Viaje alucinante al restaurante de Bertín Osborne
La periodista Sabina Urraca vive una experiencia entre religiosa y terrorífica en El Rincón de Bertín, con torreznos, bombas de chocolate y platos llamados "Buenas noches, señora" incluidos.
Este texto, obviamente, no va a ir solo sobre comida. Porque un lugar que se llame El Rincón de Bertín, y cuyo propietario es Bertín Osborne, no va solo de comida, obviamente. Va de acudir ansiosa de experiencias casposas, intentando adivinar en el aire algún aroma a Brummel, a cuadra, a macho ibérico que lanza risotadas muy pagado de sí mismo. Va de intentar captar la Esencia de Bertín (ente no matérico que mencionaré varias veces a lo largo del artículo).
Antes de contar la cena en sí, debo confesar que Bertín Osborne ha sido muy importante en mi vida. Fue, antes que nada, el señor que presentaba a los niños de Bravo Bravísimo, un programa de televisión sobre niños prodigio que me fascinaba. Ya en aquel momento yo intuía que Bertín no era buena persona, que le daban igual los shows de niñas contorsionistas y niños cantantes de ópera que a mí me fascinaban. Me olía que casi se burlaba de ellos después de cada show y que, entre actuación y actuación, estaba haciendo de todo menos atender al virtuosismo infantil. Sin embargo, mi abuela parecía muy interesada en Bertín, así como un buen montón de señoras de la urbanización en la que veraneábamos. Recuerdo intentar sentir atracción hacia Bertín sin conseguirlo, y pensar que algo iba mal en mí.
Años más tarde, aprovechando una oferta, mis compañeros de piso y yo compramos un lote de productos de la finca de Bertín. Un buen manojo de productos Bertín Osborne oficiales certificados con su rostro de galán maduro -malicioso y malvado- observando desde el paquete, envoltorio o botella de cada uno de ellos. Durante meses, comimos vigilados por los ojillos traviesos de Bertín. Un día, después de que le echasen drojas muy fuertes en el Colacao, una amiga tapó con Post-it todas las representaciones de Bertín que poblaban la cocina, porque, según ella, le estaban mirando con demasiada intensidad. Al día siguiente, ya habiendo vuelto a sus plenas facultades mentales, nos confesó entre risas que en un momento dado había sentido que Bertín era una especie de Anticristo, alguien que realmente había reproducido su rostro sobre cada uno de sus productos para vigilarnos. Se fue muy contenta a su casa, aún riéndose, y nosotros -riéndonos mucho menos-, decidimos dejar de consumirlos.
Así pues, cuando me dirijo al Rincón de Bertín, en mi cerebro bailan la imagen de mi amiga psicodélica agobiada por la mirada del Anticristo Osborne, mi abuela viéndole cantar un bolero en la tele y abanicándose ante la visión de sus profundos ojos azul eléctrico y el rostro bronceado del propio Bertín haciendo bromas de gañán a una niña de nueve años jadeante, que acababa de bailar con veinte hulahops al mismo tiempo.
Nada más entrar al local buscando al amigo que se ha atrevido a acompañarme en mi misión, tres señores sentados a la barra se giran instantáneamente. Polos azul marino, camisas blancas planchadas, pantalones, beige, 60 años, piel bronceada, entradas capilares remarcadas con gomina. Sus rostros me miran con curiosidad, y uno dice: "¿Nos buscabas?". Creo que es la primera vez que un gesto de algo que no puede llamarse siquiera machismo -porque es simplemente un eructo que sale propulsado de una España profunda, de cortijo y gintónics tomados al abrigo de las conversaciones sobre especulación y golf-, me emociona. Seamos sinceros: yo he ido al Rincón de Bertín buscando toparme precisamente con eso, con esa caspita, con esos hombrecitos soeces, con esas risotadas asquerosas y mi cara de desprecio ante sus palabras. Una no puede ir al Rincón de Bertín pretendiendo cambiarlo, hacer de él un lugar inclusivo, tolerante, libre de actitudes machistas: hay que lanzarse a la experiencia sabiendo desde el principio que lo vas a pasar regular. Y entonces, pasarlo bien.
Una vez sentados en nuestra mesa, una vez servido el vino, abro la carta y descubro que muchos de los platos tienen nombre de boleros y canciones que alguna vez han salido de la boca de Bertín. Como queremos vivir una inmersión completa en el universo Osborne, decidimos que no podemos pedir un solo plato que no lleve el nombre de una tonada de amor. Detecto que en la carta las sugerencias aparecen seguidas de muchos signos de exclamación, como si un Bertín milenial nos escribiese un whatsapp invitándonos a la piscina de su cortijo porque sus padres se han ido. Vamos tan a tope que no podemos evitar un aullido de desilusión cuando la camarera nos dice que el carpaccio de gambas "Dos corazones y un destino" no está disponible hoy.
Pero nada nos va a detener en nuestra cruzada, y ordenamos un batiburrillo de platos que parecen la lista de canciones de una banda de crucero. Pedimos un tataki de atún rojo con soja y wasabi que se llama "Lo que cambié por ti", un bacalao en tempura negra que parece carbón de reyes magos y que han bautizado como "Buenas noches señora", unas fajitas de fritada de pollo llamadas "Abrázame", y para terminar, unas hamburguesitas de ternera que ostentan el bello nombre de "Llévame a la luna". Como pueden ver, todos ellos nombres que, al pronunciarlos para pedir la comanda, la hacen a una enrojecer hasta la raíz. No hay manera de decir "llévame a la luna" de forma fría y correcta mirando a los ojos de la camarera (a la que, por cierto, le hace muchísima gracia que sólo queramos pedir platos con nombres de canciones).
