Un 'punk' entre las estrellas
La felicidad me embarga porque la semana pasada tuve la suerte de asistir a uno de los mejores congresos del mundo en su género: San Sebastián Gastronomika. No trataré las texturas y las redondeces en boca que hubo por allí, pues no creo que este sea el lugar para ponerse organoléptico. Me parece más pertinente hablar de las superstars culinarias que pasaron por en encuentro: los Roca, Juan Mari Arzak, Massimo Bottura, Andoni Aduriz, Quique Dacosta... y Honorato de Top chef, con el que me hice hasta una foto de lo fan suyo que soy. Casi todos -Honorato no, que estaba de público- dieron a probar a los congresistas sus últimas creaciones, unas excelentes, otras regulín y unas pocas horrorosas. La alta cocina está endiosada, pero es muy humana a la hora de caer en el fracaso, la mediocridad o la horterada.
Un momento bonito lo vivimos en el homenaje a Pedro Arregui, cuando a Karlos Arguiñano se le saltaron las lágrimas recordando al fallecido héroe del asador Elkano de Getaria. También hubo destellos de sinceridad en la intervención de Marcos Morán, de Casa Gerardo, quien primero se atrevió a soltar un “menos congresos y más ir a los restaurantes”, y después dijo una de las grandes verdades escuchadas en el auditorio: “A los cocineros se nos da demasiada importancia, y lo que escasean son los buenos camareros”.
Joan Roca brilló, Aduriz se confirmó como el chef que mejor comunica y Mauro Uliassi hizo una necesaria y urgente defensa de la buena cocina callejera como salvación ante el imperio de la comida basura. Ahora bien, si me preguntaran qué me ha dejado más picueto del acontecimiento, tendría que señalar a Arzak. Y no porque su ponencia, compartida con su hija Elena, fuera ejemplar: dos platos mal explicados de cosas envueltas en hojas y un postre complicadísimo que acabó siendo un bombón relleno despertaron poco entusiasmo. Lo que me fascinó la caótica puesta en escena, la impredecible actitud del personaje.
Apareció tarde, cuando Elena ya llevaba cinco minutos en la palestra. A la mitad se puso a tomar notas, como pasando de lo que ocurría en la presentación. Salió. Entró. Divagó. Se rascó el culo. Y terminó metiéndose a la gente en el bolsillo con su comicidad.
Habrá quien interprete tanta soltura como un signo de desgaste mental, pero en ese instante yo vi a Arzak como el último gran punk: alguien que hace lo que le da la gana, que resulta irritante y divertido al mismo tiempo, y al que le importa tres testículos lo que nadie opine de él.
Esta columna se publicó en la Revista Sábado de la edición impresa de EL PAÍS.
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