Bulls de Michael Jordan. Pero eso es otra historia.

Magic Johnson, con los Lakers, jugando contra los Celtics en la final de 1985.
Magic Johnson, con los Lakers, jugando contra los Celtics en la final de 1985.Agencia Getty

Los años del sorpaso

Los últimos capítulos de la rivalidad sin parangón llegaron ya en el siglo XXI. Los Lakers de Phil Jackson encadenaron tres títulos consecutivos entre 2000 y 2002 aupados sobre el rendimiento excepcional de un par de bestias jurásicas a las que resultaba imposible echar el lazo, el velociraptor Kobe Bryant y el brontosaurio Shaquille O’Neal. La capital mundial del baloncesto se trasladaba de nuevo a orillas del Pacífico.

Mientras sus rivales seguían reduciendo la brecha, los Celtics se intoxicaban de nostalgia y languidecían en la mediocridad más abyecta. Apeados de los play-off a las primeras de cambio, embarcados en continuos intentos de reconstrucción, se acabaron resignando con el tiempo a una dolorosa travesía del desierto que acabaría durando 22 años. En 2008, sin embargo, la secta del trébol irrumpía de nuevo en la élite gracias al trío que formaban Kevin Garnett, Paul Pierce y Ray Allen, que resultó un antídoto suficiente para Bryant, Lamar Odom y Pau Gasol. Doc Rivers supo inyectarle a su equipo el orgullo partisano del clan de los irlandeses. Los de Boston se proclamaban campeones en una serie épica y elevaban el listón a 17 anillos por 14 de los angelinos.

Luego vendrían el último par de títulos teñidos de oro y púrpura, en 2009 y 2010, con la Mamba Negra como protagonista estelar y Andrew Bynum, Ron Artest o de nuevo Gasol ejerciendo de secundarios de lujo. Ese par de éxitos pusieron a los Lakers a un solo peldaño de igualar, por fin, el palmarés de los Celtics. Faltaba tan solo rematar la faena. Pero ese decimoséptimo anillo, el que equilibrará (si es que llega) el marcador histórico, se resiste desde hace una década. LeBron y su círculo virtuoso lo han puesto a tiro. Podría ser cuestión de un par de días. Lo dicho, el showtime de Los Ángeles tiene una cita con la historia..

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