¿Por qué es tan difícil controlar nuestro peso?
El peso depende de muchos factores genéticos y ambientales ajenos a nuestra voluntad. ¿Tiramos la toalla? No, porque en el día a día de nuestra alimentación podemos tomar decisiones que nos ayuden a estar sanos.
El peso es un asunto que preocupa a la mayoría de personas durante buena parte de su vida. Ya sea por la presión para no engordar, adelgazar o mantenerse, o por las aún mayores dificultades que tienen los que -por la razón que sea-, quieren o necesitan aumentar de peso. El asunto tiene también dos grandes vertientes: una es la de la estética y la otra la de la salud, que además no van necesariamente de la mano.
Pero no es nada fácil modificar el peso para llevarlo donde tú quieres y, si lo consigues, la lucha para mantener ese resultado será constante, encarnizada y sin tregua. En este escenario la tasa de éxito -entendido como el hecho de que la báscula señale un número concreto para siempre- será especialmente escasa; por eso la realidad nos abofetea tan a menudo (a pesar de nuestra obstinación a la hora de no reconocerla).
Lo que en un momento se come -o no- y lo que te muevas (o no) van a condicionar tu peso. Pero los elementos que hacen que finalmente tomes la decisión de comer lo que sea -o no- y de moverte (o no) no son iguales para todo el mundo: no todos respondemos igual ante estímulos semejantes. Nuestra genética, fisiología –condicionada por la primera- el entorno y el conocimiento consciente que tengamos sobre las cuestiones de salud, hacen que una misma decisión no sea igualmente asequible o fácil de acometer por cada uno de nosotros. Y la realidad, más allá de la manifiesta disparidad interpersonal, es que en este momento casi todos los elementos que condicionan nuestro peso juegan en contra de los intereses generales. Para unos puede ser muy duro, y para otros… algo menos.
Una perspectiva general y sensata de los condicionantes del peso
De todos esos factores condicionantes, unos pocos –algunos de los ambientales- son modificables y otros, la mayoría, no (todos los genéticos y algunos ambientales). Para que nos entendamos: la inercia biológica para conservar un peso determinado en cada caso es enorme. Con lo cual el margen de maniobra es inversamente proporcional a este hecho: es decir, bastante escaso.
La descripción de los factores genéticos que influyen sobre el peso se complica más cuando se observan con un poco de más de detalle. Conocemos factores metagenómicos y epigenéticos: los primeros implican mutaciones en uno o varios genes que suelen ser causa de casos de obesidad severa relacionados, por ejemplo, con deficiencias en la ruta de la leptina y la melanocortina, así como a síndromes genéticos relacionados con la obesidad. Entre los más conocidos, figuran el síndrome de Prader-Willi y el de Bardet-Biedl.
Con los segundos, los factores epigenéticos, el asunto se complica hasta el límite del actual conocimiento científico. Si bien las alteraciones genéticas antes mencionadas desempeñan un papel crucial en la susceptibilidad individual a la obesidad, la epigenética se encarga de explicar cómo el ambiente, lo que comemos (o no) ahora y entre muchos otros factores, influyen en la expresión génica. Es decir: el entorno influye en la expresión o atenuación de los genes.
Por ejemplo, dos gemelos homocigóticos -lo más parecido a un par de clones- pueden presentar rasgos bien diferentes a todo lo largo de su ciclo vital. Ser más o menos altos, tener más o menos peso, presentar más o menos pelo, arrugas, etcétera. Es decir, mismos pares de gemelos, con la misma carga genética, evolucionarán con rasgos más o menos diferentes en virtud de que estén expuestos a condiciones ambientales más o menos diferentes (este vídeo y su texto lo explican a las mil maravillas de forma gráfica). Hemos de tener clara una cosa: el ambiente nos influye exactamente igual sobre la expresión y el silenciamiento génico.
Desde los genes al ambiente, y de ahí a los procesos metabólicos
Conocer nuestros genes, nuestro hardware, no basta para dar una explicación convincente al incremento de peso como variable en alza en el panorama mundial. También es preciso saber que la tendencia en el último siglo conlleva un importante aumento de la obesidad parejo al desarrollo y la urbanización, tanto en niños como en adolescentes y adultos. Con estos datos en la mano es fácil caer en la tentación de mirar a ese nuevo entorno como si fuera un más que probable sospechoso, ya que dejando a un lado las teorías conspiranoicas más disparatadas –esas que nos hablan de secretas colonizaciones mediada por reptilianos o así- nuestro genoma sigue siendo el mismo que el de hace 200 años o más.
