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Una cabra y su queso como símbolo de la resistencia rural de la Sierra de Cádiz

Cabreros y queserías luchan para sacar de la extinción a la cabra payoya, cada vez más apreciada y premiada en el sector gourmet

Quesos Sierra de Cadiz
Varios de los muchos premios que ostenta la empresa Pajarete, que produce queso de leche de cabra payoya, en la Sierra de Cádiz.PACO PUENTES
Jesús A. Cañas

Jose Luis Holgado siente que lo de su quesería Pajarete fue una conjunción de astros. Allá por 2007 terminaba su carrera de ingeniero agrónomo y surgió la oportunidad de iniciar la empresa con el traspaso de un compañero. Al mismo tiempo, su padre le llamó para contarle que se había convertido sorpresivamente en pastor del rebaño de ovejas de un amigo que padre e hijo completaron con cabras payoyas. Y hasta ahí llegó el golpe de azar. Porque de esa cabra autóctona de la Sierra de Cádiz, que entonces apenas era conocida, al manjar gourmet apreciado por toda España que ahora es su queso, va un desértico trecho de 17 años salpicado de fatigas, falta de relevo generacional y hasta luchas entre productores. “Entonces apenas se vendía y ahora son un 80% de nuestras ventas”, tercia Holgado henchido de orgullo.

La quesería Pajarete, ubicada en el pueblecito gaditano de Villamartín, es una de las 11 que se reparten entre Cádiz y Málaga —nueve de ellas gaditanas— que elaboran queso de cabra payoya con el sello de la Asociación de Criadores de la raza Caprina Payoya, que aglutina a 37 cabreros especializados en esta especie en peligro de extinción. Entre todos, manejan un censo de 11.885 cabras que, en 2023, produjeron 2.054.016 litros de leche que esas pequeñas queserías convirtieron 234.416 kilos de queso. Todos ellos catalogados con el sello Raza Autóctona 100% Payoya, un logotipo creado en 2015 por el Ministerio de Agricultura para proteger la producción de variedades autóctonas de ganado. “Es poco volumen, pero es que es una raza en peligro”, avanza Olga González, veterinaria y directora técnica de la asociación.

En la práctica, Holgado —en su dualidad de ganadero y quesero—, González y los más de 30 socios pelean a diario porque el sello que ellos gestionan —que se materializa en un logo negro y verde y blanco en los envases— no se mal use y sirva para proteger una actividad amenazada también por el envejecimiento de los ganaderos y la falta de relevo generacional. En la épica, es una lucha día a día por el sostenimiento de una forma de vida centenaria ligada al territorio, a la identidad local de la Sierra de Cádiz y al manejo de pequeños rebaños que pastan en semilibertad en buena parte de las 53.411 hectáreas del Parque Natural de la Sierra de Grazalema. “Aquí hay que crecer poco a poco”, resume Holgado, mientras muestra más de cien premios nacionales e internacionales que ya tienen sus quesos. No es el único, otras firmas como El Bosqueño, La Pastora o Sierra de Ubrique también atesoran galardones.

El origen de tanto premio está en la cabra payoya, una raza autóctona de la Sierra de Cádiz declarada, desde los años 90, en el Catálogo de Razas Autóctonas en Peligro de Extinción, pero de carácter, al menos centenario. Aunque existen pinturas paleolíticas de hace 20.000 años que ya dibujaban cabras en la Cueva de la Pileta (en Benaoján, Málaga), la constancia documental de que se producía queso con ellas en la zona data de 700 años. Desde entonces, y por medio de selección natural, los serranos fueron moldeando y potenciando las características de un animal rústico y resistente a pastar en la naturaleza, noble en el trato y con unas singulares capas de colorido pelaje. Esas singularidades hacen que las hembras de los caprinos generen menos leche, pero con mayor calidad, gracias a sus concentraciones de grasa y proteína.

