Por favor, disparen al pianista
Existen dudas razonables de que mis artículos les valgan a ustedes de algo, pero de lo que estoy seguro es que a mí me sirven como terapia. De hecho, hoy voy a usar este espacio como confesionario, que como ya no frecuento el de la iglesia, necesito desahogarme dando la chapa a alguien con mis pecados.
En los últimos días he tenido abundantes pensamientos impuros suscitados por la actualidad. Y no, no estoy hablando de las fotos de los jugadores de Croacia desnudos. Es más profundo: me he sentido incorrectísimamente cercano al dirigente local de Nuevas Generaciones que tiró unos vasos y una botella a una orquesta de verbena que tocaba en Carreira (A Coruña). Un comportamiento violento e inaceptable, pero que me ha recordado cuántas veces mi cabeza ha rumiado acciones similares —o peores— en restaurantes y otros espacios públicos cuando me han dado la tabarra con la música.
Sé que los pobres miembros de la París de Noia —gran nombre— no hacían más que ganarse la vida tratando de alegrar el festejo. Lo comprendo, como comprendo que la exasperante presencia del ruido en todos los ámbitos de la vida despierte en algunos de nosotros instintos criminales que, como buenas personas civilizadas, reprimimos. El otro día fui a comer a un lugar idílico en pleno campo gerundense. Todo era perfecto: la terraza, el jardín, las vistas, la temperatura... hasta que uno de los camareros decidió amenizarnos la comida poniendo a buen volumen el clásico recopilatorio Lo peor del chill-out, que tanto éxito ha cosechado en los establecimientos fashionetis. ¿Se lo había pedido alguien? No. ¿Suponían esas interminables canciones una mejora respecto al silencio o a los trinos de los pajarillos? De ninguna manera. Pero aún así, cayó en el mismo vicio que se repite en miles de restaurantes españoles: el de pensar que para “animar” el ambiente hay que vapulear los oídos de la clientela con el chunta-chunta.
No voy a rememorar la cantidad de suplicios para el responsable del local que pasaron por mi imaginación, que tampoco quiero que me vean como a una especie de Dexter de la restauración. Incluso reconoceré que, a veces, la música tiene sentido: hace un mes aterricé en la Casa de Córdoba en Madrid, y en ese ambiente entre kitsch y surreal sí encajaban las sevillanas a todo trapo, que los más viejos del lugar se arrancaban a bailar en cuanto podían. Lo único que quiero decir a los hosteleros es que hay un público ahí afuera que, cuando come, prefiere el sosiego al jaleo. Es más digestivo.
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