Frank Horvat, la soledad del ‘voyeur’
Una muestra en París ofrece una renovada mirada a la obra del heterodoxo artista recorriendo sus inicios, donde aflora el extraordinario talento de esta figura del fotoperiodismo y renovador de la fotografía de moda
En el legendario estudio de Coco Chanel, en el número 31 de la rue Cambon de París, las paredes de la majestuosa escalera que conectaba la residencia privada de la diseñadora con el salón de alta costura estaban cubiertas por espejos. Ofrecían una visión limpia y fragmentada de todo lo que ocurría en los desfiles, de la que la modista solía sacar provecho sentada, oculta en los peldaños. Concentrada en aquel laberinto de reflejos, observaba cada detalle del espectáculo con el sigilo de una espía. Así, agazapada entre sombras, fue sorprendida por otro gran voyeur empeñado en penetrar e interpretar la vida a través de su propia mirada: Frank Horvat (Abbazia, Italia, hoy Croacia, 1928 - París, 2020). Tras identificar la distinguida figura en el reflejo de uno de los espejos, el fotógrafo disparó su cámara. Logró una imagen tan precisa como frágil que se expresa a través de una ausencia y que bien podía reflejar el momento que vivía aquella enigmática diosa caída predispuesta a remodelar cuidadosamente su leyenda, una vez trascendió su vinculación con los nazis.
La fotografía forma parte de la exposición Frank Horvat. Paris, le monde, la mode, que hasta el próximo 17 de septiembre puede verse en el Jeu de Paume de París. Se trata de la primera gran exposición dedicada al artista quien, tras su muerte, dejó una extensa obra, poco conocida, más allá del puñado de imágenes emblemáticas que consolidaron su prestigio. Heterodoxo, nunca se identificó con un estilo ni permitió que su instinto fotográfico se viera constreñido por los preceptos del fotoperiodismo o por los cánones más estéticos de la fotografía de moda. Horvat fue el eterno inconformista, siempre dispuesto a dejar su propio rastro allí donde las cosas no le eran dadas.
De hecho, la fotografía con la que se presenta al autor en la fachada principal del museo, Chapeau Givenchy (1958) —una de sus imágenes más icónicas— es, quizá, con la que menos se identificaba el propio artista. En ella, una modelo deja entrever su rostro tras la cascada de pliegues y flores de seda que adornan su tocado blanco, entre hombres con sombreros de copa que miran con prismáticos. “Nunca le convenció esta imagen”, asegura a EL PAÍS su hija, Fiammetta Horvat, que en la actualidad dirige el archivo del fotógrafo. “Fue idea de Jacques Moutin, el director artístico de la revista Jardin de Modes, quien bocetó la composición. Para Horvat, toda fotografía trata de un solo instante, de capturar algo que no volverá a ocurrir, y esta toma podría repetirse en cualquier momento. Si uno examina los contactos, estos son verdaderamente aburridos. Se trata de una imagen demasiado trabajada, demasiado estética. A mi padre le gustaba el accidente. Le falta el componente humano que persigue su obra”, considera.
Son cerca de 170 fotografías las que componen el poderoso despliegue que invita al espectador a descubrir imágenes poco conocidas e inéditas del autor junto a las más emblemáticas. Es una necesaria revisión de este maestro de la sensualidad, para quien la fotografía no era un testimonio, sino algo cercano a la poesía, impulsado por una búsqueda introspectiva y el deseo inextinguible de experimentar como una forma de vida.
La muestra se centra únicamente en los 15 primeros años (de 1950 a 1965) de una trayectoria de casi siete décadas, un tiempo en el que se reafirma el talento del autor, a través de colaboraciones con importantes revistas de la época, que le llevarán a adentrarse en otras culturas. También participará en la célebre exposición The Family of Man en el MoMA de Nueva York, se adentrará en el latido del paisaje urbano como un pionero en el uso del teleobjetivo y desmitificará la imagen de las modelos, a quienes saca del estudio para posar en escenarios de la vida real. A Anna Karina, icono de la Nouvelle Vague, la hizo posar en el concurrido mercado de Les Halles y a la entonces modelo Nico la rodeó de niños uniformados en el Bois de Boulogne.
