El gruyer no tiene agujeros
Te pasas la vida creyendo que el gruyer está lleno de huecos. Lo has visto en cien películas, anuncios o tebeos, con los grandes trozos de queso acompañados de simpáticos ratoncitos. De repente un día, alguien con más conocimientos que tú te dice que no. Que de eso nada. Que el que tiene agujeros es el emmental. Y que de hecho, en el gruyer con denominación de origen están prohibidos. Entonces te das cuenta de que has vivido en uno de los malentendidos gastronómicos más extendidos de la historia, y que el mítico queso suizo no es lo que tú creías.
Con el objetivo de conocer mejor ésta y otras delicias lácteas del país helvético como el tête de moine -el que se sirve en forma de flor-, hace unos días me di un garbeo por las regiones donde se producen junto a otros periodistas, invitados por el consorcio estatal de Quesos de Suiza (haz clic aquí para gritar que esto es un publirreportaje, que me vendo al Capital, que vaya vidorra, etcétera). Tras aterrizar en Ginebra y recorrer unos cuantos kilómetros en coche, tuvimos el primer contacto físico con le gruyère, bastante heavy metal, todo hay que decirlo.
Fue en una quesería alpage (de alta montaña) en Le Brassus, cerca de la frontera con Francia. Allí nos esperaba un menú ligerito compuesto de fondue de queso y merengues enriquecidos con con crema de leche ordeñada el día anterior. Lo prepararon los dueños de la quesería, Simon Renaud (41 años, 20 haciendo queso) y su tío Emmanuel (80 años, 65 dale que te pego y un buen aspecto que yo firmaría por tener a los 70). Mezclaron a fuego suave sin parar de remover unos 200 gramos de gruyer, vino blanco, crema de leche y un toque de kirsch, y nos emplazaron a zamparnos unas barras de pan troceándolas y untándolas con unos pinchitos en el queso.
En Suiza, a los niños les dicen “tómatelo todo que si no vendrá mal tiempo”. A nosotros no nos hizo falta tamaña amenaza porque habiéndonos levantado a las 6 de la mañana para coger el avión, teníamos más hambre que Carpanta, y además la fondue estaba buenísima. Incluso me entraron ganas de preparar una en casa a la vuelta... aunque luego me di cuenta de que había regalado el trasto adecuado hace un par de años, después de que pasara varios eones en el fondo de un armario de la cocina sirviendo de casita para el polvo, los ácaros, las arañas y los gnomos.
El paisaje de la quesería parecía sacado de un episodio de Heidi: montañas color verde eléctrico, praderas llenas de flores silvestres, vacas de postal y paz absoluta. Sin embargo, la vida de los queseros alpage no resulta tan idílica: madrugón a las 4 de la mañana, ordeño, cuajado de la leche, cuidado de los quesos, trabajos varios hasta bien entrada la tarde y (nota personal de urbanita) soportar a unas moscas pesadísimas que no salían en la serie. Y eso, siete días a la semana, llueva o truene. Por lo que nos contaron, a esto sólo se dedica la gente que, por tradición familiar, disfruta con ello. Simon es una de estas personas: trabaja como contable durante los meses de frío, y los de calor los dedica al queso. Para sus hijos es como irse a un campamento, y para él, realizar su vocación. Hace dinero, pero seguramente ganaría más en otros oficios menos exigentes.
Como pudimos comprobar en la quesería alpage y en las que visitamos después en el valle, la producción de gruyer con denominación de origen está fuertemente regulada en todos los pasos del proceso. Las vacas deben ser de 20 kilómetros a la redonda, no pueden tomar ninguna clase de antibiótico y sólo se les puede ordeñar dos veces al día: si se les saca demasiada leche, ésta amarga y la calidad del queso baja. Los animales deben pastar libremente y nutrirse sobre todo de pasto. Sí pueden comer un kilo de pienso de cereales al día, pero no hierba ensilada (embalada en plástico), porque se produce el efecto regüeldo de chucrut. Según nos contó Laure Rousseau, de la denominación de origen controlada (DOC) Le Gruyère, el queso se hincha de forma parecida a nuestros estómagos cuando comemos el plato de col fermentada típico de Alemania. Habiendo padecido alguna digestión tumultuosa de dicho alimento, consideré muy afortunados a las vacas y los quesos suizos por poder ahorrarse el fenómeno.
