Qué ocurre si pasas una semana tomando Satislent
El Satislent promete una revolución: sustituir la comida por un batido de polvos. Tras una semana alimentándose con él, Sabina Urraca descubre las alucinaciones, el hambre psicológica y la necesidad humana de masticar.
Cuando éramos pequeños y se hablaba de "la comida de los astronautas", revoloteaba en nuestras cabecitas la idea de una pastilla con sabor a nada con la que no hiciese falta comer. De alguna manera, eso nos parecía fantástico. ¿Por qué? Ni idea. Si no eras un niño de esos que odiaban todo y sólo comían arroz blanco con trocitos de jamón de york partidos muy pequeñitos, ¿qué sentido tenía eliminar la comida de nuestras vidas? ¿De veras era esa la idea de un futuro ideal? No tenía demasiada razón de ser desear eso en un mundo en el que, criaturas benditas, nos sentábamos a la mesa y aparecían por sorpresa ante nuestro rostro unos espaguetis boloñesa, e incluso unas mágicas manos paternas les rallaban queso por encima. ¡Ah, infantes mimados, qué fácil era la vida entonces!
Más tarde, entregando nuestras vidas adultas a las garras color petróleo del capitalismo, tecleando en una oficina sin tregua, comprendimos y deseamos el sentido de la comida de astronautas. Nos convertimos en asiduos del sad desk lunch, el triste sandwich a la plancha ya frío, indomable como una suela de zapato, la ensalada de pasta con leve sabor a plastiquillo de táper, los granos de arroz insertados inevitablemente entre las teclas del ordenador... A pesar de que almas bondadosas intentaron ayudarnos en nuestro desasosiego alimenticio a través de libros y blogs de cocina fácil, el grano de arroz insertado entre las teclas del ordenador seguía allí, mirándonos, polifemo y blanquito. Fue en ese momento cuando clamamos al cielo, pidiendo un brebaje rápido, barato, fácil de tragar, que nos solucionase la vida. Y entonces llegó Satislent.
Satislent, versión española del primigenio Soylent, son unos polvos que uno mezcla con agua tres veces al día en una práctica baticao gentileza de la casa. Está hecho a base de avena ecológica, proteína de guisantes, aceite de oliva virgen, semillas de lino, harina de soja, gofio de maíz, vitaminas y minerales. Por ahora se presenta en cinco sabores: normal, vainilla, fresa, café y limón. Se supone que, ingiriendo únicamente las raciones que le correspondan según peso, altura, sexo, edad y nivel de actividad física, un ser humano puede existir tranquila y sanamente. No obstante, la propia marca advierte que su intención no es que la gente se alimente únicamente de su batido, sino que este sea un apoyo en momentos de poco tiempo, de estrés, de cero ganas de cocinar.
Siendo amante de los extremos, cuando recibo en mi hogar dos cajas repletas de sobres, decido que lo interesante es ver cómo reaccionan mi cuerpo y mi mente a una alimentación basada únicamente en estos polvos disueltos en agua. Ni un cafelito, ni un sandwichito, ni una simple manzana: durante una semana, solo Satislent. Sé que esto, probablemente, va en contra de las ideas de cualquier especialista en nutrición, y así me lo confirma al dietista y nutricionista Juan Revenga. "Esta moda de los batidos sustitutivos”, opina, “me parece muy poco educativa, una cuestión de tendencias, que se irá y volverá como se ha ido y ha vuelto, por ejemplo, la zumoterapia. En estudios con animales se ha comprobado que, a la larga, este tipo de alimentación termina causando problemas de masticación".
Cuando empiezo a tomar Satislent, quiero sentirme un robot que no necesite de potajes de bacalao ni afectos gastronómicos para vivir. Siempre he tenido, de forma intermitente, esas fantasías absurdas: ser monja, privarme de todo placer terrenal para alcanzar una especie de gracia espiritual, domar el cuerpo y la mente hasta alcanzar un estadio superior... gilipolleces de ese tipo. Y este mejunje, igual que las dietas ultrasaludables o cualquier otra que te prive de placeres y te imponga una vida a rajatabla, tiene esa gracia, impone ese reto: ¿seré capaz de aguantar, de no enloquecer, de no dejarme caer en el pozo de los placeres fáciles?
