“Esto no es Disneylandia”: luces y sombras de vivir en la Muralla Roja de Calpe, el lugar más ‘instagrameable’ de España
A la vez que se celebra el año de Ricardo Bofill, una de sus obras más icónicas ve cómo el reconocimiento internacional y su popularización en series, videoclips y redes sociales convierte el día a día en una molestia para los vecinos
Sellos que conmemoran la vida y muerte de personajes ilustres, Juegos Olímpicos, gestas militares, inventos maravillosos y obras de arte. Algunos recuerdan acontecimientos trascendentales inolvidables y otros a gobernantes inútiles a los que preferiríamos olvidar. Estampitas con retratos de reyes y reinas, de príncipes y princesas, y también con emblemas de partidos políticos republicanos. Y, por supuesto, sellos con arquitectura moderna. El pasado 15 de febrero la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre presentó su homenaje filatélico a la Muralla Roja de Calpe (Alicante) como celebración del 50 aniversario de su construcción. Millones de likes han convertido el proyecto de Ricardo Bofill en un icono, miembro de pleno derecho de un imaginario colectivo que trasciende la arquitectura y que inspira a todo tipo de artistas, marcas multinacionales, creadores de videojuegos y series de televisión como El Juego del Calamar. Ha pasado medio siglo, pero es difícil imaginar un edificio más contemporáneo.
Suave, fresca y rosa, la Muralla Roja se apropia con actitud pop de las arquitecturas sin arquitectos de los pueblos mediterráneos y las casbahs del Magreb. Compacidad y densidad: ahí reside el encanto de esta fortaleza. La planta es un emocionante ejercicio de modularidad que permite encajar con implacable disciplina euclidiana medio centenar de apartamentos de distintos tamaños y configuraciones. Viviendas y espacios comunes se conectan por un laberinto de escaleras, patios y terrazas que fomentan los encuentros entre vecinos y favorecen la ventilación natural. Un viaje inolvidable que termina en la piscina cruciforme de la cubierta.
“Me enamoré del edificio. Y sigo enamorada”, nos cuenta Isabel, que compró un apartamento en 1971, cuando la Muralla Roja estaba todavía en obras. “Era un edificio familiar. Podía dejar a los niños con los vecinos, nos reuníamos en las terrazas y hacíamos paellas en el jardín. También había un bar precioso, El Capitán, y un restaurante indio chiquitín, El Mandala, que regentaba Armida″. Isabel se acuerda de Giorgio, un italiano que organizó un festival psicodélico en el que los vecinos se vistieron con tules y llevaban antorchas mientras sonaban mantras tibetanos. O de cuando Denny Laine, el guitarrista de los Wings, pasó un verano en el edificio y montó un concierto improvisado con vecinos y chavales del pueblo. “Se me ponen los pelos de punta. Éramos muy felices”, dice emocionada.
También lo recuerda así Ank, “un mesetario necesitado de mar” que veraneaba en Calpe desde niño. Conoció la Muralla Roja en sus orígenes, cuando todavía estaba en construcción y sin pintar. “Me pareció un sitio epatante, aunque en su momento los colores no me parecieron magníficos. Un poco chicle”, dice entre risas. Enamorado del ambiente bohemio que vivió en la localidad alicantina, hace diez años se compró un apartamento. “Algunos llevaban en venta desde hacía mucho tiempo y no se vendían. El edificio estaba un poco descuidado. Fue una decisión arriesgada”, comenta. Sin embargo, pronto sintió que había acertado. “Es como vivir en una escultura rodeada de jardines. Cómo pega el sol, las sombras en los patios... es increíble. Desde mi ventana veo el Mediterráneo, y solamente escucho las gaviotas y las chicharras. La zona es muy tranquila. O al menos, lo era”.
Una muralla para resistir el asedio
Sumido en un plácido olvido durante décadas, sus vecinos fechan el inicio de su sobreexposición mediática en 2014, después del rodaje de un anuncio para una marca de zapatos. Desde entonces, la Muralla Roja ha sido objeto de multitud de spots publicitarios, películas y videoclips. “Cobramos 3.000 euros por día de rodaje. No debe de ser muy caro, porque todas las semanas tenemos dos o tres”, cuenta Salvador Ros, propietario desde 1972 y actual presidente de la comunidad de vecinos. Esta fuente de ingresos es fundamental para asumir los elevados costes de mantenimiento de los espacios comunes. “El año pasado se recaudaron 140.00 euros que se invirtieron íntegramente en pintar el edificio. En total, nos ha costado cerca de medio millón”, explica.
El dudoso honor de ser “el lugar más instagrameable de España” altera la vida de sus vecinos. La procesión permanente de curiosos obligó a la propiedad a vallar el edificio, lo que tampoco parece disuadir a los “moscones”, como los llama Salvador. “Ha habido broncas. La gente se intenta colar y cuando los queremos echar, algunos se ponen agresivos. Avisamos a la Guardia Civil todos los días, pero ya no nos hacen caso”, lamenta. “También los hay que intentan saltar la valla y se hacen daño. Yo he tenido que llamar al SAMUR en dos ocasiones”, apunta Isabel.