Algo de la intensidad de Berlín galopando por su cortijo se ha colado ya en nosotros, y hablamos muy alto, haciendo mucho ruido, y nos reímos a carcajadas estridentes, como buenos españoles. De pronto siento un desgarro interno, una necesidad imperiosa que no ha sido enviada por mi cerebro, sino por la sangre de toro corriendo por mis venas. "Torreznos, por favor", le ruego a la camarera. No pueden faltar. El torrezno representa todo lo que es para mí Bertín: salvaje españolidad, sabor salado, grasa, tronío, corteza dura. Un toro caminando lentamente por una finca de olivos, el sol jerezano dando de lleno sobre unas piedras, Bertín mirando muy profundamente a los ojos de Juan y Medio o Rajoy, intentando adivinar sus secretos. Todo eso cruje en cada uno de esos torreznos que nos sirven, y que están francamente buenos.
Una vez llegados los platos, los degustamos con atención y nos vemos obligados a reconocer una cosa: la comida es correcta. De hecho, el "Lo que cambié por ti" y los torreznos, como he dicho, están francamente buenos. La carta, salvo en el detalle de los nombres de canciones, no difiere demasiado de la de un restaurante cualquiera de la zona. Incluso hay solomillo con reducción al Pedro Ximénez, donde sólo pone "Solomillo con reducción PX”, como si fuera una salsa del futuro, pero esas siglas ya no se me resisten. A pesar de esa aparente normalidad, hay detalles de Bertín, como pequeños guiños de sus ojos azules celeste, borboteando en en cada rincón. Junto a nosotros, en la pared, hay una serie de fotografías enmarcadas de Bertín en los años en los que ya era un señor, pero no tanto como ahora.
Me asaltan las dudas: ¿Ha habido algún momento en el que Bertín no haya sido un señor? De pronto se me hiela la sangre de toro en las venas al pensar en su capacidad incorrupta, en su bronceado torso: ¿cómo ha hecho para ser un señor desde hace veintipico años, y seguir siéndolo a día de hoy? ¿Alguna vez fue un muchacho? ¿Alguna vez será un anciano? Empezamos a degustar los torreznos de una manera nueva: ya no son la grasa del cerdo, sino una suerte de píldoras de grasa joven que se instalarán bajo nuestra epidermis y nos mantendrán en ese estado de eterno señorío.
Observo las fotos de la pared: un buen humor hace resplandecer el rostro de Bertín en cada una de ellas. ¿Alguien ha visto a Bertín despojado de esa mueca de alegría burlona? Engullo torreznos con más ansia aún, buscando tener también yo esa felicidad, y, tal vez, un cortijo bonito, una finca por la que cabalgar, una marca de productos con mi cara, mi propio programa de entrevistas... El Rincón de Bertín y el vino hacen conmigo lo que quieren, consiguen que la alargada sombra de la imagen de marca se me cuele en el corazón y la ola de lo aspiracional me golpee con fuerza. Incluso deseo tener los ojos azules eléctricos, enamorar señoras, yo qué sé, el Gran Sueño Español.
Miro a mi alrededor para saber si el ambiente crea el mismo efecto en el resto de comensales, y ahí es cuando nos damos cuenta de que El Rincón de Bertín es nada más y nada menos que un rincón Tinder. Nos atrevemos a decir que casi todos los comensales -parejas heterosexuales pulcramente vestidas- son citas de Tinder, o en algún momento lo fueron. En un momento dado, mi acompañante empieza a hacer la broma de llamarme "cari", porque es cierto que el ambiente invita a gritos a ser plácidamente normal, heterosexual, servilleta sobre las rodillas, vino en hielera, manos enlazadas sobre la mesa (a nuestro lado hay una pareja que come así, literalmente).
Me pregunto si no será el influjo del Anticristo, si no nos estaremos volviendo eso, un hombre y una mujer en una canción cantada por Bertín. Para no tener miedo, culpo al vino e intento no mirar directamente a los ojos de Bertín en su fotografía en blanco y negro. Casi ni terminamos el postre -una clásica bomba de chocolate; los de al lado la comparten con las manos enlazadas- porque, sinceramente, empiezo a sentir terror. Salimos a la calle casi corriendo, como si nos hubiésemos salvado de algo muy gordo. Una boda por poderes con un señorito jerezano, o algo por el estilo.
Subimos a un taxi y yo asomo la cabeza por la ventanilla como un perro desesperado, repleta de torreznos. Noto el aire en mi cara, cierro los ojos, y, por unos instantes, siento que soy Bertín galopando entre olivos con un sombrero de cowboy de cuero, de estos que tienen una trencita del mismo material en el borde. Si lo describo con tanto detalle es porque realmente siento que he estado ahí, invitada por unos instantes al cuerpo de Bertín, como una Oda Mae Brown del distrito madrileño de Arganzuela que ha sufrido una entrada involuntaria en otro cuerpo. Mando parar al taxi inmediatamente, y nos bajamos. ¿Por qué hemos cogido un taxi, si no tenemos un duro? Ninguno de los dos sabemos respondérnoslo. Creo que, de veras, por un momento, hemos pensado que éramos los reyes del Gran Sueño Español, con un cortijo precioso y una gama de aceite de oliva y regañás con nuestras caras estampadas.
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