“Eso hace que la leche tenga más rendimiento. Al ser más grasa, el queso es más mantecoso y rico”, explica Holgado, que es capaz de producir entre 300 y 400 quesos al día en su planta de Villamartín, a razón de 7,5 litros de leche por cada kilo de queso. En su fábrica, donde también tiene un punto de venta, los quesos pasan un periodo de maduración que va de los dos a los 15 meses, en medidas condiciones de temperatura y humedad —nueve grados y un 80% de humedad— que “recrean las condiciones de las cuevas en las que los cabreros hacían sus quesos”, como relata el quesero. “Aquí el moho nos da la vida”, bromea.

No es el único saber hacer centenario del que presumen. La centenaria técnica del emborrado —cubrir el queso de salvado de trigo una vez pasado por aceite— es marca de la casa, junto a la conservación en manteca de cerdo y técnicas de otras zonas como la conservación al pimentón. Todas esas glorias han encandilado ya a chefs como Dani García o David de Jorge y abren hueco a los quesos de cabra payoya en cartas y estanterías de tiendas gourmet más allá de Cádiz y Andalucía, donde ya son de sobra conocidos.

Pero tras los altares gastronómicos siguen múltiples luchas por resolver. A la falta de relevo generacional y un censo limitado de caprino, la asociación suma años de batalla por el uso honesto de los apellidos “cabra payoya”. “Estamos luchando con los queseros para el distintivo del origen. Es complicado, pero cada vez más gente va conociéndonos”, explica González, en referencia al exhaustivo control sanitario que realizan de la trazabilidad de la leche para asegurar que bajo la etiqueta de calidad solo se produce queso de su raza. La labor divulgación es titánica en una zona en la que hay queserías que han usado y registrado legalmente el gentilicio payoyo para sus marcas comerciales desde mucho antes de que existiese el sello, lo que genera no pocas confusiones entre potenciales clientes.

El queso de cabra payoya incluso llegó a ser el origen de una guerra desde hace dos décadas entre queseros que hoy sigue, aunque mucho más larvada. El inicio estuvo por la confrontación entre las queserías que apostaban por conseguir una Indicación Geográfica Protegida —menos restrictiva con la materia prima empleada— solo para Villaluenga del Rosario, donde defienden que el gentilicio payoyo en origen solo les incluía a ellos, y los que apostaban por una Denominación de Origen Protegida —que sí se fija en el origen del producto— para toda la Sierra. Ni una ni otra han salido adelante, pero la ruptura se materializó en que las empresas de la zona celebran ferias del queso por separado: la de Villaluenga y la de Quesierra, en Villamartín.

González reconoce que aún “hay tensión”, pero su asociación va ya por los derroteros de un sello al que se puede acoger cualquier quesería que se comprometa a producir productos con sus cabras, de las que también controla su libro genealógico. Con esa apuesta y la fama cada vez más reputada del producto final han conseguido que su leche escape de acabar en lonjas internacionales en las que se perdía el valor añadido. Ahora luchan por intentar conseguir que los cabreros puedan negociar primas directamente con las queserías, algo prohibido por la Ley de Defensa de la Competencia. En la asociación creen que así los ganaderos podrían ver compensado el esfuerzo de producir leche de mayor calidad, aunque menor cantidad y, de paso, hacer más atractiva la cabra payoya para los jóvenes. “Encima de que no hay relevo en el campo, el nuevo no se mete en esto”, se queja Holgado. En definitiva, lo que está en juego es “la simbiosis entre hombre, animal y naturaleza”, como apostilla González.

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Sobre la firma

Jesús A. Cañas
Es corresponsal de EL PAÍS en Cádiz desde 2016. Antes trabajó para periódicos del grupo Vocento. Se licenció en Periodismo por la Universidad de Sevilla y es Máster de Arquitectura y Patrimonio Histórico por la US y el IAPH. En 2019, recibió el premio Cádiz de Periodismo por uno de sus trabajos sobre el narcotráfico en el Estrecho de Gibraltar.
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