La respuesta, durante el primer día es sí. Se puede. Es fácil, es cómodo, es barato. No es delicioso, pero tampoco está malo. Tiene un saborcillo dulce de fondo, matizado por las diferentes opciones de sabores. No se bebe con extremo placer, pero no desagrada. Además, te da exactamente lo que necesitas: puedes calcular los nutrientes que tu cuerpo precisa y darle exactamente esos, ni una caloría más ni una caloría menos. Al poder medir exactamente lo que te estás metiendo en cada batido, puedes hacer experimentos de adelgazamiento o engorde, simplemente echando más o menos polvitos al agua.
El primer día me siento saciada, llena de energía, sin platos que fregar, sin compra que hacer: la nevera es un receptáculo que sólo alberga una botella de agua fría. Me pongo una riñonera plateada, gafas de sol: así era el futuro que imaginábamos de niños, ¿no? Camino alzando la cabeza, esperando ver los coches voladores que completen el pack futuro. Soy una mujer del mañana, sorbiendo sólo los nutrientes que necesito mientras doblo mi productividad o me entrego al ocio. Oh, sí, nena. ¿Qué comes? ¿Un cruasán, un café? Yo no necesito nada de eso, estoy por encima de esas miserias humanas.
Por la noche, preparando mi dosis de la cena de Satislent, paro de batir en mi Satiscao y casi se me saltan las lágrimas. Quiero una sopa de miso, con trozos de tofu nadando, quiero un poco de queso manchego. Se me hace la boca agua al pensar en unas patatas fritas bien saladas. Sé que es un hambre psicológica, que lo único que sucede es que mi cerebro se queja.
Quizás sólo sea cuestión de añadir un poco de sal al bebedizo, que con su lejano sabor dulzón, hace que la mente se vaya por la barranquilla de lo salobre y sueñe con sal en escamas, de esta que te estalla en la boca, recubriendo la superficie de cualquier alimento. Así que, ni corta ni perezosa, le echo un puñado de sal a mi brebaje y bato de nuevo con ímpetu. ¿Cómo les explicaría yo? Me lo bebí porque estaba famélica, pero no lo intenten en sus casas. Lo del Satislent y la sal es una sugerencia de presentación urdida por un cerebro enfermo, ansioso por bailotear al ritmo de la masticación: no creo que ningún alto directivo de la marca diese el visto bueno a mi experimento. Me siento en el sofá, debilitada, esperando que venga alguien a decirme que pare con esta prueba absurda. Como esto no sucede, sigo tres días más.
Cuando Inmaculada Fernández Simón -una amiga médica-, me intercepta en mitad del proyecto, me mira con ojos de poca sorpresa y me dice: "A ver, eso que estás tomando es como la nutrición enteral que damos en los hospitales", una mezcla que aporta al paciente por vía intravenosa los nutrientes que necesita para vivir. Me enfurruño un poco, porque esta apreciación le resta emoción a mi reto. Lo cierto es que ya había establecido cierto parecido entre esto y esas cajas de chocolatinas y batidos dietéticos que venden en las farmacias, pero intentaba autoconvencerme de que lo que yo estaba tomando era distinto.
"Mira, yo creo que los creadores de estos batidos en la línea de Soylent, Satislent y Joylent se creen que han descubierto el agua templada”, explica el nutricionista y colaborador de El Comidista Juan Revenga. “Este tipo de alimentación sustitutiva, ya sean barritas para el control de peso o alimentación enteral -que es en realidad una herramienta terapéutica-, existe desde hace muchos años. Estas opciones son lo mismo, pero revestidas de un halo hipster".
