Por qué ‘Jungla de cristal’ es la mejor película de arquitectura que se ha filmado nunca (y además navideña)
Nakatomi Plaza, el imaginario rascacielos en el que Bruce Willis desespera a un comando terrorista, funciona como protagonista por su capacidad de intervención, no porque sea icónico o carismático


El 25 de diciembre es una fecha ideal para defender ideas que, en cualquier otro momento del año, exigirían una habitación acolchada, un amigo que te quite las cerillas y, como mínimo, una copa antes de empezar a hablar. El cuerpo pide sofá, pelar gambas, siesta estratégica de 40 minutos que acaba siendo de dos horas y una discusión doméstica de bajo voltaje sobre si el lavavajillas admite media carga o eso es una superstición burguesa. Y, sin embargo, aquí estamos, porque hay verdades que solo se pueden decir cuando el mundo baja la guardia, la agenda se suspende y la programación televisiva se rinde definitivamente a los anuncios imposibles de perfumes igualmente imposibles. Aquí va una: Jungla de cristal es una excelente película navideña y, además, la mejor película de arquitectura que se ha filmado nunca.
Esto que estoy haciendo es una afirmación literal, técnica y bastante seria, aunque venga envuelta en metralletas, chistes malos y un señor con camiseta interior, descalzo y sangrando por una moqueta corporativa que costó más que tu coche. También ayuda a la confusión que este debate se haya tratado históricamente con el mismo rigor intelectual que decidir si Gremlins cuenta como cine infantil o como amenaza velada a la crianza responsable. La diferencia es que aquí hay estructura. Literalmente. Hormigón, acero, conductos y una sección que manda.
La arquitectura, cuando aparece en el cine, suele hacerlo disfrazada. A veces va vestida de decorado bonito: edificios icónicos, a menudo firmados por arquitectos famosos, tan bien iluminados que parecen pedir perdón por existir, como si temieran distraer al espectador de los sentimientos importantes, esos que siempre ocurren delante de ventanales carísimos. Otras veces adopta el disfraz del arquitecto-artista: atormentado, incomprendido, siempre a dos cafés de una gran idea y a uno de una crisis existencial, con ojeras que podrían tener código postal propio. Ambas opciones han dado películas estupendas. Ambas esquivan cuidadosamente la arquitectura tal y como funciona en la vida real, que incluye decisiones heredadas de gente ya jubilada, sistemas que nadie entiende del todo y reuniones en las que alguien pregunta, con una sonrisa, si “eso no se podría hacer más barato”.

Por eso Gattaca, por ejemplo, es tan hermosa como remota. Su arquitectura —de Frank Lloyd Wright, nada menos— es impecable, afilada, perfecta para caminar con un traje de Armani (dato no menor: el vestuario es, efectivamente, de Armani) mientras miras al futuro en silencio y con cara de haber entendido algo importante. Funciona como un traje caro: estiliza, acompaña y jamás interfiere. Y por eso El Brutalista o El Manantial, con toda su potencia, usan la arquitectura como un oficio intercambiable. Cambias planos por lienzos o partituras y la película sigue respirando igual. El drama está en el creador, no en el oficio, ni en el pequeño detalle de que los edificios, a diferencia de los poemas, se caen si haces trampas.

Jungla de cristal entra por otra puerta, una que suele estar señalizada como “Solo personal autorizado” y que casi nadie mira porque todo el mundo va directo al hall. Aquí el edificio interviene directamente en la acción. La genera.
Para empezar, Nakatomi Plaza es un rascacielos concreto, situado en un lugar preciso y en un momento muy específico del desarrollo urbano de Los Ángeles. Un rascacielos de los años ochenta, que en Los Ángeles significa algo así como “alto, pero sin fliparse” y “corporativo, pero todavía orgulloso de ser nuevo”. Está relativamente aislado, como una maqueta a escala uno a uno olvidada sobre una mesa. No forma parte de un skyline; lo inaugura. Y eso importa más de lo que parece.
Ese aislamiento convierte el edificio en un ecosistema cerrado. Lo bastante lejos como para que la policía llegue tarde. Lo bastante solo como para que todo lo que pase dentro tenga que resolverse dentro. Si Nakatomi Plaza estuviera incrustado en Manhattan, la película duraría 15 minutos y terminaría con alguien gritando: “¡Hay un protocolo para esto!”. Aquí, en cambio, el edificio puede desplegar su personalidad, que es una forma educada de decir su sección.

