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Molí del Ger, aventura quesera en la Cerdanya

 Despliegue de quesos en la quesería / EL COMIDISTA
Despliegue de quesos en la quesería / EL COMIDISTA

Mi primera toma de contacto con Molí de Ger fue a través del Puigpedrós –recomendado por Luc, mi quesero de referencia– un queso que me hizo explotar el paladar y la cabeza a distintos niveles. Me encantó su textura, cercana a la de las pastas cocidas –a pesar de ser estar elaborado con leche cruda–, su sabor, que recuerda ligeramente al de un fruto seco pero a la vez es fresco, y su personalidad hace pensar que se trata de un producto antiguo, de esos que llevan siglos elaborándose en alguna zona recóndita de montaña.

Después de una intensa investigación A través de Facebook, me puse en contacto con Pere Pujol, el artesano detrás de Molí de Ger, que se ofreció muy amablemente a recibirnos si alguna vez pasábamos por la zona, enseñarnos la quesería y contarnos su historia. “Mi familia siempre han sido payeses, en la última época dedicados a la leche de vaca. Yo era profesor en Barcelona, y aunque me gustaba mucho mi trabajo hacía tiempo que pensaba en volver a la Cerdanya. Pero si vuelves aquí tienes que tener un proyecto, algo concreto que hacer, o te puedes morir de aburrimiento”. Y así, hace seis años, nació la quesería. Pere se formó desde la nada a base de cursos y con la ayuda de asesores, y reconoce que los inicios fueron bastante duros. “Tardé un año en conseguir un resultado satisfactorio de lo que hoy conocemos como Puigpedrós. Seguramente fue un error empezar con él, porque es un queso muy complicado, pero bueno: así es como fueron las cosas”.

Después del Puigpedrós –del que tuvimos la suerte de probar una versión hipermadurada, aromática, sabrosísima, astringente, amarga, incluso acre, no apto para paladares poco aventureros, que solo prepara por encargo para un cliente francés– fueron naciendo el Roquesblanques, un serrat tradicional del Pirineo con un punto ácido y sabor muy lácteo, el Altejó, de pasta semicocida, dulce y aromático i el blau ceretà, un queso azul de sabor salino y picante y textura fuerte, perfecto para poner punto final a una tabla o como postre. Los proyectos de futuro de Pere incluyen hacer un queso tipo camembert –para lo que necesita una cámara nueva, así que con calma–, seguir aprendiendo y abrir una tiendecita en la misma explotación , "donde los fines de semana se pueda tomar un vermut y se encuentren nuestros propios productos y otros de la zona". Mientras tanto, nos dio una amena explicación paso a paso del proceso de elaboración de sus estupendos quesacos.

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Las vacas y un ternerito monísimo / EL COMIDISTA

LA LECHE

El proceso empieza almacenando la leche de vaca que ellos mismos producen – "de raza frisona, la vaca lechera europea”– cruda entera y sin pasteurizar en una cisterna a 12 grados entre 12 y 16 horas con una pequeña cantidad de fermentos lácteos, bacterias que otorgarán los diferentes matices a los quesos. “Solo pongo una cuarta parte de lo que debería usar, porque me interesa que la flora bacteriana autóctona tenga cierto protagonismo, un proceso muy usado en Francia conocido como premaduración”. Estas bacterias, a baja temperatura, van consumiendo la lactosa (los azúcares de la leche), se reproducen y generan una fermentación muy larga y nada agresiva, lo que mejora el resultado.

A la mañana siguiente, esa leche se calienta a entre 32 y 33 grados, se le añade cuajo, una enzima que coagula la leche (en este caso el cuajo es de oveja del País Vasco) y también afecta al sabor del queso. Se deja cuajar la leche 40 minutos, y se procede a separar las caseínas del sérum. La merma del queso es aproximadamente del 90%: el día que le visitamos Pere había sacado unos 100-110 kilos de queso de 1.000 litros de leche (dependiendo de la cantidad de grasa y proteína de la leche, que varía en función de la temperatura y muchos otros factores).