En la quesería Les Martel, en Neuchatel, vivimos en directo los siguientes pasos. La leche cruda sin pasterizar y con un máximo de 18 horas de existencia -otras dos normas de la DOC- se transforma en una especie de yogur espeso al darle temperatura y mezclarlo con cuajo -trocitos desecados del tercer estómago de terneritos no aptos para veganos y espíritus sensibles- y bacterias para fermentar. Dichas bacterias no son como las de tus kleenex o tu fregadero, sino las propias del gruyer, controladas por una institución agrícola estatal que sólo las facilita a los productores de este queso.
Unos 40 minutos después, la pasta se corta con unas liras (se llaman así por su parecido con el instrumento musical) en constante movimiento. Se sigue removiendo y el suero se va separando de los grumos que, prensados en moldes, acabarán conformando el queso. El suero se destina a alimento para los cerdos o a la industria cosmética, pero una pequeña parte va a parar a un refresco algo raruno pero muy popular en Suiza llamado Rivella, publicitada como “la bebida de los deportistas”. La probamos, pero a mí me gustó más el suero en estado natural, del que me bebí todos los vasos que pude tras oír que los queseros suizos se conservaban tan bien gracias a él. Así que si notáis que he rejuvenecido un par de décadas y que empiezo a parecerme a Justin Bieber o a Isabel Preysler pos-photoshop, ya sabéis a qué se debe.
Joven y lozano quesero suizo en acción. / AINHOA GOMÀ
La producción de queso en Suiza se mantiene a pequeña escala, en parte por las condiciones geográficas, y en parte porque los nativos desconfían por instinto de de todo lo que sea demasiado grande, según cuenta la periodista Sue Style en el libro Cheese, slices of swiss culture. Los queseros sólo pueden hacer queso con denominación de origen controlada (allí le llaman AOC) una vez al día antes de las 12. ¿Por qué? Pues porque las autoridades creen que es mejor producir menos y bueno que a cascoporro y mediocre. Es una apuesta arriesgada: al no industrializar el proceso, el queso sale carillo (unos 20-25 euros el kilo). Pero tienen claro que al ser un país pequeño no pueden competir por precio con Alemania o Francia, y prefieren ir a por un público más exigente y con más dinerito en la cartera.
Como tantos otros quesos del mundo, una vez prensadas las piezas de gruyer están unos dos días flotando en salmuera (agua con sal), para perder todavía más líquido y ganar en sabor. De ahí pasan a curarse en las cavas, donde deben cumplir una nueva regulación: el reposado sobre tablas de madera de pino, un material que absorbe o proporciona la humedad ideal para este queso.
El curado es tanto cansino, porque cual bebés los quesos necesitan ser limpiados con agua con sal y cepillados con frecuencia. El proceso se suele iniciar en queserías, pero al cabo de unos dos o tres meses, las ruedas de queso se llevan a cavas grandes. Es el turno de los llamados afinadores, que no son especialistas en violines sino la tercera pata de la producción junto a los lecheros y los queseros. Se encargan del curado, deciden cuándo el queso está en óptimas condiciones para la venta y lo distribuyen a las tiendas. Cuanto más envejece un queso en la cava, más potente será su sabor y más caro se venderá. Aunque a mí me gustaron más los que probé con una curación intermedia (de seis a nueve meses) que los de un año.
La visita a las cavas de afinación de la empresa Fromco en Moudon, las más grandes del país, fue la más espectacular del viaje. Debajo de una gigantesca formación rocosa de 60 metros de altura se esconden unos 160.000 quesos de gruyère. “Si la quesería es la capilla, estas cavas son la catedral”, nos dijo su responsable, Pierre Guyot. Ciertamente, allí te sientes como en un templo sagrado, a unos 13 grados de temperatura, 95 de humedad y con una peste al amoniaco que expelen los quesos capaz de desinfectar los pulmones de un bronquítico terminal. El templo tiene trampas para ratones, por cierto: el tópico del gruyère con agujeros es falso, pero el de que a los marditos rodedores les chifla, no.
