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Bucarofagia: la dieta milagro del siglo XVII en la que las mujeres comían arcilla

Las damas de la alta sociedad española tomaban una especie de barro rojizo para tener la piel más pálida, adelgazar o no quedarse embarazadas, con resultados desastrosos para su salud

La menina dándole el bucarito a la infanta Margarita en Las Meninas de Velázquez
La menina dándole el bucarito a la infanta Margarita en Las Meninas de VelázquezVelázquez/Wikipedia

“Cuando tenía 12 años, en 1609, poco más o menos, envidioso el diablo, me inclinó a comer búcaro [arcilla rojiza], como los había visto comer en casa de la Marquesa de la Laguna. Como era tan poco, me parecía que no ofendía a Dios. Estas tentaciones causan tedio con el mismo Dios y a mí me generan amor y acercamiento”. Este testimonio es rescatado por el podcast Hijas de Felipe de la autobiografía de Estefanía de la Encarnación, una monja pintora de Madrid en el siglo XVII.

Ella, como muchas otras monjas y mujeres de la élite de la época, consumían piezas de búcaro; unos fragmentos de arcilla roja muy fina y porosa. A esta ingesta de barro se le llama bucarofagia y con ella buscaban palidecer su piel, cortar hemorragias, efectos anticonceptivos y, como Estefanía, hasta efectos narcóticos y alucinógenos para entrar en estados místicos al más puro estilo del éxtasis de Santa Teresa.

Una costumbre de época

“Niña de color quebrado, o tienes amor o comes barro”, recoge el escritor Lope de Vega en El acero de Madrid (1608). Estaba en lo cierto: las damas de la alta sociedad española del siglo XVII comían arcilla para lograr ese tono pálido, en síntesis con el canon de belleza de la época. Si bien ya usaban polvos y pomadas para blanquear la piel, con esta ingesta iban un paso más allá: como el barro acaba cubriendo el intestino, les impedía absorber nutrientes, grasas y proteínas, por lo que lo usaban también para adelgazar. Meterle arcilla al estómago causa un fenómeno que se llama opilación y los fragmentos de cerámica obstruyen el intestino e impiden la absorción de hierro.

“Esto causaba anemia y palidecía la piel”, explica Sandra Lozano, doctora en arqueología que actualmente gestiona proyectos de investigación en el departamento de humanidades de la Universitat Pompeu i Fabra y una de las creadoras del podcast Gastromovidas, donde también tienen un programa dedicado a la bucarofagia. “La ingesta de arcilla explica por qué las jovencitas lucían pálidas y mortecinas por haber estado comiendo trocitos de barro, un snack que puede parecernos extrañísimo pero que en el siglo XVII consideraban una ‘linda golosina’, además de un peculiar suplemento para el cuidado de la piel”, responde Carmen Urbita, de Hijas de Felipe al preguntarle cómo conoció estas historias y también recomiendan una obra más actual; El vicio del barro (Ediciones El Viso, 2009).

Búcaros en detalles de cuadros pintados por Zurbarán y Espinosa (arriba), y de Van der Hamen y Pedro de Camprobín
Búcaros en detalles de cuadros pintados por Zurbarán y Espinosa (arriba), y de Van der Hamen y Pedro de CamprobínWikipedia

La capacidad principal del búcaro es la de perfumar el agua y conservarla fresca, como un botijo a través de la arcilla. Solo para el agua, no para el vino. Para Andrés Gutiérrez, investigador de la América prehispánica y director del Museo de América en Madrid destaca que no se sabe de qué forma se comía el barro exactamente. “La cerámica no se puede comer, al estar cocida es imposible de masticar. Parece ser que tiene que haber búcaros sin cocer, pequeñitos, para poder ingerirlos. Lo que se ha conservado está casi todo cocido, lo más probable es que no fuese exactamente lo que se comía”, explica en una llamada telefónica.

El investigador confirma que sí se producía el proceso de la opilación. “Lo explica la condesa francesa, Catherine D’Aulnoy, que viajaba en el siglo XVII y decía que a las españolas les quedaba la piel color membrillo (amarillizo) y no tan blanquecino: la ingesta también reducía la menstruación, y por eso se pensaba que eran anticonceptivos”. “Hay mucho de moda en todo esto”, evidencia, ya que era muy habitual tener colecciones de búcaros en las clases altas como elemento decorativo y no tanto para conservar el agua. Esta madame narra la extraña costumbre gastronómica, argumenta Ana Garriga, de Hijas de Felipe; “para después dejar claro su rechazo: ‘He querido probar ese alimento tan estimado y tan poco estimable: [pero] antes comería asperón’”.

