¿Quién vela por el patrimonio en España? Solo estas aguerridas asociaciones (y ninguna corporación pública)
Centenares de agrupaciones centradas en denunciar desmanes urbanísticos compensan la ausencia de una entidad paraguas unificadora de esfuerzos
Algo que caracteriza a los activistas en defensa del patrimonio cultural en España, y prácticamente solo a ellos, es por qué no están agrupados en una gran red estatal. Las respuestas apuntan a menudo al ámbito de las explicaciones sociológicas. España, a diferencia del Reino Unido o Italia, no sería un país proclive a unirse para defender el legado de generaciones pasadas. Y eso que un análisis de partida puede apuntar a lo contrario: con 49 lugares declarados Patrimonio Mundial por la UNESCO, es, tras China e Italia, el tercero con mayor número de reconocimientos. Asociadas, serían centenares de belicosas entidades locales centradas en denunciar desatenciones y desmanes urbanísticos, que compensarín la ausencia de una entidad paraguas unificadora de esfuerzos e incluso administradora de parte de los bienes.
La referencia del mundillo suele ser el National Trust británico, tanto por la preservación que promueve como por ser un modelo de explotación sostenible. Fundado por tres filántropos victorianos en 1895, nació con el objetivo de garantizar a la clase trabajadora lugares naturales de esparcimiento. “Es el verdadero paradigma. En él se inspiran la mayor parte de organismos nacionales, públicos o privados, que han aparecido en las últimas décadas”, apunta Miquel Rafa, director de Territorio y Medio Ambiente de la Fundación Catalunya-La Pedrera. Con seis millones de miembros, 700 millones de euros de presupuesto y la titularidad de 300 monumentos, una superficie superior a la de la provincia de Bizkaia y 1.200 kilómetros de costa, el National Trust ejerció también de inspiración para la asociación catalana Territori i Paisatge.
Creada en 1998 en el seno de la desaparecida Caixa Catalunya, contó por ello con “recursos excepcionales”, precisa Rafa. “No siempre se dispone de importes millonarios para comprar fincas”, ironiza este biólogo con más de dos décadas de experiencia como conservacionista. En apenas cinco años, la entidad, el ejemplo más ambicioso de crear en España una gran red de gestión patrimonial, se hizo con 7.000 hectáreas de desfiladeros, montañas y bosques. Hoy está diluida en la fundación privada propietaria y gestora del emblemático edificio gaudiano de Gràcia, de donde proceden parte de los recursos para su mantenimiento. En las dos últimas décadas, sin embargo, su superficie en propiedad apenas ha variado, lo que señala las dificultades de este tipo de proyectos para crecer sin aportes externos.
Por esa razón, ensayan desde hace años lo que denominan “acuerdos de custodia”. Se trata de contratos con entidades públicas o con particulares para gestionar entornos naturales. Estas colaboraciones les autorizan a realizar visitas guiadas u otras actividades con la que costean parte del mantenimiento de los espacios; a cambio, en ocasiones deben abonar peajes a los propietarios en forma de trabajos de conservación. Se apoyan para ello en 1.500 voluntarios ambientales de los 22.000 que existen en Cataluña, según estimaciones de la Xarxa de Conservació de la Natura. Por ahora cuentan con 39 terrenos y casi 300 hectáreas en custodia, y creen que su modelo es aplicable a otros bienes culturales. “Hay monumentos en el Estado que fundaciones u ONG, con acuerdos similares, gestionarían con gran eficiencia”, apunta Rafa.
Junto con estos contratos, otro elemento que algunos de los activistas consultados consideran positivo son las ventajas fiscales, habitual caballo de batalla en los debates acerca de si España debería contar con una ley de mecenazgo. La referencia aquí es la Fondation du patrimoine francesa, una entidad público-privada que concede placas a propietarios que reforman viviendas o jardines de valor histórico y determinadas características, como ser visibles desde la vía pública. La distinción les permite desgravar gran parte de los trabajos y no exige de los bienes que estén reconocidos como monumentos, lo que permite una recuperación en cascada de patrimonio. En España, es sobre todo en el capítulo de donaciones donde existen beneficios tributarios, pero el Ministerio de Cultura tiende a considerar el mecenazgo, tal y como aclara en su web, como “una actividad altruista”.