Las cavas de Moudon, y Pierre Guyot con un gorro muy favorecedor. / AINHOA GOMÀ
Me encantó el sistema de valoración de los quesos, un poco como Eurovisión pero con lácteos en vez de canciones horteras. Cada mes, un triunvirato de expertos lecheros, queseros y afinadores catan las partidas y otorgan una puntuación del uno al cinco en cuatro criterios: aspecto, color y elasticidad, ausencia de huecos y sabor y textura. Si llega a 18 puntos, el queso sigue jugando. Si se queda entre 16 y 18, se destina a queso rallado o para fundir. Y si baja de 16, le expulsan de la casa y se va a la basura. Por suerte, esto último sólo ocurre en un 1% de los casos, según nos dijeron: por la cuenta que les tiene -pierden un montón de pasta-, los queseros se cuidan mucho de que su producto sea óptimo.
Las normas para hacer queso gruyer o cualquier otro con denominación de origen en Suiza tienen un lado bueno -calidad asegurada- y otro que no tengo tan claro que lo sea. ¿No acaban sabiendo todos igual con tanta regulación en todos y cada uno de los pasos? Manuela Sonderegger, relaciones públicas de Quesos de Suiza, asegura que no. Hay variantes naturales que influyen en el sabor, como el diferente pasto de cada zona que han comido las vacas. Y luego está la mano del quesero: “Aunque se usa maquinaria moderna, el proceso sigue imitando la práctica artesanal. El quesero decide las temperaturas y los tiempos probando o tocando con sus manos el queso, y eso es lo que le da carácter individual”. Personalmente, no advertí grandes diferencias de sabor entre los distintos tipos de gruyer que probamos, aunque es verdad que ni soy experto en quesos ni hicimos catas conjuntas para comparar.
Además de imponer las normas de fabricación, el otro frente abierto para la denominación de origen es el de la lucha contra las falsificaciones que se venden por todo el mundo. No sólo controlan de manera estricta la venta de las planchas en los moldes que imprimen las palabras Le Gruyère en el canto de los quesos, numeran cada pieza para saber de dónde viene o fichan el ADN de las bacterias de fermentación para detectar malos usos de las mismas. También pelean porque se prohíba vender como gruyer quesos no suizos y no elaborados según sus códigos -por increíble que parezca hoy, en el pasado Suiza fue un lugar pobre del que la gente emigraba, y con ella los métodos de elaboración del gruyer se dispersaron por otros países. En la Unión Europea ya han conseguido la protección, y en 2016 no será legal utilizar el nombre de gruyère. En Estados Unidos lo tienen más crudo, porque allá la oposición a las denominaciones de origen en aras del libre mercado es grande.
El sello que numera cada queso, y un gruyer de reserva. / AINHOA GOMÀ
La última batalla, especialmente compleja en España según nos contó Pierre Guyot, está relacionada con la puesta en escena ante el consumidor. Para lograr que este diferencie entre un gruyer de verdad y uno churrutero es importante que en las tiendas tengan la pieza de queso entera y se venda al corte. El problema es que las de esta variedad no son precisamente pequeñas (entre 30 y 35 kilos), por lo que aquí se suele vender envasado en cortes pequeños en los que no es fácil ver la impresión en el borde. “Y además no es atractivo como producto caro de alta calidad”, explica Guyot.
No pondría la mano en el fuego porque Suiza vaya a ganar todas estas guerras. En un contexto de crisis económica rampante, y con su moneda por las nubes, no les será fácil convencer con un producto caro de calidad. Pero al menos tratan de defender las esencias de un producto archipopular en buena parte del planeta, y por ello víctima de versiones bastante patilleras que no hacen justicia al original.
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