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Así enmoldaba, así, así / EL COMIDISTA

LA CUAJADA

Es el momento de cortar la cuajada en diferentes tamaños –de una nuez para los de menos maduración, como el Puigpedrós, de un grano de arroz para los de maduraciones largas–, volcarlo todo en una batea y separar el sérum de la cuajada gracias a unos cedazos gigantes. El sérum va a parar a una cisterna, donde se mezcla con el estiércol de las vacas para conseguir abono. “Aunque podríamos tirarlo, forma parte de nuestra idea de cerrar el círculo. Funciona bien sobre todo en los campos de secano, en los de regadío el ácido láctico puede llegar a quemar la hierba”.

Toca enmoldar, para lo que se usan unos moldes de plástico alimentario –el día que pasamos por allí había de tres tamaños: ½ kg, 2 kg y 5 kg– con pequeños agujeros para facilitar el drenaje y unas estameñas (según Pere, “cuanto más viejas mejor, porque tienen menos algodón”) que evitan que se tapone el sistema y dan textura. De ahí a una prensa de pistones de aire comprimido con diferentes bares dependiendo del tipo de queso y de su tamaño, que hay que ir subiendo gradualmente.

Es muy importante en este punto controlar la acidez del queso: el PH de la leche de vaca cruda es de entre 6,6 y 6,8, pero en la elaboración de queso desciende por causa y efecto de los ácidos. “La acidez determina en parte la textura del queso: para los quesos más firmes (como el Altejó) se desmolda en un PH de entre 4,7 y 4,9 y si se busca una textura más cremosa, como la del Puigpedrós, entre 5,4 y 5,6”. El queso azul no se prensa: se autoprensa por gravedad en un molde cilíndrico sin base, ya que es necesario el paso del oxígeno para que se genere el penicillium roqueforti.

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Queso azul esperando al penicillium y Puigpedrós en proceso / EL COMIDISTA

EL QUESO

Cuando se desmolda la pieza, se pone en salmuera “que aporta sabor, ayuda a conservar y crea una corteza más dura”. Igual que en la prensa, se sala en función del tamaño: la salmuera es la misma –Pere sala a unos 15 grados Baumé, un poco por debajo de los 20/25 habituales–, pero los más pequeños se dejan unas 6/7 horas y los más grandes hasta 24. “Una vez salados, pasan a la cámara de maduración, a 12 grados y con el 85% de humedad.

La temperatura es para que los hongos, las levaduras y los fermentos trabajen de manera controlada, y la humedad evita la hidrólisis, favorece la aparición de hongos como el penicillium glaucum, básico para la variedad Garrotxa, y levaduras”. Lo que genera los diferentes tipos de corteza es el tratamiento que se les da: los de corteza lavada se cepillan suavemente cada dos días con agua con un 5% de sal, lo que “crea un hábitat perfecto de limpieza y humedad para el brevibacterium linens, que genera cortezas rosadas y naranjas, habituales en quesos que huelen muy fuerte, como el Reblochon, el Munster o el Raclette”.

Los sabores y matices del queso no son una ciencia exacta, y dependen de cosas tan dispares como la temperatura, la alimentación del rebaño, las bacterias de la leche y mil otros factores que dependen del azar. Cada dos días se les da la vuelta para que queden equilibrados, se reparta el líquido y no se deformen. “El ambiente es ligeramente amoniacado, sobre todo por culpa de los quesos de corteza lavada, que desprenden gran cantidad. Aunque el amoníaco es bueno para el afinado, hay que evacuarlo con la ayuda de un extractor y un temporizador, que funcionan unas 4 horas al día”.

En algunas cortezas se aprecia la presencia de geotricum, un hongo de descomposición que en una manzana significa que ya la puedes tirar pero en el queso es una buenísima señal. “A partir de aquí solo necesitan tiempo y tranquilidad, menos el azul que después de dos semanas en esta cámara se envuelve y se afina a dos grados, al menos según el sistema francés, que es el que yo sigo”. El siguiente paso, distribución, venta al detalle y ñampa zampa acompañado de vino, un buen pan y frutos secos (que, por muy bonito que haya sido descubrir todo el proceso, sigue siendo mi parte favorita).

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