En este sentido, tenemos un genoma construido sobre la lapidaria ley del pobre: es decir, la de reventar antes de que sobre. Nos lo cuenta muy bien el doctor José Enrique Campillo en su obra El mono obeso, donde aprenderemos sobre cómo la biología de gen ahorrador se ha ido perfeccionando para sobrevivir con poco alimento en épocas de carencia -lo habitual antaño- y hacer acopio, a lo bestia, cuando hubiera algo comestible a nuestra disposición (en aquel entonces, en raras ocasiones). Hoy el panorama es a la inversa, así que tenemos una biología contraria a nuestras circunstancias. Algo que viene a ser así como tener un submarino de última generación -nuestro genoma- cuando nuestro propósito es ir a Cuenca (estar delgados). Mal tema.
Ahora nuestro gen ahorrador es todo un inconveniente en entornos caracterizados por la continua -y desmesurada- disponibilidad alimentaria. Un escenario absolutamente desconocido hasta hace, pongamos, 100 años. Nuestra biología, cincelada a lo largo de millones de años de evolución, es además aprovechada en el marco de unas circunstancias que se diseñan para satisfacerla a espaldas de nuestro racional entendimiento. Si creías que alcanzar el ansiado balance energético era algo sencillo, conviene que eches un vistazo a esta asombrosa infografía respecto a la infinidad de elementos que lo condicionan (y sus interrelaciones).
Al final tanto gen sirve para que nuestro cerebro tome una decisión en un sentido u otro a la hora de abrir la boca para tomar (o no) un bocado más, para elegir un determinado menú frente a otro, para comprar un determinado producto en vez de otro en el súper, etcétera. La decisión -que, en definitiva, tomamos nosotros-, deberíamos tomarla como un resultado ultraconcentrado de miles de señales que nos afectan a cada uno de forma particular. Señales que llegan cada segundo a nuestro hipotálamo -donde se modulan las respuestas de hambre y saciedad- y a otras zonas de nuestro cerebro, como el nucleus accumbens, responsables de las sensaciones de placer y recompensa (activadas por comer más o menos cantidad, determinados alimentos y no otros, etcétera).
Este maremágnum de señales inconscientes ha de competir con nuestro conocimiento consciente de lo que nos conviene o no tomar una determinada decisión (lo cuenta muy bien El cerebro obeso de Luis Jiménez). Recordando, insisto, que a uno le satisfarán más los hidratos de carbono, a otro las proteínas, y cada uno se sentirá saciado con una u otra cantidad.
Pero más allá del genoma y de nuestros intrincados procesos metabólicos, existen líneas relativamente novedosas de investigación que nos muestran un número creciente de factores o elementos que -en menor o mayor medida- terminan influyendo sobre el peso de cada cual. Uno de los más relevantes y sobre el que, de nuevo, apenas tenemos posibilidad de control, sería el caso de la flora intestinal. Esta revisión sistemática empieza dando por hecho que la composición de la flora intestinal es una causa principal en el origen de la obesidad, y estudia el posible efecto terapéutico que podría tener una intervención en este terreno para su tratamiento. Ya investigan la posibilidad del trasplante de heces -el vehículo de esa flora intestinal- de pacientes “sanos” (por delgados) a pacientes “enfermos” (con obesidad) como tratamiento (ampliable a varias enfermedades). Aunque en el caso de la obesidad, pese a las buenas perspectivas iniciales, no parece ser esta una solución definitiva.
Entonces, ¿de perdidos al río?
No, ni muchísimo menos: este conocimiento no debería invitarnos a bajar los brazos ya que, en apariencia, da igual lo que hagamos a la hora de controlar nuestro peso. Al contrario, siempre hemos de mantener la guardia bien alta, pero no para luchar contra el peso sino para tomar buenas elecciones y adoptar buenos hábitos en todos los frentes y dejar que, una vez controlados, el peso sea el que tenga que ser. Una de las frases más antológicas del documento de posicionamiento de la Academia Americana de Nutrición y Dietética centrado en el control del peso dice, textualmente lo siguiente: “tanto si el peso cambia como si no, los objetivos en el control del peso van más allá de lo que indique tu báscula” y, añadimos lo que diga el Índice de Masa Corporal (o IMC), al que también es necesario coger con pinzas.
