Receta original de pan de dátil con queso de chiva
La chef Gloria Pidal, conocida como Glorionce, vive en una furgoneta en Baja California, donde pesca, cocina y graba sus recetas
En el kilómetro 113, entre Vizcaíno y San Ignacio de La Ruta 1 (la que atraviesa la península de California), se cruza una frontera. No hay muros ni garitas, pero si se va de norte a sur, será aquí donde se baje la ventanilla. Y si uno va de sur a norte, donde la sube. Es una frontera natural. El Pacífico por el oeste refresca y el golfo de California por el este la calienta, es aquí donde convergen ambos.
Veinte minutos más tarde, si es de las veces que se bajó la ventanilla, se empieza a ver en la lejanía una mancha verde. El ardiente asfalto distorsiona la imagen y, como marca la leyenda, te frotas los ojos y los achinas, intentando optimizar el enfoque porque algo no cuadra. El terruño ocre desaparece bajo las imponentes palmeras, el olor a humedad llega directo a la pituitaria, reseca ya, de tantos días por el desierto. Bienvenido, no son visiones, has llegado a un oasis.
Si el agua es vida, el agua en el desierto es ‘vidísima’. Ya lo supieron los nativos cochimíes cuando hicieron de Kaadakaman uno de sus lugares espirituales. Hoy, siglos más tarde, se extienden por todo el valle cantidad de rancherías dedicadas en su mayoría a la venta de queso asadera, hecho siempre de manera artesanal. Las gorras de béisbol, tan habituales en los pueblos de la costa, son sustituidas en estas latitudes por los sombreros vaqueros. Recetas tan peculiares como el pan de dátil, el dulce de pitahaya o el cubierto de biznaga, son sello de la cultura gastronómica ignaciana.
Aquí, una devota del dulce/salado visualizó a la sombra de un palmeral el pincho perfecto. Me habían regalado un queso de chiva, tenía dátiles a mano y todo lo necesario para armar algo cercano a un pan. La capa de salitre acumulada en la dermis (al mismo nivel de la abuela de Algo pasa con Mary) pidiendo a gritos un aclarado en esas aguas paradisíacas, y las dos ruedas pinchadas en menos de 12 horas, extendieron la estancia en el oasis lo suficiente para montar un horno efímero. Al queso le dio tiempo a orearse… todo pasa por algo.
Dicen que los de San Ignacio son flojos. Yo, que crecí en Andalucía, simpatizo con ellos. Acusados de vagos desde tiempos inmemoriales, ¿no será que el vivir tranquilos y priorizar la vida sobre el trabajo (principios que deberían ser sagrados) genera cierto malestar o envidia entre los que solo encuentran el gozo en producir? Guadalupe Aguilar, con sus 92 años, sigue armando los preciosos cacaistes —cajas de cardón amarrado que se usan para transportar el queso— pero ahora, igual que hizo siempre, a su ritmo. Lo que prueba que la vida se puede enfocar como una carrera de velocidad o como una carrera de fondo.
Yo prefiero ser de San Ignacio, unirme a su cadencia caribeña, oír el baile de las palmeras, tomar café colado y vivir como dicen los locales “a guuuuuusto”.
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