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LA MEMORIA DEL SABOR
Columna
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En defensa del bocachancla

Lo que antes se manejaba en privado y pocas veces llegaba a oídos del cocinero, se hace hoy público y encuentra eco en el mercado

Una imagen de la edición 2019 de San Sebastián Gastronomika, uno de los principales congresos para profesionales del sector.
Una imagen de la edición 2019 de San Sebastián Gastronomika, uno de los principales congresos para profesionales del sector.JAVIER HERNÁNDEZ

A nadie le gustan los bocachancla. El modismo, habitual en la España de la última década, proporciona cobertura a personajes en los que coinciden dos circunstancias definitorias: el cerebro en modo ahorro de energía y una lengua suficientemente suelta para pregonar lo primero que le pasa por la cabeza. El término no figura entre los autorizados por la Real Academia de la Lengua, como tampoco aparece cuñao, que ajusta la condición de bocachancla al marco de la reunión familiar. Hay mucho bocachancla en el universo gastronómico y no suele caer en gracia, aunque el motivo cambia según el lugar que ocupan en el restaurante, siempre con el mostrador de la cocina como barrera separadora; el que reserva mesa suele gustar todavía menos que quienes ejercen su circunstancia desde la cocina.

En muchos restaurantes se extiende la condición de bocachancla a quienes no opinan a favor de corriente. Lo vimos durante la exposición de Bittor Arginzoniz en San Sebastián Gastronómika, el logrado encuentro culinario celebrado el pasado octubre en forma virtual. “Ya está bien, gente que no ha comido caliente en su vida tiene el atrevimiento de sacar la lengua a pasear y encima escribir”, dijo molesto en una de las sesiones, emitida desde Etxebarri, el genial asador que Bittor abrió hace casi 30 años en Axpe Atxondo, un pequeño pueblo de Vizcaya, y que la nueva ola gastronómica, siempre necesitada de sacralizar sus experiencias exclusivas, llama templo. Otro modismo, esta vez referido a esos comedores a los que el comensal acude entregado y cuando opina se le arraciman los adjetivos, aunque en ocasiones no sea particularmente sincero. De arranque, celebré la sentencia. Hablaba de un cliente -blogger, instagramer o periodista de conveniencia- que genera anticuerpos nada más verlo asomar. Imaginé que el lote incluía algún que otro crítico y se me despertó la sonrisa. Después lo pensé mejor; todo el que paga por comer en un restaurante tiene derecho a opinar, sea bocachancla o no.

El contrato tácito que regula la relación entre el comensal y el restaurante, se establece sobre tres principios básicos -el cliente elige el restaurante, hace su reserva y paga lo que come y bebe, además de impuestos y propinas, a veces obligatorias y otras forzadas - y una disposición complementaria: cada quien tiene sus propios gustos, son incontestables y no tienen por qué coincidir con los de la mayoría. A falta de una cláusula de confidencialidad que más de uno estaría feliz de implantar, es base suficiente para legitimar la opinión del comensal sobre lo que come, el espacio en el que se lo sirven y el trabajo de los profesionales que lo hacen.

Sucede desde que los cocineros profesionales abandonaron las cocinas señoriales para salir a la calle y jugarse el destino con un negocio propio. El cliente come, paga y opina. Así ha sido y no hay manera de que sea de otra forma. En eso se basa una parte de la popularidad de la cocina, mucho más en el contexto de la que hoy llamamos sociedad del ocio. Los mentideros virtuales, que vienen a ser la traslación del boca-oído a la nueva realidad y alimentan el patio de vecinos universal de las redes sociales, propicia la multiplicación de los prescriptores y prolonga el alcance de sus opiniones. Lo que antes se manejaba en privado y pocas veces llegaba a oídos del cocinero, se hace hoy público y encuentra eco en el mercado. Sucede para bien cuando, sincera o no, la sonrisa del comensal es de cuerpo entero y los parabienes chorrean almíbar en cada letra, y para mal si toman el sentido contrario. Todo vienen en el mismo empaque y no hay manera de separarlo; cuando lo compras, te quedas el lote completo.

La alternativa es que el restaurante seleccione al cliente, financie la visita e imponga su lema: “come y calla”. La disensión no está bien vista en los dominios del cocinero estrella, que prefiere evitar la parte incómoda del discurso, cuando no la rechaza de plano. A muchos les vendría bien aprender a escuchar, mientras aceptan que la proclama del bocachancla, cocinero o comensal, es como la de los borrachos y los niños, siempre guarda un poso de verdad.

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