Contra el fútbol
Para un futbolista, vivir rodeado de un vasto jardín de césped ¿no sería como llevarse el trabajo a casa?
Casas de futbolistas. Poco se habla de vosotras para el daño que habéis hecho. Como dice el cineasta Marc Ferrer, cuando una película contiene una mala actuación es una película imperfecta, pero si contiene muchas malas actuaciones podemos hablar de estilo. Me atrevo a afirmar, pues, que las mansiones de los futbolistas, que son, sin duda, una gran sucesión de malas performances, componen un estilo arquitectónico en sí mismas.
Como recordaréis, las residencias de los astros del balompié empezaron a enseñar su blanca patita a finales de los noventa y acabaron mostrando los dientes en la primera década de los dosmiles, cuando todo se volvió un poco locatis. Y así hasta hoy. Pasan las décadas y ante nuestros ojos se despliegan los mismos suelos de mármol pulido, las mismas barandillas de cristal (en interior y exterior), los mismos budas en el jardín, las mismas piscinas desbordantes, las camas balinesas, el derroche de acero inoxidable, los blanquísimos sofás, el mismo arte pésimo –arte de tercera división para jugadores de primera. Por supuesto nada anterior al siglo XXI, casi siempre remedos de Basquiat a gran formato pintados por artistas urbanos emergentes, ¿por qué tantos artistas de medio pelo hacen basquiats?–, las mismas cocinas asépticas, la misma ausencia de libros, la misma densidad de LEDs, el mismo tedio domótico.
Estas viviendas, que suelen caracterizarse por ser un conjunto de cubos mal dispuestos en medio de un campo de césped con un paisajismo de tres al cuarto, son como el fast retail de la arquitectura, la copia mala de la obra de firma, el quiero y no puedo, la catetada infinita. Por cierto, para un futbolista, vivir rodeado de un vasto jardín de césped ¿no sería como llevarse el trabajo a casa? Pregunto.
Las casas del fútbol son tramposas porque nos venden lujo hortera tratando de hacer passing de minimalismo —como se diría en argot drag— y tratan de colarnos su falso buen gusto por el larguero. Por caer, me caen mucho mejor sus primos, los casoplones de nuevo rico con bien de molduras y pan de oro, candelabros de pedrería y réplicas de chimeneas rococó. Si habéis visto el documental The Queen of Versailles, sabéis a qué me refiero. Al menos ellos no tratan de engañar a nadie con esa opulencia anacrónica que tansmite una honestidad entrañable, decadente y kitsch.
Esta gente (los futbolistas), que tiene todo el dinero del mundo para encargarle su casa a cualquier Pritzker y el paisajismo de la parcela a Piet Oudolf, ¿en serio tienen que pedírsela a arquitectos con el armario lleno de pashminas declinadas en todo el espectro Pantone y pantalones pitillo? Mirad, no me entra en la cabeza. Como contrapunto, acabamos de ver —yo aún estoy frotándome los ojos— el caso de Kim Kardashian confiándole el proyecto de su mansión en Palm Springs a Tadao Ando. Por mucha “arquitectura de la venganza” contra el pobre Kanye que esto suponga, como Diego Parrado dijo con tino en ICON Design, me quito el sombrero. Ella sí que sabe. Gol para KK.
Como daño colateral, además, este tipo de viviendas ejerce de role model habitacional para la España tronista, esa España de materialismo salvaje y ceja depilada. La España a la que la testosterona le chorrea por las orejas, que ve en esos espacios diáfanos e hiperpulidos la cúspide de sus aspiraciones vitales. Las mansiones del fútbol, en fin, bien podrían ser el decorado de una escena horrible en una novela de Bret Easton Ellis pero, ay, La Moraleja no es El Valle, La Finca no es Beverly Hills, Ciudalcampo no es Hollywood, Sant Cugat no es Los Feliz, Castelldefells no es Venice ni Sitges Santa Monica. Esos cubos cortados al láser son simples contenedores de vacío existencial, sepulcros blanqueados, níveos agujeros negros que absorben el minimalismo y lo transforman en la mediocridad más absoluta.
Cómo me gustaría que todas las casas de futbolistas estuvieran construidas sobre un cementerio indio. Ya me entendéis.
Puedes seguir ICON en Facebook, Twitter, Instagram, o suscribirte aquí a la Newsletter.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.