Centrar la meta en una perspectiva basada en la salud, más que en el peso, facilitaría bastante las cosas. ¿Te cuesta creerlo? No te culpo, hay mucha presión respecto a las tallas, la figura y el peso como tal. Pero observa con detenimiento el principal hallazgo de este interesante estudio: los hábitos de vida saludables se asocian con una disminución significativa de la mortalidad, con independencia del índice de masa corporal o el peso. Cuando se tienen como guía básica el seguimiento de cuatro directrices básicas sobre estilos de vida, el riesgo relativo de fallecimiento por cualquier causa es el mismo, con independencia del peso, ya se trate de una población en situación de normopeso, con sobrepeso u obesidad.
Estos son los cuatro puntos:
1. Cuando nuestra alimentación se caracteriza por la presencia de una importante cantidad de alimentos de origen vegetal fresco.
2. Cuando se mantiene un adecuado nivel de actividad física.
3. Cuando no se fuma.
4. Cuando se hace un consumo prudente de bebidas alcohólicas.
Párate un minuto a observar esta gráfica realizada con los datos del estudio mencionado, donde los números 0, 1, 2, 3 o 4 representan el número de hábitos que sigue cada uno de los tres grupos en observación
Datos obtenidos de Eric M. Matheson, Dana E. King, Charles J. Everett. J Am Board Fam Med Jan 2012, 25 (1) 9-15.
También es cierto es que, en líneas generales, no seguir esos mismos hábitos agrava el riesgo de la fatal consecuencia si se cuenta con sobrepeso, y más si se está en situación de obesidad. Es decir, no seguirlos hace una mayor mella cuando se tiene un peso por encima de los estándares referidos al normopeso. Pero si se siguen los cuatro, el riesgo es el mismo con independencia del peso. Por eso…
El peso quizá sea una de las peores variables a la hora de controlar
Una vez alcanzada la madurez, ganar años es un factor de riesgo para aumentar de peso: las estadísticas son demoledoras. Aunque no es una relación directa, la edad incrementa la probabilidad de seguir más actitudes que conducen al incremento de peso, que en esta ocasión se muestran democráticamente indiferentes a los factores genéticos antes mencionados. A medida que ganamos años, tendemos a reducir nuestra actividad, recurrimos más al transporte mecanizado, practicamos menos deporte, nuestra composición corporal cambia -con menor masa magra metabólicamente más activa- y, al mismo tiempo, comemos igual o incluso más. Por tanto, las probabilidades de este tipo de comportamientos y circunstancias aumentan con la edad y de ahí, probablemente, la tendencia de que en las franjas de más edad haya una mayor proporción de sobrepeso y obesidad.
Así que es hora de coincidir en que hemos confiado en el peso por encima de sus posibilidades, asumiendo de paso que lo que verdaderamente va a condicionar nuestra salud son los buenos hábitos de vida. Si aún no has quedado convencido, déjame decirte que uno de los peores aliados para conseguir ese preciado peso que tanto ansías son las prisas: si por la razón que fuera aun sigues queriendo alcanzar un peso determinado -cosa a la que te desanimo encarecidamente- lo último que debieras hacer es poner una fecha concreta en el calendario para esa meta.
Analiza qué cosas haces o crees hacer mal y cámbialas, y no asumas cambios que no te veas a ti haciendo, pongamos, dentro de 6 meses o dos años. Cambia malos hábitos por buenos, y mantenlos. Tu peso cambiará… o no, sin fecha. Tu peso será el que tenga que ser, pero tu pronóstico de salud mejorará desde el principio y aumentará a medida que mantengas esos hábitos. Y, de paso, que les den a las tiranías de la talla 38, del peso, la delgadez y todo lo que llevan asociado.
Juan Revenga es dietista-nutricionista, biólogo, consultor, profesor en la Universidad San Jorge y miembro de la Fundación Española de Dietistas-Nutricionistas (FEDN). Ha escrito los libros Con las manos en la mesa y Adelgázame, miénteme.
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