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A GUSTO
Columna
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El secreto del fuego en la noche de San Juan

Es de los momentos más mágicos del año, donde se recibe el fruto del abrazo de cada átomo de oxígeno y de cada átomo de carbono en forma de calor, y de ahí salta la chispa en cualquier verbena

Noche de San Juan
FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty
Maria Nicolau

El primer cavernícola en cazar el fuego se lo encontró encaramado como un mono titi a la rama seca de un árbol, royéndola. Al tratar de cogerlo, la criatura le mordió. “¡Qué carácter!”, musitó, y en vez de agarrarlo directamente, decidió partir la rama y llevársela a ella y a su depredador, a quien el traslado no pareció importarle en la medida que se le dejase tranquilo a sus asuntos. “¡Mirad!”, exclamó, triunfante, al reunirse con el resto de la tribu. “¡He atrapado a una cría!”.

Prepararon una cuna de piedras, que colocaron en círculo en la entrada de la cueva. A cubierto, para que el cachorro de incendio no durmiese a la intemperie; en el exterior, porque con las bestias salvajes uno nunca sabe. Dejaron junto a él un montón de comida. Ramitas y troncos de madera de aquellos que sabían que eran de su agrado. Bien limpias de caracoles, eso sí. Al fuego le place todo menos los caracoles. Cada vez que uno de los grandes, especialmente hambriento, asolaba un pedazo de bosque, dejaba tras de sí, abandonadas, una ristra de conchitas rustidas desperdigadas, que ellos después recogían y sorbían con avidez. Era extraño, porque encontraban esos espirales deliciosos, pero el paladar es algo muy personal. Quien no tiene una manía tiene otra, y hay que respetar la diferencia.

A base de observación meticulosa, en el poblado no tardaron en aprender que el fuego son gotitas de sol que caen del cielo y se quedan adheridas en todas las cosas, como pequeñas semillas en la lana enmarañada de los corderos, y que el mecanismo que hace que despierten del letargo, germinen y se conviertan en inflorescencias anaranjadas y carmesíes es el de las cosquillas.

La teoría era tan cierta como universal. Funcionaba tanto con Antonio, que al cabo de dos minutos de cosquillas extremas acababa estallando de ira, como con dos piedras, que después de un rato de frotarse la una contra la otra echaban chispas. Cien mil años más tarde, otro cavernícola, Richard Feynman, ganador del Premio Nobel de Física en 1965, sostendría la misma hipótesis y la explicaría en términos parecidos.

La madera de los árboles está compuesta en su mayor parte de carbono, material que, aunque parece que, por ser parte de cosas tan robustas como los troncos, tenga que venir de algo tan tangible como la tierra, vive en el cielo. Flota en el aire como gas, arrejuntado al oxígeno, en forma de dióxido de carbono. Este aire, al rozar las hojas de las plantas, sumado a la luz del sol, se parte en trocitos, según la receta de cocina más antigua de la Historia: la fotosíntesis. En las hojas, el dióxido de carbono se rompe. El oxígeno vuelve al aire. El carbono y la luz del Sol se guardan en la planta. Salpimentados con algunos minerales, ese poco de aire y esas gotitas de luz conformarán el cuerpo leñoso del árbol.

Oxígeno y carbono se echan de menos desde entonces. Ansían volver a estar juntos. Pero después de todo lo vivido, de separarse a plena luz del día y a la vista de todos, son de esa clase de amigos que sólo se muestran cariño cuando el calor del momento les empuja a hacerlo. Sólo se arrejuntan y se dicen “te quiero” de fiesta, cuando la cosa se les va de las manos. Si se cruzan por la calle un día laborable cualquiera, se saludarán con una inclinación de cabeza y alguna frase de cortesía o un “hey”, y seguirán cada uno a lo suyo. Hay carbono en la madera y oxígeno en el aire, el viento sopla entre los árboles continuamente, pero si nada más sucede, no habrá fusión. No habrá abrazo de reencuentro ni fuego.

Ahora bien, si algo acelerase y estimulase a carbono y a oxígeno, si se encontrasen en una verbena, si la vida les hiciese cosquillas y su química se pusiera en marcha, saltaría la chispa. Entonces se encontrarían el uno con el brazo en el hombro del otro, bailando, saltando, celebrando, generando y contagiando energía fruto de su fusión, dando calor a todos los presentes que, uno tras otro, irían estallando en llamas. Ese es el inicio de toda gran hoguera.

Cada semana previa a cada noche de San Juan, en cada plaza de cada pueblo y en cada descampado, crece una torre de trastos y andróminas, de pupitres viejos, sillas rotas, palets, cajas de fruta, cómodas de melamina y fajos de apuntes del curso anterior. Cada uno de esos cacharros fue un día parte de un árbol, que un día fue cortado, procesado y transformado en listones para fabricar muebles o en serrín para hacer pasta de papel.

La noche de San Juan, la más mágica del año, recibiremos el fruto del abrazo de cada átomo de oxígeno y cada átomo de carbono en forma de calor, y todas y cada una de las gotitas de sol caídas del cielo que hasta ese momento habían estado encerradas en la madera serán liberadas en forma de luz.

Gocen de una verbena de San Juan increíble.



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Sobre la firma

Maria Nicolau
Es cocinera de oficio y por vocación. Durante más de veinticinco años ha trabajado en restaurantes de España y Francia. Autora del libro ‘Cocina o Barbarie’, prologado por Joan Roca en catalán y Dabiz Muñoz en castellano. Actualmente vive en Vilanova de Sau, Osona, donde ha conducido el restaurante de cocina catalana El Ferrer de Tall.
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