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Pueblos fantasma
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Quien se lleve algo de aquí sufrirá innumerables desgracias: la maldición de Bodie, el pueblo fantasma más famoso de California

Visitar este remoto lugar del valle de Willow Creekes es como colarse en un sueño detenido en sepia. Todo está ahí: las casas, los objetos, las estufas a medio consumir, las cartas sin abrir... Y la advertencia sigue siendo la misma: no toques nada

Bodie pueblo fantasma California
Pedro Torrijos

A finales del verano de 1859 −un verano que seguramente era caluroso, polvoriento y lleno de tipos con sombreros de ala ancha que sudaban por debajo del cuello de la camisa− un grupo reducido pero bastante convencido de buscadores de oro decidió meterse en el valle de Willow Creek, un lugar remoto al norte de California cuya única carta de presentación era que, hasta ese momento, no había absolutamente nada allí salvo árboles, piedras, silencio, y la posibilidad (pequeña pero persistente) de encontrar algo enterrado que pudiese cambiarte la vida.

Uno de ellos era William S. Bodey, un pistolero retirado que no buscaba tanto redención como una jubilación con algo más de dignidad que una partida de cartas en un porche desvencijado en Nevada. Buscaba oro, sí, pero también un poco de paz. Y la encontró. Encontró las dos cosas, de hecho.

Bodey encontró oro y también plata junto a un riachuelo sin nombre, porque aquí ni los ríos tienen identidad hasta que alguien importante los bautiza o muere al lado, pero tres días después, el clima decidió dejar de ser clima y convertirse en artefacto narrativo: una tormenta de nieve −una tormenta de nieve, en octubre, en California, como si el tiempo hubiese decidido reinterpretar Fargo con cien años de adelanto− cayó sobre el valle y lo cubrió todo.

Los otros se refugiaron como pudieron en una cueva. Bodey, no. Bodey decidió que iba a salvar el oro. Porque, claro, había venido a por eso. Pero los fardos pesaban. Y él era mayor. Y la nieve era profunda. Resultado: al día siguiente, encontraron su cadáver helado bajo un montículo blanco y lo enterraron allí mismo, rápido y sin ceremonia. Pero eso sí, no sin antes quitarle todo el oro. Porque, bueno, él ya no iba a usarlo, ¿verdad?

Aquí es donde la historia se convierte en leyenda: lo que nadie sabía es que ese acto −ese pequeño saqueo, ese “ya que estamos”− fue, al parecer, el equivalente espiritual a abrir la caja de Pandora con una palanca oxidada. Y el castigo no iba a llegar de inmediato, porque las maldiciones, como los mejores platos de cocina lenta, se cocinan a fuego muy, muy bajo.

Un año después, la veta seguía rindiendo. Así que fundaron un pueblo. Lo llamaron como a su antiguo compañero. Pero como nadie sabía muy bien cómo se escribía el apellido del difunto —porque nadie se había molestado en preguntárselo o en anotarlo, lo cual es muy del espíritu de frontera americana—, lo escribieron como sonaba: Bodie. Y así se quedó.

Durante un tiempo, las cosas fueron razonablemente bien. En 1890, apareció un filón enorme y el lugar se convirtió en una pequeña ciudad con más de 10.000 habitantes registrados oficialmente (y una cantidad probablemente igual o mayor de gente que prefería no aparecer en ninguna lista oficial por motivos legales). Bodie lo tenía todo: 65 saloons (bares típicos del lejano Oeste) —sesenta y cinco, no es una errata—, 40 tiendas de comestibles y materiales, 10 bancos, tres funerarias, dos bandas de música y una cárcel. Faltaban un Ikea y un Zara, pero por lo demás era bastante autosuficiente.

Y como suele ocurrir cuando se mezcla oro, whisky, armas y testosterona sin supervisión ni código civil, las cosas se fueron un poco de madre. Las peleas y los tiroteos eran parte de la rutina. Bodie ganó fama de tierra sin ley y sus habitantes fueron bautizados (con cierta admiración y mucho miedo) como The Bad Men of Bodie. Y probablemente lo eran. O al menos estaban en prácticas para conseguirlo.