Las tres jornadas siguientes fueron como deben ser los días posteriores a una catástrofe nuclear que ha devastado los campos y los seres vivos. Sólo quedábamos mi Satiscao y yo, solas en una ciudad que empezaba a arder de calor. Noté que el estómago empezaba a producir unos jugos gástricos que eran como los suspiros de las hijas de Bernarda Alba clamando por un hombre. Por no decir que mi vida social estaba llena de absurdo. ¿Quién quiere quedar a cenar con un robot muerto de hambre que sorbe un batido con cara de asco?
Tenía razón Juan Revenga cuando me advirtió de que "es imposible que llegue a calar del todo un producto que se da de bruces con el 98,5 % de la población, a la que le gusta comer pan con tomate". Así que bebía mi batido a solas con mi perra, que habitualmente pone cara de mendiga y se acerca insinuante y tierna cada vez que me siento a comer. Ahora me observaba reticente, casi con desprecio. Esta actitud me sentó un poco mal, y le di a tomar un poco del mejunje, a ver si cambiaba de idea. Me miró triste, suplicante, con las orejas hacia atrás como una foca disgustada. La comprendí.
Si al principio el Satislent me parecía hasta medio rico, ahora bebía con esfuerzo, conteniendo el asco. Cada bote de batido me parecía un mundo. Estaba como atrapada en el comedor del colegio, castigada a comerme un plato de lentejas, mareándolas de un lado a otro del plato con la cuchara. Ahora, escúchenme bien, habría asesinado por esas lentejas de comedor. Me las habría comido con el mayor ansia del mundo, riendo a carcajadas al mismo tiempo.
Al cuarto día empecé a sufrir leves alucinaciones visuales. Caminando junto a una academia de idiomas, leí "pan con tortilla francesa" donde únicamente ponía "plan de inmersión francesa". Sentí mareos de ansiedad. Un día vi a un niño solo, esperando a su madre a la salida de una tienda, comiendo un trocito de pizza, y tuve la fantasía fugaz de robársela. El Satislent a palo seco me había transformado en una persona sin escrúpulos, una especie de perra callejera dispuesta a cualquier cosa por un currusco de pan. Y decidí que primero era el estar bien con una misma y respetar a los viandantes que zampan por la calle. Esa noche devoré una sopa de verduras casera, que, después de tanto batido, me supo a ambrosía de los dioses.
Terminado este experimento, renegué durante unos días del alimento del futuro, ese que podría salvarnos de este plan de superproducción alimentaria que acabará con el planeta. A los pocos días, en una jornada de gran estrés, casi sin pensar, disolví los polvos mágicos, batí con mi Satiscao y bebí sin repugnancia, sin rencores del pasado. Me supo hasta rico, fíjense. Aparte de disponer de más tiempo, de ahorrarme el fregado de platos de ese día y de evitar ese sopor veraniego post-almuerzo, no tuve ningún atisbo de hambre hasta las 10 de la noche, señal de que es Satislent, usado con cautela, sacia.
Ahora tengo mi alacena de la cocina repleta de saquitos de Satislent para emergencias. Y, no sé muy bien por qué, siento cierta tranquilidad al saber que, en caso de poco tiempo y hambre canina, no voy a cometer estupideces en forma de bocadillo reseco del bar de la esquina, ni a recurrir a inventos rápidos e insanos. El compañero de fatigas estará ahí, haciéndome sentir por un rato esa mujer del futuro que nunca seré, porque terminaría llorando amargamente en mi coche volador, recordando el sabor y la textura del cocido, y probablemente colisionaría contra alguna basura espacial.
*Escribí este artículo al borde de la inanición psicológica, que es un hambre que no es falta de nutrientes, sino una pulsión famélica visual en la que crees que podrías llegar a orgasmar si tus dientes dieran con la costra crujiente de un pan. Sueñas con cosas tan absurdas como pechuga de pollo partida en trocitos con sal gorda por encima. Pido perdón a los lectores y al equipo de Satislent por este despropósito: la responsabilidad de este plan demente es mía y solo mía. Durante el experimento no tuve en ningún momento un hambre real ni sensación de debilidad. Todos los descalabros sufridos fueron debidos exclusivamente a mi alma frágil y tendente a la obsesión.
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