Los huevos fritos con patatas son el verdadero lujo
La falta de juicio a la hora de discernir caprichos accesorios de lujo auténtico es la causa de todos los males de la humanidad
El lujo se puede definir con precisión como la cantidad de tiempo que un humano friolero se puede permitir pasar en la cama en posición fetal, emitiendo chillidos largos y finos de monstruo abisal debajo del edredón, un tres de enero gélido y laborable, cuando ya se ha hecho de día. Todo lo demás entra en el terreno de lo caprichoso, eso es, del jugar a ser dios.
La diferencia entre las leyes de la física y los dioses es que los dioses tienen personalidad, eso es, un cajón lleno de caprichos. Tanto si son del tipo colorido y llamativo, como si son de tono gris e introspectivo, los caprichos no atienden a razones, ecuanimidades, regularidades ni justicias de ninguna clase. Es asunto peliagudo invocarlos a la ligera. Los caprichos tienen que considerarse siempre seriamente. Por eso, son cosa de entes de rango aristocrático y celestial.
Si algún día a la ley de la gravedad, pongamos por caso, le diera por desarrollar una personalidad propia, podría suceder que de repente le supiera mal hacer caer a las abuelitas adorables sobre la pintura resbaladiza de los pasos de cebra los días de lluvia, o que despertase un día al deleite caprichoso por admirar el aleteo desesperado y la silueta a contraluz de los excursionistas al caer por acantilados escarpados, o que se tornase felina y traviesa y decidiese no dejar bajar del cielo a los globos aerostáticos hasta aburrirse de juguetear con ellos como si fuesen ovillos de lana.
“¡Todos merecemos darnos un capricho de vez en cuando!” o “¡una vez al año no hace daño!”, solemos exclamar los humanos corrientes al respecto. Pero eso sólo es cierto si no nos ponemos en la piel de un fabricante de caderas de titanio, que en el caso de que la gravedad ganase carisma se vería abocado junto con todos sus compañeros de gremio a tomar las calles —con este frío— y reclamar ayudas urgentes al gobierno; o si no consideramos que un brote de personalidad en la ley de la gravedad podría conducir a la destrucción de ecosistemas enteros por sobrepoblación de buitres a causa de un exceso de alimento alto en proteína, lycra y poliéster, pero bajo en calorías, en su hábitat. En el peor de los escenarios, el capricho gravitacional supondría la ruina de todos los arroces que se cocinan todos los domingos y que se tienen en su punto justo de cocción a las dos y veinte, cuando está previsto que los aeronautas entusiastas vuelvan, puntuales, de su habitual paseo en globo. Esto sería una tragedia.
La falta de juicio a la hora de discernir caprichos accesorios de lujo auténtico es la causa de todos los males de la humanidad. Consideren los huevos fritos con patatas, por ejemplo. Si bien es cierto que representan la máxima cantidad de placer y gozo sensoriales por unidad de tiempo y esfuerzo invertidos jamás creada por el hombre, en estas fechas no son lujo auténtico si no van coronados por el puñadito de angulas de rigor. Las angulas son consideradas, por muchos, el epítome del lujo. ¡Se sirvieron en la mesa de los reyes esta pasada Nochebuena! Están en riesgo crítico de extinción, más cerca del abismo aún que el lince ibérico. Pero dejar de comerlas sería un capricho que tendría consecuencias terribles no sólo para quienes las degustan, sino también para aquellos que se dedican a pescarlas y a venderlas.
Puedo dibujar la escena en el humilde hogar de un comerciante de angulas como si la viera con mis propios ojos:
—¡Vamos, hijo, a pescar angulas, que como hay pocas, su precio está por las nubes, y este año nos vamos a hacer de oro!
—Pero papá, si quedan tan pocas y las capturamos, quizá el año que viene no tengamos ninguna y nos quedemos sin trabajo.
—No te preocupes por el año que viene, pequeño Timmy. ¡Mañana será otro día! Piensa en el domingo. Te tengo preparado un plan estupendo. Voy a llevarte al monte. Subiremos dando un paseo al pico desde el que se ve el faro. ¡Estrenaremos las mallas nuevas que trajo Papá Noel! En la explanada en lo alto, sentados al borde del despeñadero, nos comeremos unos bocadillos y nos tumbaremos a ver pasar los globos. Dicen que últimamente la zona está repleta de buitres, que se reproducen cosa fina. ¡Verás qué lujazo poder verlos de cerca! Y a la vuelta, mamá nos estará esperando en casa con un arroz de campanillas.
Puedes seguir a EL PAÍS Gastro en Instagram y X.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.