El ejemplo más popular

Si hay una obra histórica y famosa en la historia del arte español es Las Meninas de Velázquez: el cuadro está en prácticamente todo el imaginario colectivo de la sociedad hispana. Lo que muchos probablemente no sepan, es lo que le da una de las meninas a la infanta Margarita de Austria, hija de Felipe IV. Precisamente, le da una pieza de búcaro. “Se sabe que padecía el síndrome de Albright, un tipo de pubertad precoz y tomaba esto para evitar el sangrado menstrual”, explica Lozano a El Comidista. Los doctores de la época le atribuían propiedades anticonceptivas porque el consumo continuado de barro podía originar una obstrucción intestinal, lo que daba lugar a una disminución, incluso desaparición, del flujo menstrual.

“Probablemente le diesen arcilla a la infanta Margarita para reducir su sangrado”, plantea Lozano. Sin embargo, Andrés Gutiérrez tiene otra opinión: “El vaso formado con búcaros se sabe que está pintado por encima. Hay una investigación de Manuela Mena que hipotetiza sobre un simbolismo de la herencia al trono en aquel momento, que cambió de la infanta a Carlos II”.

velaske yo soi guapa?
velaske yo soi guapa?Juan Bautista Martínez del Mazo / PICRYL

La bucarofagia no solo está presente en las obras de Velázquez o Lope de Vega. “También hablan de esta práctica en obras de Quevedo, Calderón e incluso en El Quijote de Cervantes. Y hay otras fuentes documentales que lo atestiguan”, defiende Sandra Lozano. De hecho, la práctica de comer barro o arcilla es bastante antigua y se conoce como geofagia. “En Ecuador está documentado en la época prehispánica, tomaban pellizcos de tierra envueltos en hojas”, destaca Gutiérrez. “Pero la modalidad de comer trozos de pequeñas cerámicas alcanza su máxima expresión entre la nobleza española de los siglos XVI y XVII”, apostilla Lozano.

La obsesión iba más allá. “El prior de la orden de San Jerónimo contaba en 1569 que muchos confesores tuvieron que prohibir los vasitos de barro en el confesionario, porque al parecer después de beber el contenido, las señoras se los comían”, relata Carmen Urbita. “Otras veces, los confesores usaban este pequeño vicio tan extendido entre sus feligresas como asidero para enmendarlas, y les imponían como castigo por sus pecadillos pasar un día entero sin comerlos”, añade.

¿Cómo se comía ese barro?

Un elemento que es aún una incógnita es la forma en la que comían los búcaros. Las investigadoras de los pódcasts creen que lo tomaban durante el día, de manera informal. “Casi como si fueran un snack”, defiende Carmen Urbita. “Las cocían con especias para que recogiesen aromas y supiesen algo mejor”, secunda Sandra Lozano. En contraposición, Gutiérrez duda de que masticasen los búcaros como un tentempié y apuesta más porque los chupasen o lo usasen para cocinar: “Hay otra posibilidad y es que moliesen los búcaros en forma de arena y que eso lo echasen en recetas. Creo que podría ser sin cocer”. Gutiérrez, a su vez, cree también que las damas de clase alta chupaban la arcilla como un caramelo.

Pero, por lo menos, ¿estaba rico ese barro? “Los búcaros se hacían con arcillas rojas ricas en hierro, no creo que supieran nada bien para nuestro paladar”, contesta la arqueóloga Lozano. “Al no saber exactamente qué comían, es difícil saber sus propiedades o su sabor. Si estaba tan extendido no creo que fuese tan tan malo”, continúa en este sentido Gutiérrez. Aunque se daba en otros países, fue una costumbre muy arraigada en la monarquía hispana, portuguesas y entre las élites criollas de las colonias americanas y en Italia, defienden las fuentes consultadas. “También hay colecciones en Austria y Alemania, pero no hay esos registros de ingesta”, determina Gutiérrez. Al ser una práctica de clase alta, en ese momento Madrid empezaba a coger el poder y centralismo que tiene hoy en día como ciudad. “Era una moda urbana femenina espectacular”, valoran Garriga y Urbita. ¿Qué pasa con las clases bajas? “Es muy probable que también consumiesen, pero no se sabe tanto porque no hay tanta documentación. Si que se ve en las alacenas de algunas casas populares esos búcaros para el consumo del agua, alguien de clase baja tenía uno o dos búcaros”, explica Gutiérrez.