Entonces, como si todo esto fuera parte de una narrativa bien escrita con principio, desarrollo, clímax y castigo final, llegó el incendio.

Para 1912, ya casi no quedaba nadie. El oro escaseaba, los saloons cerraban uno a uno, el último periódico local había pasado de siete páginas a dos y media, y la gente se había empezado a largar con todo lo que pudiese caber en un carro. O incluso con cosas que no cabían, pero da igual. El caso es que alguien, no se sabe quién, provocó un fuego en una de las minas más viejas. Y arrasó el pueblo. Casi todo. Lo único que quedó milagrosamente intacto fue la iglesia, hecha de madera pero respetada por las llamas. ¿Casualidad? ¿Mensaje? ¿Pobre planificación urbanística? Elijan su propia interpretación.

Las leyendas locales −que son como los rumores pero con marketing− cuentan que algunos de los últimos habitantes se refugiaron en esa iglesia y vieron, paseándose entre las llamas, al viejo pistolero. O a su fantasma. O a su concepto fantasmagórico. Y que escucharon su voz: “Que os sirva de aviso. NO TOQUÉIS LO QUE ES MÍO.” Que lo dijo en mayúsculas.

A partir de ahí, Bodie entró en modo fantasma literal y figurado. Se fue vaciando. Y se fue instalando una superstición que, como todas las supersticiones útiles, venía con manual de instrucciones. Quien se llevase algo del pueblo −un clavo, una piedra, una cucharilla con restos de sopa de 1910− sufriría innumerables desgracias: enfermedades, muertes, divorcios. Así que los últimos en irse lo dejaron todo exactamente como estaba. Como si esperaran volver al día siguiente. Como si temieran que un solo movimiento, un solo gesto de apego, les condenase. Y por eso hoy, cuando uno visita Bodie, parece que alguien ha pulsado el botón de pausa en 1942, que fue el año en que se abandonó definitivamente.

En 1961 lo inscribieron en el Registro Nacional de Lugares Históricos y, en 1962, lo convirtieron en parque estatal (el Bodie State Historic Park). Y aquí es donde la historia pega un giro de guion que ni en los mejores sueños de M. Night Shyamalan. Porque resulta que lo de la maldición no era exactamente real; más bien totalmente falso. Fue un invento creado y promovido por los propios guardas del parque.

¿Por qué? Pues porque la gente, en los años sesenta y setenta, era como es ahora pero con pantalones de campana: entraban en Bodie, veían una vajilla centenaria, y decían cosas como “Kevin, agarra eso que lo ponemos en la estantería del salón”. Se llevaron tarros, platos, relojes de péndulo. Un piano. Literalmente, alguien se llevó un piano. Así que los guardas, desesperados, inventaron el bulo de la maldición para ver si, con suerte, la gente se cortaba un poco.

Y funcionó. Un tiempo. O sea, sí, cada semana llegaban al parque cartas de arrepentidos y paquetes misteriosos con clavos, platos, cubiertos y hasta retrovisores, junto a notas manuscritas que decían: “Perdón, desde que cogí esto de Bodie, me va todo mal”. Pero el asunto acabo deviniendo en otra maldición: la del turismo irónico. El turismo meta. El que roba cosas solo para luego devolverlas en plan “mira qué gracioso soy, me ha poseído el espíritu de William Bodey y ahora me arrepiento”.

Así que, cansados de todo esto, hace unos pocos años, los responsables del parque decidieron dejar de contar la historia. Borrar la leyenda y permitir que el pueblo se oxide en paz.

Hoy, visitar Bodie es como colarse en un sueño detenido en sepia. Todo está ahí. Las casas, los objetos, las estufas a medio consumir, las cartas sin abrir. Y la advertencia sigue siendo la misma: no toques nada. No muevas nada. No te lleves nada. Y no por la maldición, sino porque no es tuyo, Kevin.

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Sobre la firma

Pedro Torrijos
Pedro Torrijos es escritor, arquitecto y crítico cultural. Es director del podcast del Museo ICO y colaborador habitual en medios. Sus últimos libros son 'Territorios improbables', 'Atlas de lugares extraordinarios' y 'La tormenta de cristal'.
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