“Necesitamos que estos maestros no desaparezcan”. La cruzada de Tomás Alía para salvar la artesanía española
El arquitecto arranca su misión en Toledo: “Hace años que estoy solo, el negocio no da”, dice el último tornero de la ciudad
“Sobre belleza está casi todo escrito, pero hay que leerlo”. Tomás Alía (Lagartera, Toledo, 1964) pronuncia estas palabras casi cabalísticas sosteniendo un objeto muy tangible: una gran bola taraceada construida a partir de la intersección de piezas de madera de dos tonos distintos. “Y, si no lees, no puedes apreciar, por ejemplo, la maestría con que está ejecutado este trabajo de marquetería”, añade. “La gente percibe una bola, pero no conoce los porqués”.
Estamos en el casco histórico de Toledo, en un taller que sobrevive milagrosamente entre tiendas de turistas y hostelería. Su titular es Luis Velasco Vega, un maestro tornero que aprendió el oficio de su padre y de su abuelo, y que cuando se jubile –y lo hará pronto– dará carpetazo a toda una vida dedicada a cultivar una habilidad que solo se consigue a base de años. Con un torno artesanal, el último de Toledo, Velasco hace pequeños objetos que vende en su taller y restaura muebles de clientes públicos y privados: desde una pieza de un antiguo órgano de fuelles hasta las balaustradas de la Casa del Greco o muebles a medida para casas de muñecas.
“A ver si adivinas qué pata es la que he arreglado yo”, sonríe junto a un reclinatorio de haya del siglo XIX. Es casi imposible averiguarlo: aunque trabaja a ojo, sin tomar demasiadas medidas, sus técnicas no están tan lejos de las que varias generaciones de ebanistas y torneros han empleado para producir objetos grandes y pequeños. “Aquí llegamos a ser tres trabajando, un tío mío, un hermano mío y yo”, explica. Desde hace años, está solo. El suyo es un oficio a la medida de quien quiera dedicarle una vida. Y el mundo no parece ir en esa dirección. Nunca ha tenido aprendices. “El negocio no da”, sentencia.
Para Tomás Alía, esta situación es más que familiar. En los últimos años este arquitecto e interiorista, uno de los más prestigiosos y solicitados del sector dentro y fuera de España, ha recorrido carreteras, ciudades y pueblos para tratar de mapear qué queda, qué ha desaparecido y qué se puede rescatar de la artesanía española de altura. Y lo ha hecho por interés profesional –fichar talento para sus proyectos–, pero también como embajador de la Michelangelo Foundation, una plataforma dedicada a proteger oficios singularmente precisos y raros.
“Una cosa es la artesanía, que hay mucha”, afirma. “Y otra cosa es la excelencia artesana. De eso hay muy poco”. De hecho, ha sido él quien ha querido que este reportaje comience aquí, en un taller a punto de desaparecer, como un alegato contra el olvido. “En España llevamos muchos años promocionando la moda y la gastronomía, y eso está muy bien, pero la verdadera seña de identidad plural de este país es la artesanía. Los artesanos son los guardianes de nuestra cultura. Sus patrones, sus formas, sus símbolos, su geometría son lo que somos”.
En el caso de Alía, esta afirmación se cumple de manera literal. Pasó su infancia en estas calles, ya que su madre era embajadora de las labores de Lagartera, una prodigiosa bordadora que proveía a casas reales y recorría el mundo con sus creaciones. “Lo tengo en la sangre, es innato”, apunta. Al salir del taller de Luis Velasco, mientras caminamos por las calles de un Toledo casi desértico –es jueves, no hay turistas debido a la pandemia y amenaza lluvia–, Alía desgrana recuerdos. “Es una ciudad singular”, apunta.
“Un ombligo de convivencia entre culturas. Aquí se vive de puertas para adentro, y por eso siempre ha habido tantos artesanos. Las casas estaban llenas de tapices, bordados, ajuares...”. Parte de esa tradición, que Alía conoció de niño, se ha perdido. “Echo de menos a la gente que hacía damasquino en relieve. Había de todo. Herreros de forja. Algunos maestros alfombreros fabulosos. Pintores de miniatura excelentes. Carpinteros, metalistas, textiles, sopladores. Muchos maestros del barro y ceramistas del esmalte y la pintura”.
Otras tradiciones no se han perdido del todo. Y algunas, muy pocas, parecen dispuestas a franquear el rubicón del relevo generacional. Cerca de San Juan de los Reyes está el taller y la tienda de Hijos de F. Potenciano. El nombre responde a la realidad: Concepción Potenciano, que regenta este negocio junto a su marido, José Antonio, se crio escuchando el soniquete de su padre al golpear el metal con el buril y el martillo. “Yo quería estudiar Bellas Artes, pero mi padre enfermó y el taller se cerró. Entonces lo retomamos”, explica Concepción.
Corría 1980 y la joven nunca había pensado en heredar el oficio. “Pero, en el momento en que su padre le dio el martillo y el buril, se puso a trabajar como si llevara toda la vida haciéndolo”, recuerda José Antonio. En estas cuatro décadas este matrimonio ha conseguido actualizar un oficio ancestral, el del hojalatero, y añadir nuevas destrezas a la fabricación de faroles, lámparas y ornamentos legados por la generación anterior.
Sorprende que en su taller apenas haya máquinas, más allá de un horno de secado para las vidrieras. El resto es golpear la lámina de metal –hojalata, latón, estaño– con el buril para cincelar estructuras. Entre sus clientes hay instituciones como Patrimonio Nacional, pero también interioristas y diseñadores. Tomás Alía es uno de ellos; juntos han creado lámparas y espejos que buscan un puente entre épocas y sensibilidades.
De hecho, de este taller saldrán algunas de las piezas de Casa Alía, una plataforma de e-commerce que echará a andar a mediados de este noviembre. “Necesitamos que estos maestros no desaparezcan”, afirma. El objetivo no es revisitar estéticas historicistas, sino adaptar estos oficios a las formas de ahora y crear piezas destinadas a las casas de hoy mismo. “Como arquitecto y diseñador no hay nada más interesante que acercarme a un maestro artesano y crear una pieza”. Asegura que la artesanía, recuperada con exigencia, puede servir tanto para generar modelos de negocio sostenibles como para repoblar la España vaciada. Incluso aunque parezca que algunas oportunidades ya se han perdido para siempre. “No diría que estamos del todo a tiempo”, concluye, “pero sí casi a tiempo”.
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