Trozo de búcaro hallado en 2008 en los restos de un barco mercante español del siglo XVIII hundido en el Río de la Plata.
Trozo de búcaro hallado en 2008 en los restos de un barco mercante español del siglo XVIII hundido en el Río de la Plata.Wikipedia

Pero, ¿cómo de peligroso es comer arcilla? Pues bastante. “Hay muchísimos riesgos. La opilación implica una oclusión intestinal y la perforación del colon. En algunos documentos se describe que algunas mujeres aficionadas a comer búcaros tenían el vientre duro, lo que seguramente se debía a la reacción de los músculos del abdomen ante un intestino perforado que sería intratable y llevaría a la muerte. Otro efecto es el de la ictericia grave, por el fallo hepático”, detalla Lozano. Pese a que los doctores y sacerdotes de la época lo viesen con buenos ojos para que lo consumiesen las niñas, podía provocar serios envenenamientos e incluso la muerte. “No lo probéis en casa en ningún caso”, deja claro Garriga.

Una característica patriarcal

Las mujeres han sufrido durante toda la historia la presión social para conformarse a los ideales de belleza más aceptados. Desde las sociedades más modernas, han sido siempre los hombres quienes dominaban estas ideas. “El canon de la época las quería muy pálidas y muy delgadas. Consumir búcaros no solo era una forma de adherirse a estos estándares, sino también una muestra de estatus y sumisión a las expectativas sociales de la época”, apunta Lozano.

Esto tiene un claro punto de vista patriarcal que refleja esa subordinación que ejercen los hombres hacia las mujeres. “La bucarofagia es un claro ejemplo de cómo el patriarcado utiliza el control del cuerpo femenino como una herramienta de subyugación. Las mujeres, al sentir la presión de cumplir con ciertos ideales, se someten a prácticas que pueden poner en riesgo su salud y bienestar, perpetuando así su dependencia de un sistema que valora más la apariencia que la autonomía individual”, argumenta la arqueóloga. “La colección de búcaros es algo femenino en general, pero los hombres también poseían. Aunque no hay registros de ingesta”, diferencia en este punto Gutiérrez. “Es un consumo femenino. Tiene que ver con el patriarcado, igual que los tacones o el maquillaje. Esas alteraciones del cuerpo para contentar a los hombres sí tienen que ver con ello”, opina al preguntarle.

Esta opinión no es tan compartida por Carmen Urbita, de Hijas de Felipe, que ve en la bucarfagia ciertos atisbos de independencia femenina. “Comer barro era una ocasión para charlar en el estrado con las amigas, quizá hasta para embriagarse un poquito con ellas. Sus efectos estéticos, además, tenían un resultado muy ansiado por ellas, pero detestado por los hombres. Juan de Zabaleta, por ejemplo, decía que “parece que andan buscando con qué hacerse feas”. Comían barro para palidecer y gustar a las amigas, no para satisfacer la mirada masculina”, argumenta.

En su opinión, muchas opiladas buscaban, con la excusa de la anemia, escaquearse de la vigilancia masculina: “Algunas madrileñas conseguían permiso para acercarse hasta la fuente del Acero en la Casa de Campo. En teoría, acudían allí con sus búcaros para beber las aguas ricas en hierro de la fuente. En realidad, como la protagonista de El acero de Madrid (1608) de Lope, muchas fingían sentirse enfermas y anémicas y aprovechaban sencillamente para conseguir un poquito de respiro de la clausura doméstica”, explica. Barro emancipador u opresor, su ingesta no está recomendada, pero aunque hoy lo veamos como una idiotez, hay que evitar el moralismo: “Es un hábito histórico, así que si hubiéramos sido unas coquetonas en el siglo XVII, quizás nos hubiera vuelto locas”, destaca Ana Garriga.

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