La instalación de la valla desencadenó un agrio episodio de disputas legales por la parcela del edificio que mantiene a los vecinos de la Muralla Roja y al ayuntamiento de Calpe enfrentados. Y, por si fuera poco, está el problema de su explotación con fines turísticos. Aunque algunas administraciones están empezando a tomar conciencia de los devastadores efectos que los procesos de gentrificación y el alquiler vacacional desregulado producen sobre las comunidades locales, como es el caso reciente de Toledo, revertir esta situación implica valentía política. Casi como una broma de mal gusto, hace un par de semanas apareció en una azotea de Manhattan un anuncio de una conocida plataforma dedicada al alquiler vacacional que se promocionaba con la imagen de la Muralla Roja.
“Los intrusos se agarran a la verja y te suplican que los dejes pasar, el ayuntamiento nos quiere quitar un terreno que es nuestro y tenemos turistas subiendo y bajando con maletas a todas horas. Vivimos asediados”, lamenta Ank.
El Año Bofill
La Muralla Roja no es la única obra de Bofill en Calpe. A escasos metros se encuentran el edificio Xanadú, el edificio Anfiteatro y un grupito de villas. Esta alta concentración de arquitectura extraordinaria ha animado a la localidad alicantina a convertir este 2023 en el Año Bofill, una iniciativa en la que colaboran la Universidad de Alicante, el Colegio de Arquitectos, los presidentes de las comunidades de propietarios y otras asociaciones locales. “La programación de eventos cubre todo el año”, explica Juan Manuel del Pino, concejal de Territorio de Calpe y comisario del Año Bofill. “Habrá exposiciones fotográficas, jornadas gastronómicas, conferencias, una muestra con material proveniente del Taller de Arquitectura de Bofill y un Congreso Internacional de Arquitectura en noviembre. También se organizarán visitas guiadas por los edificios del arquitecto”.
Estas visitas representan otro punto de tensión entre vecinos y ayuntamiento. “La apertura de la Muralla Roja al público permitiría que toda la ciudadanía pudiera disfrutar de un bien que enriquece el patrimonio artístico y cultural de una localidad y de todo un país. Su interés trasciende lo particular para convertirse en general”, justifica el concejal. “Ya se ha planteado un par de veces en juntas generales y los propietarios han decidido mayoritariamente que no se hagan”, explica el presidente de la comunidad. “La Muralla Roja es un edificio normal, en el que vive gente”, reivindica Ank. “No quiero visitas. No quiero gente en los patios de mi casa. No quiero que esto se convierta en Disneylandia”.
En agosto de 2014, el ayuntamiento de Calpe solicitó a la Consellería de Cultura el inicio del expediente de declaración de Bien de Interés Cultural (BIC) para la Muralla Roja. “El objetivo es mantener la edificación en su más genuino estado original, librándola de modificaciones estéticas o estructurales llevadas a cabo de forma unilateral o interesada, a la vez que protegerla del deterioro provocado por el paso del tiempo”, explica del Pino. “La declaración conlleva un grado de protección pública que se traduce en ayudas económicas de los presupuestos generales del Estado para el mantenimiento de la edificación”.
De nuevo, los vecinos no comparten este entusiasmo. “Nunca nos han prestado ninguna atención”, se queja Isabel. “En 1976 los propietarios tuvimos que pagar 500 pesetas cada uno para que nos asfaltaran la calle y poder llegar a casa sin embarrarnos. Y ahora que está de moda, dicen que quieren ayudarnos”. “Ya tenemos demasiados conflictos con el ayuntamiento. No necesitamos un control más estricto por parte de ninguna otra administración”, explica el presidente. Y añade: “Los propietarios estamos absolutamente comprometidos con el respeto del espíritu del edificio. De hecho, antes de pintarlo recurrimos a la asesoría técnica del Taller de Ricardo Bofill. Él mismo, antes de fallecer, dio el visto bueno a los colores que utilizamos”.
Los vecinos añoran unos viejos tiempos que quizá nunca puedan volver. “Antes éramos una comunidad. Ahora este sentimiento se ha estropeado: todo son selfies y dinero”, se lamenta Isabel. “Estamos los que queremos vivir en paz y los que quieren sacar hasta el último céntimo a lo que sea. Los apartamentos se están poniendo a unos precios que a veces pienso que lo mejor sería alquilarlo y olvidarme de todo”, apostilla Ank. “Pero no quiero irme de aquí. Esta es mi casa”.
La Muralla Roja se muere de éxito. Pero no del éxito de su arquitectura, sino del de un modelo turístico insaciable y un culto a la imagen frívolo e indecente. La obra maestra de Bofill es un triste reflejo de cómo una pésima interpretación de lo que significa el derecho al disfrute se ha convertido en una amenaza que, por desgracia, se extiende por nuestro país con una impunidad tan bochornosa como peligrosa. Sus paredes rosas parecen decir como aquella folclórica: “Si me queréis, irse”.
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