El artificio convergía con la realidad en una puesta en escena cargada de frescura y naturalidad comparable a la que entonces derrochaba William Klein (fue Horvat quien introdujo al americano en el uso del teleobjetivo, al tiempo que Klein le puso en contacto con el mundo de la moda). Sin embargo, en la obra de Horvat “nunca hubo crítica ni denuncia”, destaca Virginie Chardin, comisaría de la exposición, en declaraciones a este periódico.
“Le interesaban los rostros, también la gráfica de las líneas que encuentra en la ciudad, pero no hay la crudeza que encontramos en Klein. Horvat era más suave y respetuoso. Más elegante e introspectivo. A lo largo de toda su carrera utilizó su obra para cuestionarse a sí mismo”, asegura.
“Mi eclecticismo tenía sus inconvenientes. Algunos ponían en duda mi sinceridad. A algunos les costaba reconocer mis fotos”, reconocía Horvat en uno de sus cuantiosos escritos. “Se consideraba un outsider”, advierte su hija: “En cierto modo, vivió bajo el signo del judío errante. De niño se vio forzado a buscar refugio en Suiza con su madre y su hermano. Vivió en seis países. Pensaba, hablaba y escribía en cuatro idiomas. Tenía la sensación de no pertenecer a ningún sitio, tampoco dentro de la fotografía. Pero al tiempo sabía que tenía una misión en la vida y, aunque se sentía incomprendido, nunca fue un hombre enfadado. Era muy optimista. No le importaba la crítica”. Tampoco quería maestros.
“Ni tan siquiera a Henri Cartier-Bresson, el único fotógrafo que realmente admiró a lo largo de toda su vida”, advierte Chardin. “Cuando finalmente alcanzó su deseo de formar parte de la agencia Magnum, solo duró un año. Sintió que no era su lugar. Toda su vida fue así. Su relación con los museos fue también difícil. Probablemente, es este el motivo por el que hasta ahora no se ha celebrado una retrospectiva”, comenta.
En Le Sphinx, un club de striptease en Pigalle, París, el fotógrafo consigue ganarse la confianza de las strippers. Sin embargo, foto a foto, la figura de un mirón solitario, junto a una botella de champán, pasa a ser el elemento clave de la narración. ”La soledad del voyeur se convierte en el tema principal de la serie”, advierte la comisaria: “Aquí se ve al verdadero Horvat. Siempre respetuoso. No le gustaba robar, sentirse violento o invasivo. Era tímido y se mantenía a una distancia que se encuentra en toda su obra”.
Para Horvat la fotografía también fue una forma de entender a la mujer a través de una metáfora. En busca de “la mujer real”, reclutaba a las modelos por su voz a través del teléfono. Siempre mujeres de fuerte personalidad, como las que le rodearon en la vida real, a quien fotografió de forma constante en la intimidad. Así, la imagen de su primera mujer, Mate Lorenzetti, sujetando a su primer hijo se erige como la fuerza de una Madonna renacentista, mientras que en la última parte de la muestra surge el tema del amor mediante fotografías que ponen el acento en la relación que se establece entre ambos sexos. “Se interesa por la mujer, pero también por cómo se siente el hombre frente a la belleza ¿Es amor? ¿Erotismo? ¿O algo más complejo y desesperado?”, se pregunta Chardin, mientras se dirige hacia la imagen de una joven pareja en Sídney, en cuyo sincero abrazo se palpa también la aflicción. “Para mí, Horvat habla de la imposibilidad del amor”, destaca la comisaria. “Tenía una mirada muy humana y sentimental. Sus diarios revelan que estuvo enamorado hasta el final. Probablemente, el amor fue la búsqueda de su vida”.
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