Sin embargo, las cuestiones fiscales no son el principal factor que condiciona el estado del patrimonio español, razona Sergio Cebrián, activista en diversas asociaciones. “Las pocas facilidades contributivas conviven con la ausencia de un ente proveedor de fondos estatales y con una filantropía, en empresas y en el ciudadano medio, muy limitada”, sostiene. Hay, con todo, un dato positivo: el auge de los micromecenazgos, especialmente en el medio rural, que parece consolidarse. “Los donantes perciben que su contribución tiene un efecto directo, y eso es muy sugerente”, justifica. Restauraciones como la del artesonado mudéjar de la iglesia de Valcabado del Páramo (León) o la del retablo de la de Quintanilla de Riofresno (Burgos), proyectos en un comienzo desconocidos más allá de sus comarcas, se han puesto en marcha gracias a centenares de pequeños donantes y abren un horizonte a otras iniciativas, aunque también las ha habido que no han prosperado.
El fenómeno trasciende las habituales campañas de denuncia, el mayor reto del asociacionismo junto con crear redes que se extiendan más allá de comunidades locales. Este segundo objetivo está todavía sin desarrollar, “pese a que los mimbres son los adecuados”, asegura Alberto Fernández D’Arlas, presidente de Áncora, asociación privada sin ánimo de lucro dedicada a proteger el patrimonio arquitectónico de San Sebastián. “Existen preocupaciones comunes, como la falta de recursos o la opacidad en el acceso a expedientes urbanísticos”, explica. En España hay secciones estatales de asociaciones internacionales como Europa Nostra o ICOMOS, asociada a la UNESCO, pero no una red que una a voluntarios locales.
No se trata de una situación que se explique por la falta de recursos. La financiación es, de hecho, un capítulo que despierta opiniones contrapuestas. Algunas asociaciones no aspiran a recibir subvenciones para no ver cuestionada su autonomía. Sí hay consenso, en cambio, en que las Comunidades Autónomas no deberían torpedear que estas entidades sean declaradas de utilidad pública, un trámite que les reconoce el derecho a asistencia jurídica gratuita. “En un escenario de tanto litigio como el español, es un ataque a nuestra línea de flotación”, afirma Alberto Tellería, de Madrid, Ciudadanía y Patrimonio, agrupación de asociaciones que carece de la distinción.
Precisamente a esta entidad se refiere Pilar Biel, coordinadora del máster en Gestión del Patrimonio Cultural de la Universidad de Zaragoza, para condensar la tarea de estos pequeños grupos de voluntarios. “No solo difunden el legado del pasado para el disfrute de todos; en muchos casos desenmascaran manipulaciones sutiles, por ejemplo en planes de ordenación urbana, que buscan el privilegio de unos pocos”, sostiene. La principal ventaja del atomismo de las organizaciones es la detección de intervenciones problemáticas sobre el patrimonio, por definición locales. Sin embargo, la gran casuística que las ampara dificulta la reacción de las entidades, que por su misma estructura cuentan con escasos recursos. De ahí que el grueso del movimiento asociativo salude iniciativas como la que en 2020 llevó al Parlament de Cataluña a aprobar una ley de ordenación del litoral que incluía la creación de un Conservatori del Litoral encargado de realizar compras públicas de suelo para salvarlo de la especulación. La norma, cuya suspensión fue levantada en septiembre por el Tribunal Constitucional, se inspiraba para idear este organismo en el ejemplo francés del mismo nombre, que gestiona unos 50 millones de euros al año.
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