Porque Nakatomi Plaza está a medio terminar. Hay plantas acabadas y plantas que parecen una visita guiada al alma del edificio. Conductos, hormigón visto, armarios de instalaciones, falsos techos que aún no fingen ser cielo. El edificio se muestra en su momento más honesto, justo antes de que lo maquillen para la foto institucional. Cualquier arquitecto reconoce ese instante exacto en el que todo funciona y nadie quiere verlo.
Por esos espacios se mueve John McClane como un técnico de mantenimiento con estrés postraumático. Circula por donde circula la técnica, no por donde lo hace el poder. Y ahí está la clave: McClane sobrevive gracias a ese sistema oculto, pero esencial, del edificio. Gracias a recorridos secundarios, a conductos de aire acondicionado, a patinillos, a espacios pensados para ser invisibles. El héroe no gana por fuerza, gana por sección, que es una frase que debería imprimirse en camisetas y repartirse en primero de carrera.
En cualquier edificio de cierta altura y complejidad, la sección separa circulaciones, y las circulaciones separan mundos. La gente entra por el lobby, un espacio diseñado para tranquilizar accionistas y desorientar visitantes; mientras las cosas entran por el sótano. La carga, la logística, todo eso que jamás sale en los renders porque no queda bien con tipografía fina, circula por abajo, por el subsuelo funcional donde la épica se convierte en manual de instrucciones. Hans Gruber y los suyos lo entienden desde el minuto uno y entran por los dos extremos de Nakatomi Plaza: con teatralidad armada en el lobby y con eficacia casi administrativa en los sótanos. Allí aparcan un camión que luego parirá a una ambulancia, un truco viejo y perfecto. Ese sótano, invisible por definición, se convierte en el lugar donde todo es posible, precisamente porque nadie mira, nadie pregunta y nadie cree que ahí pueda estar pasando lo importante.

Es ahí donde el edificio deja de ser escenario y empieza a comportarse como personaje. Esa separación de circulaciones no es solo funcional o estética, es una forma de ordenar el mundo, de decidir qué se ve y qué se oculta, quién manda y quién corre. Aquí la arquitectura distribuye poder, crea ventajas, fabrica trampas. McClane aprende a leer el edificio sobre la marcha; los villanos creen haberlo leído entero antes de entrar. El conflicto aparece en ese margen mínimo, ese lugar donde alguien pensó que no hacía falta comprobar nada más. Como en casi cualquier obra, por cierto.
Una vez aceptada esta lógica, todo lo que ocurre después resulta perfectamente razonable. El edificio actúa con una coherencia implacable consigo mismo. Todo funciona como se diseñó. Funciona de verdad. Nakatomi Plaza no falla, opera con eficacia. Y por eso permite que todo se descontrole, por eso el desastre es tan eficiente. Y tan divertido para el espectador, que en el fondo también disfruta cuando las cosas bien hechas se llevan al límite.

A veces me preguntan cuál es el mejor libro de arquitectura que se ha escrito nunca y yo suelo decir que es Crematorio, de Rafael Chirbes, una novela que no veremos en los estantes de arte y arquitectura de las librerías. Pero lo es. Chirbes escribe sobre lo que la arquitectura produce cuando se solidifica en territorio, dinero y costumbre. Sin arquitectos estrella ni edificios singulares. Solo decisiones espaciales repetidas hasta que se vuelven paisaje moral. Jungla de cristal hace esencialmente lo mismo, pero con villancicos y alemanes educadísimos disparando con metralletas. Es una película de arquitectura en el sentido más estricto y menos académico posible. Avanza sin teorizar, confiando en que el edificio se explique solo. Y lo hace. Con ascensores, escaleras, cristales, sótanos. El rascacielos funciona como verdadero protagonista por su capacidad de intervención, no porque sea icónico o carismático. Nakatomi Plaza impone recorridos, limita opciones, decide quién manda y quién corre. Practica la arquitectura en lugar de hablar de ella.
Ah, y sí, también es un estupendo filme navideño. Y es algo que tiene que ver con el tiempo, no con el atmosférico sino con el otro. Veamos, tanto en el guion de Jeb Stuart y Steven E. De Souza como en la dirección de John McTiernan, hay un conocimiento profundamente arquitectónico del tiempo. No solo en la exquisita colocación de pausas entre la trepidación general (la escena del paseo sobre cristales es un ejemplo formidable de cómo entender el ritmo narrativo) sino en el propio ecosistema que da forma a la película: la noche de Navidad. Esencialmente el único día del año en el que el edificio estará vacío, o casi vacío. Y allí, y entonces, la fiesta de empresa que se despliega como ritual previo al colapso. La arquitectura corporativa está pensada para el día, para el horario, para la representación del orden. De noche, y en Navidad, se vuelve porosa, ingenua, un poco pueril en su fe tecnológica. Como si nadie hubiera previsto que se pudiese usar el edificio para algo que no fuera trabajar o fingir que trabaja. Un espacio pensado para la rutina que se queda sin rutina, y ahí es donde se ve cómo funciona de verdad.
Así que este 25 de diciembre, si alguien insiste en que Jungla de cristal no es una película navideña, pueden intentar explicarle lo del párrafo anterior. O pueden hacer algo mejor: mirar a ese rascacielos a medio hacer, plantado en Los Ángeles como una certeza prematura. A sus conductos, a sus ascensores, a su azotea escenográfica, a su lobby impecable y a su sótano invisible. Ahí, entre tubos y moquetas corporativas, está una de las lecciones de arquitectura más honestas que ha dado el cine. Y además explota. Que siempre ayuda a fijar conceptos.
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